Detenernos con María ante las cruces del hombre de hoy

¡Venga tu Reino!

MOVIMIENTO
REGNUM CHRISTI

DIRECTOR GENERAL

15 de septiembre de 2014
Solemnidad de la Virgen de los Dolores

A los Legionarios de Cristo y
a los miembros del Regnum Christi

Muy queridos padres y hermanos, muy queridos amigos,

En la solemnidad de la Virgen de los Dolores les envío a cada uno un saludo y mis oraciones por sus intenciones, sus familias y su misión apostólica.

En este día la Iglesia nos invita a contemplar, desde el corazón de la Virgen María, la exaltación de su Hijo en la cruz para atraernos a todos hacia sí, y también a venerar a la Madre que comparte su dolor. La compasión de María, que se mantuvo fiel junto a la cruz, nos puede dar muchas lecciones para responder mejor a nuestra vocación de apóstoles del Reino, llamados a anunciar el amor misericordioso de Cristo e invitar a otros a dejarse conquistar por él y así convertirse en apóstoles. Les escribo para compartirles algunas de ellas que me parecen especialmente importantes.

El Evangelio de hoy nos describe en rápidas pinceladas uno de los momentos decisivos de nuestra salvación: «Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien el amaba, Jesús le dijo: “Mujer, aquí tienes a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “Aquí tienes a tu madre”. Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa». (Jn. 19, 25-27).

Contemplar a María al pie de la cruz nos ayuda a tomar conciencia desde el corazón y desde la fe de la realidad del dolor y del sufrimiento humano en todas sus dimensiones. Todos nosotros tenemos la experiencia personal del dolor en la propia vida. La Virgen, que sufría al ver a su Hijo ultrajado, nos invita a levantar la mirada para descubrir a tantos miembros dolientes del cuerpo místico. Si miramos atentamente, podremos descubrir a nuestro derredor enfermos y ancianos, personas sin trabajo, hombres y mujeres con dificultades en su matrimonio o con un hijo, huérfanos, viudas, personas heridas por la vida y con ideales rotos, presos, víctimas de la violencia, de las guerras, de la persecución, de la soledad, de la fidelidad a su conciencia y a lo mejor también de nuestra indiferencia…

Jesucristo crucificado quiere acariciar también hoy a quien atraviesa el valle del dolor y que, quizás incluso con lágrimas en los ojos, lanza a Dios esa pregunta tan humana y tan dramática: «¿por qué»?

Jesús responde desde la cruz, de manera a veces casi imperceptible, invitando a quien padece a colaborar en la obra redención participando en su propio sufrimiento, a hacer el bien con Cristo a través de su sufrimiento. (cf. Juan Pablo II, Salvifici Doloris, n. 26).

Pero si el dolor humano es como una invitación de Cristo completar lo que falta a su pasión, la presencia de la Virgen Dolorosa en el Calvario se convierte en un reto para cada uno de nosotros: lo que hiciste con el más pequeño de mis hermanos, lo hiciste conmigo. (cf. Mt. 25, 40). Es un llamado a sentir con Cristo el dolor de los demás; a sentirlo con María que es madre de todos. Ella nos invita a no cerrar los ojos ante el dolor, sino a compadecer, a mostrar misericordia, a hacer el bien a quien sufre. Con su ejemplo, nos impulsa a mirar con fe al hermano o a la hermana que sufren y nos despliega en ellos los horizontes del Reino, que se hace presente por el servicio y la caridad. A veces lo único que puede hacerse será acompañar con la oración y cercanía discreta. Pero también muchas veces podrá hacerse mucho más.

La Virgen de los Dolores, al pie de la cruz, nos enseña a ser audaces en la caridad, a «tocar la carne sufriente de Cristo», como le gusta repetir al Papa Francisco. María nos invita a sacudirnos la indiferencia y a ponernos en camino, a saber dejar de lado nuestras propias preocupaciones, como hizo el buen samaritano: detenernos, interesarnos, curar las heridas, derramar el bálsamo de la caridad, acompañar, saber estar y, si fuera el caso, saber pedir perdón.

La caridad de María al pie de la cruz también tiene una dimensión que se nos puede escapar: Ella no ha querido ser la única que consuela a Cristo, sino que se ha dejado acompañar por Juan y las otras mujeres para aprender juntos del Señor cómo se ama. ¡Cuánto bien nos hacen quienes nos invitan a vencer el temor natural ante el dolor y a buscar aliviarlo en el prójimo! Juan, gracias a María, estuvo ahí para ver el Corazón traspasado por la lanza, y experimentar en primera persona lo que es el amor de Dios y anunciarlo con pasión.

El dolor en la propia vida y en la de los demás puede también oscurecer nuestros horizontes. Me conforta mucho pensar en María. Ella ve a su Hijo muriendo como un malhechor mientras resuenan en su corazón las palabras del ángel: «será grande… reinará… se sentará en el trono de David… será llamado hijo del Altísimo». La imagino luchando como creyente, de pie, mientras se tambalean los fundamentos de su fe. Ella confía en la Palabra de Dios independientemente de lo que ella percibe con sus ojos. Confía que Dios es fiel y repite su «hágase en mí según tu palabra».

La Virgen nos invita a enfrentar el dolor junto a ella, llenos de fe y de esperanza cristiana. Nos alienta a confiar más en el Señor que en las propias fuerzas. Nos anima a hacer lo que está en nuestras manos para seguir el plan de Dios con la certeza de que la gracia no nos faltará. María se mantiene en pie junto a su Hijo y se convierte en modelo de esperanza para nosotros. Nos recuerda que la grandeza de un hombre o una mujer —o de la sociedad entera— «está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre». (Benedicto XVI, Spe Salvi, n. 38) y nos pide que le permitamos acompañarnos y ayudarnos a darle sentido a las cruces de nuestra vida.

Dejo aquí estas reflexiones, invitándolos a imitar a María, que estaba de pie junto a la cruz de Cristo de modo que como ella y con ella, nos detengamos ante todas las cruces del hombre de hoy. Que éste sea un rasgo de todos los apóstoles del Reino, que no temen ir a las periferias existenciales.

Con un recuerdo en mis oraciones y pidiéndoles las suyas,

P. Eduardo Robles-Gil, L.C.
Director general