El sacerdocio legionario

El 4 de agosto el P. Eduardo Robles-Gil envió una carta a los casi 50 legionarios que están haciendo sus ejercicios espirituales de mes en Roma. El tema que eligió para sus reflexiones es el sacerdocio y la vida religiosa en la Legión de Cristo. En años pasados afrontó temas como la conversión del corazón (2014) y el discernimiento (2015). A continuación se ofrece el texto íntegro:

¡Venga tu Reino!

4 de agosto de 2016

 

 

A los Legionarios de Cristo que se encuentran

en Ejercicios espirituales de mes

 

Muy queridos padres y hermanos,

La razón de ser de la Legión de Cristo es «dar gloria a Dios y buscar que Cristo reine en la vida de sus miembros, en el corazón de los hombres y en la sociedad» (CLC 2 §1). Los ejercicios espirituales de mes que están viviendo ahora son uno de los medios privilegiados que la Legión nos ofrece para avanzar decididamente por este camino. Espero que estas líneas los encuentren muy confiados de que el Señor que ha empezado en ustedes la obra buena, él mismo la llevará a término. Saludo a todos y cada uno y les aseguro mi oración por sus intenciones, a la vez que pido a todos que no dejen de rezar por mí.

Durante los ejercicios espirituales resuena con fuerza la invitación de Jesucristo a estar unidos a Él y participar de la misión de instaurar su Reino. Se trata de un llamado para compartir con el Señor su modo de vivir, sus criterios, sus sentimientos, sus penas y sus alegrías. Nuestra respuesta se encarna progresivamente según la vocación de cada uno. En nuestro caso, se trata de la vocación a la vida religiosa y el sacerdocio en la Legión.

Deseo hacerme presente de alguna manera entre ustedes en este tiempo de gracia. Para ello, les comparto algunas reflexiones sobre la vocación a ser sacerdotes religiosos y, especialmente, sobre algunos aspectos del sacerdocio legionario en una triple dimensión: llamados, ungidos y enviados.

 

Sacerdotes religiosos

Cristo ha regalado un único sacerdocio a su Iglesia, del que los fieles participan de dos maneras distintas. Todos los bautizados en Cristo son consagrados para constituir un sacerdocio santo que se realiza en el desarrollo de la gracia bautismal. A la vez, el Señor, con amor de predilección, elige a algunos de entre los hermanos para ejercer, a través del sacramento del Orden, el sacerdocio ministerial, al servicio del sacerdocio común. (cf. Lumen Gentium 10).

Cuando un legionario recibe el sacerdocio, el sacramento del Orden se encuentra con el carisma de la vida religiosa, que le da una fecundidad peculiar. La consagración por la profesión de los consejos evangélicos presenta y favorece la exigencia de una pertenencia más estrecha al Señor. En efecto, en el legionario la vocación al sacerdocio y a la vida religiosa convergen en una profunda y dinámica unidad (cf. Vita Consecrata 30).

Nuestra identidad sacerdotal se define a partir del servicio que estamos llamados a desempeñar a favor de los fieles. Existimos y actuamos para el anuncio del Evangelio al mundo y para la edificación de la Iglesia, actuando in persona Christi capitis (cf. Pastores Dabo Vobis 15). La gracia de los consejos evangélicos y de la vida común ayuda en gran medida a adquirir la santidad que exige el sacerdocio, conscientes de la íntima relación que hay entre la propia vida espiritual y el ejercicio fecundo del ministerio.

El Capítulo General nos recordaba a este respecto: «Sin reducir la amplia gama de apostolados y funciones que el legionario puede asumir, nuestra misión específica en relación con los demás miembros del Regnum Christi consiste en acompañar, formar e impulsarlos en su camino de santidad y apostolado, ejercitando la paternidad espiritual propia del sacerdote» (CCG 2014, 32). Nuestra condición de religiosos legionarios nos permite complementarnos con otras formas de vida con las que compartimos un mismo carisma. Es un signo de eclesiología de comunión y de la igual dignidad de todos los bautizados y la diversidad de funciones en el Cuerpo místico de Cristo.

En el rito de la ordenación sacerdotal hay tres momentos que nos ayudarán a profundizar en el sacerdocio legionario al que el Señor nos invita: el llamado de los elegidos, la unción y el envío.

 

Llamados por el Padre

Cada legionario ha sido llamado por su nombre. Ha sido amado con un amor eterno (cf. Jr 31,3) y ha descubierto con sorpresa que Dios lo conoce desde toda la eternidad, lo invita a la intimidad que cobra esa palabra en la Sagrada Escritura, y lo invita a compartir su misma vida.

Jesús nos ha tomado de entre los hombres, con nuestras cualidades y defectos que Él conoce de sobra, y ha querido fiarse de nosotros. No se impone. Más bien, se insinúa para no violentar nuestra libertad. Invita y propone un camino evangélico, arduo y difícil, pero que se recorre junto con Él. De algún modo nos ha dicho a todos con grandísima originalidad y respeto: «¿Qué buscas? ¡Ven y verás! ¡Sígueme!».

La cercanía con el Maestro también conlleva la conciencia de la propia pequeñez y fragilidad, de la desproporción entre nuestra realidad y la misión que se nos confía. Igual que a Pedro no debe sorprendernos la sensación de indignidad que brota de la conciencia de nuestra miseria y nuestro pecado: «¡Apártate de mí que soy un pecador!».

Pero nuestra miseria no puede ser nunca motivo de temor. Así se lo dijo Jesús a Pedro en después de la pesca milagrosa: «No temas. Desde hoy serás pescador de hombres». Pero a lo largo de su vida, Pedro siguió experimentando el peso del hombre viejo en su corazón. Después de la resurrección, con plena conciencia de las áreas de oscuridad en su vida, confía en la mirada de Jesús que ve también todo lo bueno que hay en su amigo: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero». Jesús le confirma su misión pastoral. Es como si le dijera: «No temas. Yo estoy contigo. No te abandono. Tú no me abandones a mí, aunque a veces tengas que gritar: “¡Señor, sálvame!”».

Con esta conciencia, el legionario puede ponerse de pie ante su Señor que lo llama por su nombre. La Legión, que lo conoce bien, lo presenta a un sucesor de los apóstoles y «da la cara» por él ante la tremenda pregunta: «¿Sabes si son dignos?». Y así, respaldado por su familia religiosa que confía en él, puede responder con un «¡Presente!» a su Señor.

A este respecto, nos puede hacer mucho bien repasar las palabras de San Pablo en 2Co 1, 18-22, que si bien se refieren en primer lugar al Bautismo, cobran un significado especial el día de la ordenación:

«Les aseguro, por la fidelidad de Dios, que nuestro lenguaje no es hoy “sí”, y mañana “no”. Porque el Hijo de Dios, Jesucristo, el que nosotros hemos anunciado entre ustedes […] no fue “sí” y “no”, sino solamente “sí”. En efecto, todas las promesas de Dios encuentran su “sí” en Jesús, de manera que por Él decimos “Amén” a Dios, para gloria suya. Y es Dios el que nos reconforta en Cristo, a nosotros y a ustedes; el que nos ha ungido, el que también nos ha marcado con su sello y ha puesto en nuestros corazones las primicias del Espíritu».

En Cristo no se mezclan el “sí” y el “no”. No acepta respuestas a medias, porque Él mismo no las da. Él invita a los que llama para confiarles el sacerdocio a que reiteren ante la asamblea su «sí», a manifestar su fe en la verdad, la belleza, en la bondad de la creación y en la presencia de Dios en medio de su pueblo.

Hoy, por desgracia, en el mundo parece proliferar y dominar el «no». Nuestra cultura posmoderna ha desarrollado una visión negativa de la humanidad y del mundo y culpa a las generaciones anteriores de sus males actuales. No son pocos quienes piensan que negando lo pasado, que consideran negativo, saldrá algo positivo. De ahí surge una lógica de ruptura, de rebeldía, de individualismo a ultranza, que considera tener el verdadero progreso en sus manos, precisamente dando un «no» a todo lo que no ha hecho él mismo, a lo que les dado.

El candidato al sacerdocio, en cambio, responde con un «¡Presente! ¡Sí, Padre!» que repetirá cada día de su vida. Sabe que el Señor lo llama porque ha creado un mundo bueno y ama a los hombres, incluso cuando le hemos dado la espalda. Dios tiene el firme propósito renovar el mundo y ha querido necesitar del «sí» de su elegido para que se le abra la puerta de la historia, para caminar por nuestras calles y proclamar desde los tejados el mensaje de la salvación.

El legionario recibe la ordenación a los pies de la imagen de María, precisamente porque ella fue la mujer que con su «sí» permitió que Cristo nos revelara el rostro misericordioso del Padre.

El «sí» a la llamada nos recuerda que nuestra misión consiste en ayudar a las personas a encontrarse con Cristo para que, a su vez, puedan también ellas entregarle su vida entera.

 

Ungidos por el Espíritu

Un segundo momento especialmente significativo de la ordenación sacerdotal es la unción de las manos del neosacerdote con el Santo Crisma. El obispo le dice: «Jesucristo, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar el pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio».

El Papa Benedicto XVI en la homilía de la misa crismal de 2006 decía: «Si las manos del hombre representan simbólicamente sus facultades, […] entonces las manos ungidas deben ser signo de su capacidad de donar, de la creatividad para modelar el mundo con amor […]. En el Antiguo Testamento, la unción es signo de asumir un servicio: el rey, el profeta, el sacerdote, hace y dona más de lo que deriva de él mismo. En cierto modo, está expropiado de sí mismo en función de un servicio, en el que se pone a disposición de alguien que es mayor que él».

La unción del sacerdote legionario se renueva cada día en los momentos de intimidad con Jesucristo, en los momentos de oración personal, en la celebración fervorosa de la liturgia y de los sacramentos, en la escucha atenta de la Palabra de Dios. En el cultivo de la dimensión contemplativa de su vida se dispone para difundir el buen olor de Cristo, por medio de palabras y de acciones. Es ahí en donde una vez más Jesús nos llama amigos y nos pide que anunciemos todo lo que Él le ha oído al Padre y Él nos ha dado a conocer (cf. Jn 15, 15). Es en el ejercicio cotidiano de las virtudes teologales que se renueva la confianza ante el futuro, pues descubrimos que Dios cuida de nosotros y nos guía por senderos rectos.

Esta especial unción es para santificar el pueblo cristiano, no para guardarla. Jesús nos ha constituido en el sacerdocio y nos ha puesto en condiciones de ser cooperadores de la misión y de la autoridad con la que él mismo cuida el crecimiento, la santificación y el gobierno de la Iglesia (cf. Presbyterorum Ordinis, n 2). Somos sacerdotes no para nosotros mismos, sino, parafraseando el responsorio del común de pastores del breviario, para orar mucho por nuestro pueblo que es la Iglesia, que son nuestros hermanos, tanto los de cerca como los de lejos. Somos sacerdotes para interceder por ellos y presentarle al Señor los gozos y esperanzas, dolores y angustias de los hombres. Y también lo somos para salir a buscar a las ovejas perdidas, para acercarlas al Señor, y derramar en ellas el bálsamo de la misericordia con el que Dios nos ha enriquecido.

Conviene recordar que la unción que hemos recibido es para servir, para ponernos a disposición del Señor. Existe el peligro del clericalismo, del que tanto habla el Papa Francisco, y que, simplificando mucho, tiene un aspecto especialmente pernicioso: creer que solamente los ministros ordenados podemos llevar adelante la Iglesia, y los demás, están ahí para seguir indicaciones. En el Regnum Christi tenemos la enorme bendición de poder colaborar en la misión con miembros consagrados y laicos, hombres y mujeres. Nosotros estamos a su servicio. Algunas veces este servicio será de dirección, pero muchas otras consistirá en colaborar en su formación, su acompañamiento espiritual y sumarnos a las iniciativas apostólicas que vayan surgiendo.

¡Cuánto daño podemos llegar a hacer cuando pretendemos que los sacerdotes somos superiores y cuando no sabemos sumarnos a un equipo, contribuir a la comunión! ¡Y cómo se difunde el buen olor de Cristo cuando recordamos que estamos configurados sacramentalmente con aquel que no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por muchos! Así contribuimos fuertemente a la comunión, propiciando que esta unción baje por todo el cuerpo, hasta llegar a «la franja del ornamento« (cf. Sal 133, 2), es decir, hasta los más alejados pero que han sido llamados a participar de esta comunión en Cristo.

 

Enviados por el Hijo

En 1991, san Juan Pablo II decía en la homilía de ordenación de 60 hermanos nuestros: «Legionarios de Cristo quiere decir que habéis aceptado con decisión y generosidad la invitación a difundir y actuar el reino de Dios, dispuestos a dedicaros a la conquista de las almas. A ellas, efectivamente, sin asomo alguno de distinción o particularismo, os vais a dedicar como apóstoles, comprometidos en un servicio consagrado, para su salvación: la salvación del hombre, de todo el hombre, en cooperación con la Iglesia entera para responder a las esperanzas de nuestra época, tan hambrienta del Espíritu, porque siente a su vez el hambre de justicia, de paz, de amor, de bondad, de fortaleza, de responsabilidad, de dignidad humana. Legionarios de Cristo, porque sabéis muy bien que la vía del bien de la humanidad pasa necesariamente por Cristo».

Con la ordenación sacerdotal, el religioso legionario ha completado su formación y está listo para ser enviado, de manera que resuene la voz del Señor en nuestro tiempo. Con su vida y apostolado, invitará a los hombres a dar el paso de la fe. Por la predicación, los sacramentos y la caridad podrá ser un signo por medio del cual Jesús revele el amor de su corazón a los demás y puedan luego optar por poner en sus manos la propia existencia.

El camino para realizar la misión no puede ser diverso al de Cristo. Él se entregaba a todos, especialmente a los más necesitados, les predicaba, los sanaba, los liberaba del maligno y de sus dolencias. Al mismo tiempo, el Señor dedicaba una parte significativa de su tiempo a formar a los doce, y también a un círculo más amplio de hombres y mujeres, que continuarían con su misión y serían sus testigos en Jerusalén y hasta los confines de la tierra. Salía además al encuentro de quienes buscaban un sentido de su vida, y de quienes eran rechazados por los demás. En esta actividad, entretejía momentos solitarios de íntima relación con su Padre en la oración y momentos de descanso con sus amigos más cercanos.

El sacerdote legionario busca con su oración y con su acción apostólica que los cristianos sean sal de la tierra y luz del mundo, y por eso los anima a todos a formar y ejercer su liderazgo que es connatural a la condición de cristiano:

«No digas: “Soy incapaz de influir sobre los demás”, porque si eres cristiano es imposible que no influyas. En la naturaleza no existen contradicciones; tampoco las hay en el hecho de que influyas, porque está en tu naturaleza de cristiano. Si dices que el sol no puede brillar, es una injuria la que le haces; si dices que un cristiano no puede hacer mejores a otros, le haces injuria a Dios y caes en la mentira. Es más fácil que el sol no caliente ni brille a que un cristiano no resplandezca, es más fácil que la luz sea tinieblas a que esto suceda» (San Juan Crisóstomo, Homilía XX sobre los Hechos de los Apóstoles, PG 60, 163-164)

Con la ordenación, Dios tiene la suprema audacia de confiarse a las manos de un hombre. Al sacerdote, Jesús lo ama como amigo, ha dado su vida por él y le demuestra su afecto que no conoce límites. Lo ha elegido para que vaya y dé fruto. Quiere que comparta esta experiencia con otras personas para ayudarlos a realizar la plenitud de su vocación bautismal. Pero sobre todo, lo quiere disponible: quiere que sea un signo claro de su amor y presencia en la vida de los hombres.

En el rito de la ordenación, el obispo entrega al sacerdote el cáliz y la patena mientras le dice: «Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor». El sacerdote es ministro de la misericordia perdonando los pecados, da a los hombres el pan de Dios que baja del cielo y da la vida al mundo, y predica la Palabra como un profeta de Dios. Pero además profundiza en el misterio que ha sido puesto en sus manos: debe buscar fecundar su misión apostólica al unirse a Cristo que se ofrece cada día por la salvación del mundo.

El envío encuentra en el legionario la conciencia del valor de una sola alma, de la brevedad del tiempo y de la realidad de la eternidad. De ahí que busque capacitarse para poder llevar mejor el mensaje, imitar mejor a Cristo para que sea Él quien aparezca. Se concibe a sí mismo como el amigo del esposo, que lo asiste y lo oye y se alegra con su voz, pero sabe que él es voz, y sólo Cristo es la Palabra que hay que anunciar. Por eso se gasta y desgasta por las almas que le han sido confiadas (cf. 2Co 12, 15) y está realmente disponible para ser enviado al mundo entero y busca toda ocasión para manifestar el amor de Cristo.

El sacerdote legionario, para serlo de verdad, debe también saber abrazar la cruz de Cristo y unirse así al sacrificio que ofrece cada mañana. A veces la cruz se hace presente a través de incomprensiones, fracasos según los criterios del mundo, de la experiencia de la propia debilidad, de problemas de salud… También la podemos sentir en la necesidad de doblegar el propio orgullo, de vencer al hombre viejo, de dar un cauce adecuado a nuestras pasiones… Y cómo no sentir la cruz en el cansancio que a veces nos aqueja al echar las redes uno y otro día sin demasiados resultados, o al constatar nuestra pequeñez. Pero precisamente ahí nos encontramos con la fuerza del Resucitado. Cuando algo nos duela, vivamos con la esperanza de quien sabe en quién ha puesto su confianza.

Queridos hermanos, muchos de ustedes se encuentran en la recta final para su ordenación sacerdotal. Algunos ya han hecho la profesión perpetua y otros están por solicitar ser admitidos a ella. Los invito a que miren a Cristo, el único y supremo sacerdote y que sea Él quien les inspire en todo momento. Conozcan también las Constituciones y los documentos del Capítulo General, seguros de que también ahí el Señor tiene guardadas luces especiales para todos los legionarios.

Podría alargarme mucho más, pero no pretendo trazar un dibujo completo de lo que ha de ser un sacerdote legionario. Espero que estas líneas los animen a descubrir y reavivar el don que han recibido de parte del Señor al llamarles al sacerdocio y a la vida religiosa en la Legión. Le pido a Jesucristo, nuestro Rey y Señor, que les conceda responderle con un «sí» cada día más generoso hasta el final de sus vidas.

Su hermano en Cristo,

P. Eduardo Robles-Gil, L.C.

 

N.B. Por favor, no dejen de encomendar a los jóvenes y chicas que están en los diversos cursos de discernimiento vocacional de la Legión y de la vida consagrada del Regnum Christi.