Autorarchive: [email protected]

Edwin Pereira, L.C.

“Si Tù lo quieres, Tú lo harás”

Dios es muy paciente con nosotros y siempre nos espera con los brazos abiertos. Él no se deja ganar en generosidad. Él nos ha dejado una guìa que ilumina nuestro camino: María, quien es la estrella que brilla en nuestro caminar. “¡Oh tú que te sientes lejos de la tierra firme, arrastrado por las olas de este mundo, en medio de las borrascas y de las tempestades, si no quieres zozobrar, no quites los ojos de la luz de esta Estrella, invoca a María!” (san Bernardo de Claraval)

Nací en San Salvador, El Salvador, el 23 de septiembre de 1985. Provengo de una familia muy católica. Fui criado con un gran amor a Maria; una de las advocaciones que más suena en mi casa es Auxiliadora de los cristianos.

Soy el segundo de tres hermanos varones. A los pocos días de nacido tuve complicaciones en mis pulmones, no podía respirar. Pasé varios días en incubadora en situación bastante crítica. Por gracia de Dios pude sobreponerme de la grave situación inicial.

Mis padres son personas muy trabajadoras que siempre nos dieron buenos ejemplos de trabajo duro y de no cruzar los brazos ante las adversidades. Ellos nos supieron criar siempre en el trabajo y en la sencillez de vida. Mi padre es un hombre muy trabajador y muy responsable. A él le agradezco todos los consejos que me dio y que me ayudaron a salir adelante. Él siempre ha sido un hombre muy sacrificado y preocupado por su familia. Mi madre es una mujer que siempre estuvo atenta a sus hijos; a pesar que le tocaba trabajar siempre hacía una gran esfuerzo por pasar el mayor tiempo posible con sus hijos. Ella siempre estuvo al pie de batalla ante nuestros estudios, siempre buscó lo mejor para nuestra formación y nos exigía para alcanzar la mejor formación posible.

Desde muy pequeño fui educado con la espiritualidad salesiana: estudié de 1° a 8° grado en la Escuela salesiana Domingo Savio  (primaria y secundaria) y de 9° grado a 3° de bachillerato en el Instituto Técnico Ricaldone (preparatoria). Doce años de mi vida cuidado bajo en manto de Maria Auxiliadora y el método preventivo de Don Bosco.

Estudiando en la primaria sentía cierta inclinación por el sacerdocio. Me llamaba la atención todo lo concerniente a la religión llegando a obtener las calificaciones más altas en esta materia y por mi mente se planteaba la posibilidad de ser sacerdote. Pero uno va creciendo y a pesar de que los gustos por la fe y el sacerdocio se mantenían se hicieron presente otros tipos de gustos que son acordes a la adolescencia. Estando aún en la escuela Domingo Savio, hice una pregunta a una de las hermanas religiosas que nos atendían (eran hermanas religiosas hijas del Divino Salvador) sobre una posible vocación y ella me respondió que era muy probable que Dios estaba obrando en mí y que Él me iría mostrando su plan en mí. La verdad es que lo tomé en un primer momento como el arranque para pensar más seriamente de entrar al seminario pues me encontraba en 8°grado. En ese año se anunciaba que los estudios de tercer ciclo (7° a 9°grado, secundaria) pasaban al Instituto Técnico Ricaldone, siempre salesiano y pensé que estando allí podría existir más cercanía con los padres salesianos y me podrían acompañar en una posible vocación.

Llegando a cursar 9°grado en el Ricaldone, volví a realizar la pregunta pero debido al proceso de cambios que sufrían los colegios salesianos, no se supo dar oportuna respuesta a la interrogante que tenía. La conclusión de un único encuentro de carácter vocacional fue: “piensa mejor en una carrera, no tienes edad para pensar en una vocación”. Para mi fue como si se cambiara la visión del mundo; yo por temperamento soy muy tímido y la verdad es que me costaba compartir lo que llevaba en mi interior en especial en la adolescencia. Mi reacción inmediata fue: “un hasta aquí llego con mi pensamiento de ser sacerdote”, pienso mejor en mi futuro laboral. A estas altura de mi formación me gustaba la electricidad y decidí cursar el bachillerato técnico en electricidad, siempre en el Ricaldone.

Así  es que estudié mi bachillerato técnico con mucha normalidad. Mi vida espiritual se redujo a mi Misa dominical, confesión cada cierto tiempo y una que otra actividad en el colegio.

Llegó el momento de ingresar a la universidad, y mis padres me ofrecían dos opciones de estudios: uno era estudiar ingeniería en la universidad Don Bosco o estudiar la ingeniería en la Universidad de El Salvador (universidad nacional). Ante los costos que implicaba asistir a la universidad Don Bosco, y al ver que fui admitido en la universidad nacional, opté por estudiar en esta última. La verdad es que esto implicaría un cambio radical y con sinceridad no me imaginaba qué tan radical sería este cambio.

En el 2004 comencé los estudios de ingeniería eléctrica en la universidad nacional, y el ambiente era muy diferente al ambiente salesiano al cual estaba acostumbrado. Allí me encontré con personas de muy diversas formas de pensamiento. Me encontré con gnósticos, darketos, ateos, de todo. El cuerpo docente no se quedaba atrás, también me encontré de todo, pero a fin de cuentas me daba igual pues decía: “cada quien es responsable de su vida”.

Estando en una clase de historia, el profesor que daba la lección se había declarado “enemigo de Dios”, es decir ateo militante que atacaba con espada desenvainada a toda clase de creencia. Era un profesor bastante inteligente pero lastimosamente cuando atacaba a Dios lo hacía con el hígado. Fue en estas lecciones donde pasó en mí lo que tal vez a este profesor menos le pasaba por la cabeza. Me preguntaba: ¿Quién puede ayudar a este licenciado? Y Dios me comenzó a dar respuestas que yo no me esperaba encontrar, sentía que debía ayudarle. Estoy loco, pensaba. Si no tengo ni la formación ni las respuestas que este profesor necesita. ¿Cómo puedo ayudarlo? Pues cuando alguien se le acercaba esa persona perdía la fe. Sólo alguien bien formado le puede ayudar y sólo alguien que le pueda llevar a Dios: un sacerdote.

¡Yo sacerdote! Así comenzó la batalla más larga y difícil de toda mi vida, pues despertó en mí el volcán que pensaba se había apagado años atrás. Estoy verdaderamente loco. Decía: tengo proyectos, y nuevos sueños por cumplir. Y así esta lucha duró casi tres años hasta que llego un momento donde la carga se hizo pesada y la batalla me estaba agotando y reflexioné que lo mejor era buscar un sacerdote que me diga lo mismo de años atrás. A todo esto había perdido todo contacto con los salesianos y así que busqué ayuda por internet.

Allí en el internet me puse en contacto con los padres trinitarios. El P. Edgar me atendió por correo electrónico y esperaba un encuentro que estaría lejano pues el padre vivía en Costa Rica. ¡Que tranquilidad! Pensé pues el padre que hablaría sobre este tema vive a cientos de kilómetros de aquí y mientras pueda venir falta mucho tiempo.

Días después en una clase de la universidad me sonó el celular en plena clase. Lo apagué y luego vida que había un número desconocido. Llame para ver quien era. “Hola Edwin soy el P. Edgar, estoy en El Salvador, si te parece nos encontramos hoy mismo para hablar, si te parece”. No podía creer no que estaba escuchando pues creía que ese encuentro sería más tarde en el tiempo. Por supuesto me encontré con el P. Edgar en la universidad. El padre fue muy amable y me mostró vídeos de la congregación y hablamos por un largo rato. La conclusión de la charla fue totalmente opuesta a la de años atrás con los salesianos y la verdad me asustó la respuesta que me daba el P. Edgar, que sé que lo hizo con toda la buena intención del mundo, él me dijo: “está más que claro, hay una vocación a la que debes responder”, me quedé frío y no sabía qué responder. Al final el P. Edgar me dio unas indicaciones y me dijo todo lo que debía de hacer para entrar con ellos. Obviamente me asusté y no me puse más en contacto con el P. Edgar. Pero en mí había detonado un punto muy delicado que no había expuesto tan abiertamente a nadie. Para entonces era diciembre de 2006.

A finales de enero de 2007 volví a buscar ayuda pues en mi mente había un enorme revoltijo. Lo busqué también por internet y me encontré con un blogs de preguntas que tenía el P. Ricardo Sada, LC. Él me respondió y me remitió a los padres legionarios que visitaban por aquel entonces El Salvador cada cierto tiempo. Fue allí donde conocí al P. Francisco Carvajal, LC, que me supo guiar de una manera más tranquila pero a la vez me iba dando cuenta que Dios obraba de una manera muy rápida.

Me invitó a las Mega misiones de ese año y luego a una convivencia vocacional en Monterrey. Busqué la ayuda necesaria para ir y poder despejar mi mente y darme cuenta cara a cara con la realidad que llevaba en mi interior.

Fueron unas misiones maravillosas, llenas de experiencias en un poblado llamado “La tranca de fierro”  en el Estado de Puebla. Luego viví el triduo sacro en el noviciado de Monterrey donde Dios me habló bastante claro. Escuché con temor pero con mucha atención la voluntad de Dios en mi vida y lo ví bastante claro. ¿Y ahora? No sabía qué hacer pues ahora la batalla pasaba del interior al exterior. El P. Carvajal me recomendó antes de regresar a El Salvador que si miraba muchos problemas que mejor me esperara y en su momento decidí esperar, pues no me sentía con fuerza suficiente para enfrentar más batallas.

Justo antes de tomar el avión de regreso un buen amigo guatemalteco, Jorge Mario, se encontraba muy emocionado con el candidatado de ese verano y me contaba todos sus planes para ir. Él me preguntó: ¿Y vos cómo lo estás planeando? Le respondí: “Yo tengo planeado no ir”. “Allá vos” respondió mi amigo chapín con una expresión muy propia de Guatemala. “¿Y a qué se debe?” me preguntó. Le conté que lo veía bastante difícil y que era mejor esperar pues hacía falta muy poco tiempo. Él me dijo una frase que hasta hoy se la sigo agradeciendo: “¿Pero vos que vas a preparar? Es Dios quien lo tiene que preparar, vos solo déjate guiar por Él”. En el vuelo de regreso reflexione lo que me dijo mi amigo chapín, e hice una oración tal vez la más importante de toda mi vocación: “si Tú así lo quieres, Tú lo vas a hacer. Yo sé cómo le haré. De aquí en adelante serás Tú quien lleve las riendas de mi vocación y si Tú quieres que vaya al candidato así será”. Y Dios tomó la palabra pues fui uno de los primeros en llegar al candidato 2007.

Comenzaron las batallas externas. Al llegar al aeropuerto de El Salvador mi papá me sorprendió con una pregunta: “¿Y entonces que has decidido?” (Yo no había hablado con mis padres sobre una posible vocación sacerdotal) y le respondí con otra pregunta: “¿Decidido qué papá?” Me dijo mi papá: “¿Vas a entrar de sacerdote si o no?” Mi respuesta fue un simple “Sí” y no se volvió a tocar el tema por algunos días. Las semanas siguientes apoyado por el P. Carvajal fue de un diálogo bastante difícil entre mis padres y yo pero al final con todo el dolor del alma de mis padres me dieron su visto bueno para ir al candidatado, era mayo 2007. En este momento me di cuenta muy claramente que era la Virgen la que me había tomado de la mano y sentí su presencia muy particular en mi vocación desde entonces.

¡Increíble! Dios lo había hecho todo, fui testigo del obrar de Dios. Pero en mí entraron dudas. ¿Qué estoy haciendo? Pensaba sobre que estaba entrando en una congregación donde se hablaban muchas cosas negativas y apenas los conocía. Pensaba que iba lejos de mi casa, lejos de mi sueño ¿Estoy loco? Fue una lucha que duró hasta la primera semana del candidato. En el vuelo hacia la Ciudad de México iba con una crisis monumental, deseaba que el avión nunca despegara y pensaba en la primera oportunidad me regreso a mi casa.

Cuando llego a la ciudad de México, se les olvidó irme a recoger al aeropuerto, en ese preciso momento pensaba regresar en el próximo vuelo a El Salvador, pero Dios volvió a actuar y me puse en contacto con el P. Hernán Jiménez, LC que había conocido en las misiones de Semana Santa y en la convivencia en Monterrey, él me dio la dirección del centro estudiantil de donde salíamos al día siguiente hacia Monterrey en camioneta. Llegué en taxi al centro estudiantil. Solo puedo decir que fue Dios quien me empujó en ese momento para contactar al P. Hernán pues si no, no estaría ahora contando este relato.

El candidato fue un período que recuerdo muy encarecidamente. Después del candidato entré al noviciado con mucha solidez luego de las tormentas que me tocaron vivir previamente.

Una bomba explotó en mi segundo año de noviciado. La Legión de Cristo se enfrentaba a la peor crisis de su historia y fue debido al caso del fundador el P. Marcial Maciel. La verdad es que nunca tuve contacto con él. Solo recuerdo que en mi primer año se hablaba muy positivo de su figura. Luego de la crisis todo cambió. Sinceramente no fue un golpe duro para mí en materia vocacional pues ya había leído sobre aspectos negativos de él, leí el porqué de la sanción que la santa Sede le había impuesto y sobre algunos casos de pederastia que se le acusaba a principio de los años 50’s. Mi vocación nunca dependió de un fundador de carácter humano o de un hombre, por ello no me ví sacudido por esta situación; pero en la Legión y el Movimiento Regnum Christi fue como un terremoto devastador.

Procuré ayudar según la Iglesia y la Legión necesitaba y pedía, pero la verdad es que no podía hacer mucho, porque era un problema que cada quien debía de ver con Dios y buscar un verdadero discernimiento de la situación en la cual nos encontrábamos. La verdad es que a raíz de esta situación sentí a la Legión más cercana y más en mis manos, pues ahora me tocaba aportar en las nuevas constituciones y reconstruir con base en Dios la Legión. Ya no se basaba en el pensamiento de un fundador sino en lo que Cristo y la Iglesia iba pidiendo. Su caso está en manos de Dios, a mí no me toca juzgar, porque no tuve contacto con él, pues ya que ni siquiera había pertenecido al Movimiento Regnum Christi.

Uno de los momentos que mas me marcó dentro de mi formación fue mi período de prácticas apostólicas. La verdad es que cuando me asignaron el lugar y el puesto fue para mi una verdadera sorpresa. “Va de prácticas apostólicas a la prelatura a ayudar a monseñor Jorge Bernal”. Sinceramente en un principio no sabía bien de lo que iba a hacer y menos a dónde iba a ir, pues me dijeron que iba a Chetumal, Quintana Roo. Pensaba que estaba al lado de Cancún pero al ver el mapa del Estado de Quintana Roo ví que estaba a 350 kilómetros de distancia y que lo que tenía al lado era Belice.

Hice mis prácticas al lado de un hombre muy sencillo y austero. Monseñor Jorge tiene mucha sabiduría y mucha santidad. Aprendí mucho de él. Me impresionó ver el cariño y el respeto que le tienen en la Prelatura. Y eso se lo ha ganado por su forma de ser y por ser un pastor cercano a la gente. Pienso que monseñor Bernal se le adelantó al Papa Francisco. De hecho un niño en la prelatura pensaba que el Papa Francisco era monseñor Jorge Bernal por la manera de comportarse del Papa. Las personas en Chetumal me acogieron  muy bien, me hicieron sentir como un chetumaleño más. Trabajé con mucho entusiasmo y entrega en la Catedral del Sagrado Corazón de Jesús, allí hacía de todo (secretario de monseñor Jorge, administrador, catequista, responsable de monaguillos, de liturgia, de los jóvenes, círculo bíblico, representar en las juntas parroquiales al párroco, en fin de todo un poco y en mis tiempos libres era sacristán y cocinero. Hasta buen vendedor de empanadas y cochinita salí). Solo espero haberlo hecho bien. Aprendí mucho a ser sacerdote estando en Chetumal y hoy agradezco a la Legión por la oportunidad que me dio de haber hecho una experiencia muy sacerdotal en Chetumal. Hice dos años allí y en cada oportunidad he estado con ellos, pues me es muy agradable aprender de monseñor Jorge Bernal y de las cariñosas personas de Chetumal.

Bueno hoy me encuentro ante un camino recorrido al cual le doy gracias a Dios pues ha sido Él quien me ha guiado por medio de una estrella que siempre ha brillado en mi camino, la Virgen Maria. Y esto aún empieza, pero una cosa me queda claro al ver el recorrido de mi vocación: Dios ha estado a mi lado y siempre está a nuestro lado a pesar de las dificultades, y Dios siempre nos envía samaritanos en el camino que nos ayudan a seguir adelante. No hay que cerrarse en los propios proyectos, hay que dejar que Dios entre y dejarle que haga los cambios que Él quiera. Él no se deja ganar en generosidad. No hay que ser tacaños y debemos de darle el timón a Cristo. Él nos lleva a puerto seguro y no permite que nos hundamos con nuestra barca que a fin de cuentas es la barca de Cristo.

El P. Edwin Pereira, L.C. nació en San Salvador, El Salvador, el 23 de septiembre de 1985. En 2007 ingresó al noviciado de Monterrey donde emitió su primera profesión religiosa. Cursó un año de estudios humanísticos en Monterrey, Mexico. Estudió el bachillerato en filosofía en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma. Trabajó dos años como secretario de monsenor Jorge Bernal Vargas, LC y administrador de la Catedral del Sagrado Corazon de Jesus en Chetumal, México. Regresò a Roma en el 2014 para estudiar tres anios de bachillerato en Teologia. El 13 de julio de 2015 emitió la profesión perpetua en la Catedral de Chetumal.

John Klein, L.C.

The Tour of a Lifetime: From the Nashville Music Scene to the Priesthood

“The greatest adventure ever is to leave all behind and follow Jesus Christ, the Living God.”

 

On a hot summer afternoon in front of two hundred thousand screaming fans stood one of the most unique jam band front men in all of music history.  To his right and to his left were speaker systems bigger than any middle class American home and music was thundering across a New York cow field.  The crowd was a hodgepodge of young and middle-aged rockers who had traveled from all parts of the US to celebrate the 30th anniversary of the 1969 Woodstock music festival.   For this band’s final song, the lead singer mounted a low-lying speaker at the front of the stage and sang one of the most passionate covers of Bob Dylan’s famous “All Along the Watchtower.”   The set concluded with a frenzied roar and thunderous applause.  A thousand miles away, I gazed at our computer watching my hero at the time, Dave Matthews, being crowned with rock star fame.   The year was 1999.  It was the year I first desired to do something extraordinary, something adventurous with my life just like Dave.  Here at the height of an epic rock star adventure, Dave was impacting thousands of lives. I had to be like Dave.

I grew up about a twenty-five minute ride from the St Louis Arch.  My Dad was a small-town boy from Illinois who had moved to Missouri to accomplish his dream of designing airplanes with Boeing and my mother had moved all around the US before her family finally settled in St Louis when her father got a steady job.  I am the 2nd oldest of 4 children.  My sister, Mary, is one year older and my sister Ellen is about 5 years younger.  The baby of the family is Michael who is 9 ½ years younger.    As a boy I loved to ride bikes, play basketball, and ride any type of roller coaster. Rollercoaster theme parks were always a staple of our family summer vacations.

The Catholic faith was always a key part of our family life.  We would pray every morning together before breakfast and every night we would end with a family prayer on our knees, usually the rosary.  Summer became a special moment of family catechesis for us.  It was in these summer months that Mom would periodically take us to Adoration on Friday nights, although sometimes she would have to take me kicking and screaming from my friends in the neighborhood.  She would also give us a weekly allowance only if we completed 5 chores every day.  “Make your bed and brush your teeth” was always the first chore and “Bible study with mom,” was always the last chore.   During her daily Bible studies she would teach us about Scripture from a Scripture commentary she had bought.  I would pretend to fall asleep sometimes in an effort to make her shorten the lessons but it didn’t usually work.

I was a fairly good athlete through middle and high school playing sports like soccer, football, and baseball but it wasn’t until sophomore year that I found my real passion.  When Santa Claus brought me a red imitation Stratocaster for Christmas I never put it down.  The first song I tackled on that red Strat was the solo from Johnny B Goode by Chuck Berry.  After that I moved on to learn all my favorite Eric Clapton and Dave Matthews songs.   There weren’t enough hours in the day to rock out in my room.  I’d stand on my little amplifier, about the size of a microwave, and practice jumping off it like I was Jimmy Page from Led Zeppelin.  By a stroke of luck I was invited to play with a group of upperclassmen at my high school.  Our first gig was playing all the warm-up music for the home games of the varsity basketball team.   Later our band branched out and got to play at school dances and local restaurants.  We’d play anything from Lynyrd Skynyrd’s “Free Bird,” to Styx’s “Come Sail Away,” to Billy Joel’s “Piano Man.”  It was a rush for me each time we played.  I loved the loud music, the sound of the crowd, and the adventure of getting to play at different places.

My high school years were filled with many great memories, such as late night bonfires with friends, Friday night football games, spontaneous music jam sessions, two very memorable years in the high school musical, and many intense moments of high school basketball.   I decided to enter college as an engineering major since it was seemingly more practical than a music major.  However, my heart was still in music and my daydreams often found their way back to that video of Dave on stage at Woodstock ’99.  In those summer nights before college I made a commitment to myself that I was never going to settle for a 9-5 office job.  I was rather going to have an adventure with my life just like Dave had had an adventure with his.

In my second year of college, my band, The Dance Commanders, caught a lucky break.  Our lead singer, Nick, was good friends with one of the Sigma Epsilon fraternity guys who was organizing the big yearly frat party at the huge Sig Ep house, called the Party Barn.   Nick did some sweet talking and got us in the band line-up.  Hearing the news I was extremely excited and nervous.  This party was going to be one of the first stepping stones on my adventure to follow in Dave’s footsteps. On the night of the party, the place was packed and we followed a not-so-popular screamo band of 4 bare-chested long-haired rockers.  They were not very talented and it was all the better for us because the crowd at this point was really in the mood for some good music.  We climbed on stage and started the show with a roaring rock tune and the crowd loved it.  During my favorite song 99 Red Balloons (the Goldfinger version) I got to jump off my guitar amp and slide across the stage in my salmon-pink wool pants and tye-dye shirt.  No higher in campus fame had the Dance Commanders ever been as we were that night at the Party Barn. My ears were still ringing as I walked back to my dorm that night after the party.  When the initial excitement and thrill of the night had subsided and the crowd had faded away, I began to feel very dissatisfied with the whole affair.  It really had been fun to rock the Sig Ep house, but it also had been so superficial.  The people there were just shadows of themselves.  I remember thinking,”That was great but it wasn’t as great as I thought it would be.  Now what?”  This experience put a crack in my picture-perfect dream of rock stardom. Maybe the real and satisfying life of adventure actually lay down another path?  Did I have the answer to these questions at that time?  No, but these questions were enough for God to start to work in my life.

My major in college had been electrical engineering so my time was taken up with lots of math and science courses.   Upon conclusion of my second year of college it became very clear to me that I didn’t want to pursue a career in electrical engineering.   That left me with a hard decision to make and I ended up moving from Missouri to Nashville, Tennessee to pursue a degree in music production.  It was a tough transition for me because I left many of my best friends behind.   Nervous about the new transition, I began to return to regular Eucharistic Adoration.   It was here in Adoration that I would later receive an invitation to the greatest adventure of all time.

Nashville was full of Protestants and in a very short time I found myself close friends with so many of them.  The experience that I had attending their Bible studies and playing music at their services, while still attending Mass on weekends, profoundly impacted me.  They had a more sincere love for Christ than I did, as well as a tremendous courage when it came to living out their faith in public.  I began to write and play Christian music with some Baptist friends I had made and even went on a little music tour in Nashville and in Mississippi.  However, the more exposure I had to playing music, even in Christian shows, the more I still felt something missing.   I was doing what I loved to do, playing music, and I was surrounded by great people, but why was I still so anxious?  What was wrong with me?

One night I was feeling very restless and I drove about 45min to a lake where I used to mountain bike with my friends.   I walked down to the lakeshore in the dark and sat on the rocks by the water and as I gazed up I was particularly struck by the beauty of the stars in the sky.  That night the stars seemed infinite and breathtakingly beautiful.  I felt a tremendous peace come over me and I felt God speak to my heart.  “Do not be afraid,” the voice whispered, “as perfectly as I placed all the stars in the sky so have I planned every step of your life.  If you would trust me I will make your life much more beautiful than any starry night.”  At this moment, overwhelmed by God’s beauty through the stars, I felt so compelled to trust Him and to surrender myself totally to Him and His plans for my life.  I told God that night “Lord, I don’t understand myself.   I feel so lost, yet I thought I was doing what I was made to do.  Take control of my life now.  You are in charge.  I am ready to listen to your plan for me now.  I am tired of following my own plans.   If your path for me is even half as beautiful as the stars tonight then I want to follow it.  Lead me.  I am finally listening.”   I left the lake that night with a deep peace knowing that I no longer had to figure everything out but that my life was now in God’s hands.  I didn’t yet know what was going to happen, but I did know that God was in charge and that He wouldn’t let me down.

In the next months a number of things came to light that were clear signs of God’s Providence orienting me in a surprising and unexpected direction.   At one of the college youth nights, I was participating in an icebreaker game in which you walk around and write little affirmations on papers stuck to the backs of the people in the room.  After the game I took the paper off my back and began to read the different comments people had written.  One in particular struck me.  It read, “John, you are a man for others.”  I am not sure why that phrase jumped out at me, but it did, and it remained in my heart in a profound way.   A number of months later I was watching TV as an interviewer asked the pope, “Pope John Paul, to you, what is a priest?”  The Pope looked straight into the camera, as if looking at me, and said, “A priest is a man for others.”  I was stunned. A grace came upon me at that moment and it became very clear in my mind that God had made me, since the beginning of time to be… that’s right… a priest.

For several months I wrestled with the idea of being a priest.  Sometimes I loved the idea and sometimes I hated it.  One day, while thinking of a certain Legionary priest I had met in high school, I visited the Legion of Christ’s website from a computer in the University computer lab.  The first picture that popped up was a picture of 50 Legionary priests being ordained by St John Paul II in St Peter’s Basilica in 1991.  Upon seeing this picture another piece of the puzzle of my life fell into place.  “This is it,” I realized, “the greatest adventure of a lifetime is to leave all behind and follow Jesus Christ, the living God, wherever He will send me.”  It had been true.  I was made for an adventure, just not the adventure I had first thought.  It was not Dave whom I was meant to follow, but Jesus Christ.  His is the adventure that satisfies!

In September of 2006, at the age of 21, I made the biggest and most adventurous leap of faith in my life.  I left everything behind, changed my life plans and entered the seminary for the Legion of Christ.  Every day has been a new challenge, a new grace, and a new adventure.  I no longer live for myself but for Christ and that is the greatest thrill and adventure.  He has filled my heart in a way that is indescribable and he has given so much purpose to my life.  And, believe it or not, since entering the seminary I have gotten to play more music for more people than ever before!  I have been able to play at countless youth retreats in Connecticut, Atlanta, Chicago, New York City, Rome and more.   Christ even gave me a couple of “Dave Matthew’s moments” when I was able to play some of my own songs in REAL Madrid’s Santiago Bernabeu stadium for World Youth Day 2011 in Spain, and on a stage in downtown Krakow for WYD 2017 in Poland.  I have already had more adventures than a life could hold and my priestly life has just started!  Christ did make me for a great adventure. Not for Dave’s adventure but for His!  I wouldn’t change that now for the world!

Fr John Klein, LC was born in St Louis, Missouri on February 24, 1985.  He has an older sister, Sr Mary Gianna, who is a Nashville Dominican, a younger sister Ellen, and a younger brother, Michael.  He attended grade school at St Clement Rome and high school at Kennedy Catholic High school, both in St Louis.  After two year of Pre-Engineering at Truman State he transferred to Middle Tennessee State near Nashville to study music production.  At 21 years old, he left college to enter the Legion of Christ.  Fr John did his novitiate in Cheshire Connecticut, his philosophy in Thornwood, New York and concluded his theology with three years of studies at Regina Apostolorum in Rome, Italy.  He currently serves as a priest by helping with youth work in the same city where he completed his pastoral internship as a seminarian, Atlanta, Georgia USA.   He continues to write and play music as part of his ministry and has recorded two CD’s.

Antônio Lemos, L.C.

“Bendize, ó minha alma, ao Senhor, e jamais te esqueças de todos os seus benefícios.” Sl 102, 2

Padre, tenho que falar com o senhor agora.” Então, ele me respondeu surpreso “Agora, estou um pouco ocupado, que tal depois?” e eu disse com convicção “Padre, é questão de vida ou morte”. Ele empalideceu assustado com o meu comentário e aceitou falar comigo naquele mesmo momento.

Era janeiro de 2016, eu estava num avião viajando de Manila a Roma. Havia participado como tradutor do Congresso Eucarístico Internacional nas Filipinas. Foi realmente uma experiência singular. Nunca imaginei que um dia ajudaria a evangelizar na Ásia, tão longe do meu querido Brasil. Pude conhecer pessoas de vários lugares do mundo, fazer novos amigos, aprender da cultura oriental – tão rica e peculiar – e o mais importante partilhar com tanta gente a minha fé e amor a Jesus Cristo. No vôo de regresso lembrava de um retiro que tinha feito 10 anos antes para pensar sobre entrar no seminário. Naquele retiro, durante uma adoração eucarística, me veio uma luz forte que fez arder meu coração. Pensei em quantas pessoas neste mundo não conheciam Jesus. Duas de cada três pessoas não são cristãs. Quem vai falar de Jesus para elas? Eu percebi que Deus me chamava. Vibrava em mim o desejo de ir até os confins do mundo para compartilhar a alegria de ser amigo de Cristo. Agora, exatamente dez anos depois eu estava no outro lado do mundo fazendo exatamente isso.

Então, como tudo começou? Quando eu tinha quinze anos um amigo do colégio, chamado Rafael, me convidou para participar de um grupo de oração da Renovação Carismática na nossa paróquia. Aceitei o convite, um pouco sem saber o que esperar. Depois de alguns dias estávamos com alguns amigos rezando numa igreja. Eu comentei que não conseguia orar, pois me sentia indigno de falar com Deus. O Rafael abriu a Bíblia e aleatoriamente leu a seguinte passagem: “O Senhor não nos trata segundo os nossos pecados, nem nos castiga em proporção de nossas faltas, porque tanto os céus distam da terra quanto sua misericórdia é grande para os que o temem” (Sl 102, 10-11). Senti imediatamente uma profunda paz e pela primeira vez experiementei ser amado por Deus de verdade.

Nessa ocasião escutei falar dos movimentos da Igreja. Era algo novo para mim. O Rafael explicou-me que Deus através dos movimentos chamava algumas pessoas para participarem de um carisma e espiritualidade especiais dentro da Igreja, como era o caso da Renovação Carismática Católica. Quando ele falou isso, senti no fundo do coração a certeza de que Deus me chamava para um movimento. Agora eu tinha que descobrir a qual movimento Ele me chamava.

Eu comecei a buscar vários grupos e sempre que conhecia algum, procurava participar de alguma atividade para ver como era. Cada vez que que conhecia um novo movimento me surpreendia como Deus concedia dons especiais para a Igreja. No entanto, com o passar do tempo não sentia que aqueles grupos que conheci eram para mim, e percebia que devia continuar procurando.

Em 2004, Deus colocou no meu caminho o Regnum Christi. Naquela época u estudava direito na Universidade Federal do Paraná. Uma amiga da minha mãe, a Tia Célia, membro do Regnum Christi falou a respeito dos Legionários de Cristo para ela. Um dia era marcou um jantar na sua casa com os legionários. Estavam presentes dois padres e um jovem colaborador. O que mais me impressionou foi o exemplo do colaborador. Ser colaborador no Regnum Christi significa entregar um ano da minha vida como voluntário para a Igreja e ter a oportunidade de viver em uma comunidade religiosa, fazer apostolado, conhecer mais a fé católica e enriquecer-se espiritualmente. E o melhor de tudo é que não precisava ser seminarista! Eu queria fazer a mesma experiência daquele jovem.

O colaborador se chamava Vinícius e nos tornamos bons amigos. Ele me convidou mais tarde para um acampamento no Pico do Paraná, uma da montanha muito alta que está perto de Curitiba. Fomos com outros três jovens e dois padres legionários. Impressionou-me de modo especial a caridade e o exemplo dos legionários. Depois do acampamento com frequência pensava em como seria bom estar mais próximo de Deus a exemplo dos legionários.

Nos seguintes meses comecei a participar com meu irmão André das missões de evangelização da Juventude Missionária, um apostolado do movimento Regnum Christi. Era como se o Regnum Christi tivesse sido feito para mim. Aquela busca de 5 anos chegava ao fim. Sentia uma identificação muito profunda com o movimento, em particular pelo desejo de conhecer a fé e evangelizar. Todo o momento era uma oportunidade para transmitir a Cristo e a alegria de segui-lo. Por isso, decidi aderir ao Regnum Christi.

Alguns meses depois, eu ia à Universidade para fazer uma prova de direito constitucional. Quando cheguei na sala de aula um dos meus melhores amigos, Glauber, veio falar comigo. Estava muito sério. “Temos que conversar depois da prova, eu te espero na entrada”. Durante a prova eu me perguntava o que tinha acontecido, ele parecia muito preocupado. Quando terminei, sai da sala e vi que o meu amigo já me esperava nas escadarias da Universidade. Então recebi uma notícia muito dolorosa: Paulo Henrique, que era seu primo e meu amigo, havia morrido num acidente de ônibus no dia anterior.

Ao escutar iso, minha alma se inundou de tristeza e desconcertado fui à Catedral que ficava perto da universidade. Quando cheguei ali, a missa estava apenas começando. Pedi pela alma do PH e senti um vazio muito grande. Refletia sobre a fragilidade da vida humana. Alguns dias antes tinha conversado com PH e agora ele estava morto. “E a minha vida? O que estou fazendo com ela?”. Queria algo que valesse a pena, queria fazer algo para Deus. A primeira coisa que me veio à mente era fazer uma experiência nos Legionários de Cristo e entregar minha vida como sacerdote no Regnum Christi. Quando pensei nisso, meu coração ardeu de emoção. Lembro que cheguei em casa, peguei o telefone e liguei para um sacerdote legionário. Mas antes que ele atendesse, desliguei. “E a minha família, a minha namorada, o que vou fazer com a faculdade?” Um grande temor me abateu. Decidi não ligar e ignorar os meus sentimentos.

Os meses passavam, e sempre que eu ia na missa os mesmos pensamentos retornavam. No momento da consagração, quando o sacerdote levantava a hóstia que se transformava no Corpo de Cristo, meu coração ardia com o desejo de me consagrar a Deus como sacerdote. Mas quando a missa acabava e eu saia da Igreja, o medo voltava e eu silenciava meu interior.

Quase um ano depois, no dia 1º de outubro, festa de Santa Teresinha do Menino de Jesus, durante uma adoração, um dos meus amigos do Regnum Christi anunciou que em breve faria uma experiência no seminário dos legionários. Eu fiquei surpreso, pois não esperava isso desse amigo. Era um testemunho impactante para mim, ele tinha apenas dezessete anos e já mostrava essa coragem de entregar a vida a Deus. E eu com vinte e dois anos tinha tanto medo! Senti um impulso interior de falar com o legionário que era meu diretor espiritual. “Padre, tenho que falar com o senhor agora.” Ele me respondeu surpreso “Agora, estou um pouco ocupado, que tal depois?” e eu disse com convicção “Padre, é questão de vida ou morte”. Ele empalideceu assustado com o meu comentário e aceitou falar comigo naquele mesmo momento. Eu disse tudo o que tinha acontecido, tudo o que sentia e as idéias que tinha. Ele me escutou com atenção e me convidou a iniciar um processo de reflexão e oração sobre o plano de Deus para mim.

Os meses seguintes foram uma experiência profunda do amor de Deus. Eu sentia-me verdadeiramente cuidado por Ele. Foi um tempo de oração, escuta e diálogo com pessoas que me ajudaram de forma marcante. Fiz duas visitas ao seminário dos Legionários de Cristo para conhecê-los melhor e isso me ajudou a confirmar que Deus me queria ali. A dificuldade de deixar minha família e amigos era enorme, mas a alegria que Deus me concedia ao segui-lo era maior.

Hoje, eu olho para atrás após onze anos e vejo que valeu a pena.  Deus é um Pai amoroso, que sempre nos dá graças que superam nossas expectativas. Nós só temos que confiar e segui-lo. Sou agradecido por tudo o que Ele fez na minha vida. Também agradeço o carinho e paciência da minha família, sem a qual eu não teria forças para continuar. Enfim,  o meu obrigado se dirige igualmente à Legião de Cristo e ao Regnum Christi, a todos os sacerdotes, irmãos, consagrados e consagradas, e leigos que me acolheram e me prepararam nestes anos para esta missão tão maravilhosa que começa agora.  “Bendize, ó minha alma, ao Senhor, e jamais te esqueças de todos os seus benefícios.” Sl 102, 2

O Pe. Antônio Lemos nasceu em Curitiba, no dia 22 de maio de 1983. Estudou Direito na Universidade Federal do Paraná de 2002 a 2006. Aderiu ao movimento Regnum Christi em 2004. Dois anos mais tarde, entrou no noviciado dos Legionários de Cristo em Arujá, São Paulo. Em 2008, emitiu a primeira profissão religiosa e iniciou o curso de Humanidades Clássicas em Cheshire, EUA. Em seguida, cursou dois anos de filosofia em Nova Iorque. Em 2011, iniciou o estágio apostólico de três anos nos escritórios da administração dos Legionários de Cristo em Nova Iorque e na Califórnia. No dia 27 de dezembro de 2013 fez a sua profissão perpétua. Em 2017, concluiu o curso de Teologia no Ateneo Pontifício Regina Apostolorum, onde atualmente cursa o mestrado em Teologia Moral.

Stefano Panizzolo, L.C.

«Getta la rete dalla parte destra della barca e troverai».

 

«All’ombra della “grande mela”, una mattina come tutte le altre mentre scorreva l’acqua dalla doccia, scopro un nodulo al collo. Il cancro, senza chiedere permesso, senza nessun sintomo o preavviso, era entrato nel mio corpo. È stato come un “undici settembre” che si schiantava sulla mia vita, facendo crollare in un istante tutti i miei sogni e progetti, lasciandomi solo e nudo davanti al cielo».

 

Mi immagino Gesù risorto, sulla riva del mare di Tiberiade, fermo a guardare con tenerezza quel pescatore lontano da terra solo un centinaio di metri (Gv 21). Uno che, da quella barca, tante volte ha gettato le sue reti e le sue speranze nel mare della vita.

Quel lago è stato il mio piccolo mondo per tanti anni, immerso nell’atmosfera popolare di una borgata di provincia. Fin da piccolo ho respirato i valori dell’impegno e del rispetto, della condivisione e del sacrificio. La fede, trasmessami quasi per osmosi dai miei genitori e dai miei nonni, ha segnato il ritmo naturale della mia infanzia e adolescenza. Il loro credere era semplice e autentico di chi si affida a Dio senza troppe domande. Io invece, di interrogativi ne avevo sempre tanti: ricordo, ad esempio, che quando capii che mia sorella Lisa era una bambina diversa, cerebrolesa, chiesi a Gesù come mai non mi aveva dato una famiglia “come quelle della pubblicità”, e costruivo il mio mondo perfetto di mattoncini Lego dove immaginavo di essere un eroe dei fumetti. Mentre io mi vergognavo di Lisa, la mamma e il papà testimoniavano un amore incondizionato per lei. Anche se potevo vantare voti altissimi in pagella, alla scuola dell’amore mi sono ritrovato ad essere “un alunno alquanto distratto”.

Affascinato dalle rilucenti acque del mondo ho trascorso la mia gioventù gettando le reti alle varie sirene del momento: è stato il periodo delle discoteche e dei locali alla moda, ballando al ritmo degli stereotipi e degli status symbol. È stato un tempo in bilico, disposto a spogliarmi dei valori tradizionali per vestirmi dell’approvazione degli altri, senza però, perdere mai l’immagine del “bravo ragazzo”, che nel fondo, non era maschera ma il richiamo costante alla verità. Erano gli anni delle superiori, tra i banchi di scuola e i compiti a casa: mi sentivo capace, e lo ero, di raggiungere i miei obbiettivi, senza chiedere aiuto a nessuno. Ambivo a una carriera brillante, che consideravo una via per il successo, per avere prestigio ed essere “qualcuno”. Era anche il tempo del culto del corpo in cui, per promuovere il mio “ritratto”, avrei anche venduto l’anima, come Dorian Gray. I miei modelli erano gli attori di “Beverly Hills 90210” le cui storie patinate erano copioni da replicare; pensavo fosse appagante noleggiare un amore per un giorno, rimandando al futuro quello vero. Sempre nuovi personaggi in scena, l’importante era spremere la vita, cogliere l’attimo; e il giorno dopo, avere un episodio nuovo da raccontare, con l’illusione di poter riavvolgere e cancellare ciò che non piaceva. Ma quello che iniziava a non piacermi ero proprio io, il mio egoismo, la mia ipocrisia, il vuoto che sentivo dentro.

L’incontro con Gesù avviene dopo questa lunga notte “inutile”. Lui è stato sulla riva paziente; tante volte aveva provato a chiamare, ma io non ero riuscito a decifrare, confusa tra le altre, la sua voce. L’occasione è stata quella di un pellegrinaggio a Medjugorje, proposto dalla mia famiglia come “regalo di Natale”. Io non volevo assolutamente andare, mi sembrava una proposta da “sfigati”; ma il Natale si passa in famiglia, quindi… Sono bastate poche ora nella “terra di Maria” a rivoluzionare il mio cuore, a convertirlo al Signore, a mostrarmi il cammino della Vita. Questo perché, la Via che cercavo da sempre, era ora davanti ai miei occhi in tutta la sua Verità. Egli mi chiedeva da mangiare, come ai discepoli sul mare di Tiberiade; anche se le mie reti erano vuote ero gioioso perché lo potevo riconoscere: «È il Signore!». Avevo cercato la vita nello studio, nel piacere, nel riconoscimento degli altri. Avevo scimmiottato la felicità fino a quel giorno. Non ho esitato all’invito di gettare «la rete dalla parte destra della barca»; sentivo che mi potevo fidare.

Da quel momento è stato un crescendo di esperienze e di incontri importanti: ho iniziato a frequentare un gruppo di preghiera, ad essere autentico nelle mie relazioni con gli altri, a testimoniare il mio incontro con il Signore. Per me è stata una rinascita, finalmente diventavo me stesso. In questo gruppo di preghiera ho conosciuto il primo Legionario di Cristo, P. Hernán Jiménez. Questa figura sacerdotale mi ha affascinato, ha contribuito, con la sua gioia e preparazione, a mostrarmi la bellezza della donazione totale a Cristo. Ma ha prodotto pure l’“effetto pendolo”: se prima non avrei mai pensato di essere sacerdote perché non volevo “sprecare la vita”, adesso pensavo che non sarei mai diventato sacerdote perché questo era solo per persone “sante” come il Padre e io mi consideravo un indegno peccatore.  Grazie a P. Hernán sono entrato nel Movimento Regnum Christi che ho sentito come “mio” fin da subito. Sono stati gli anni dei viaggi e delle valige. Dal “piccolo Lago di Tiberiade” sono salpato per nuovi mondi: in Messico per le missioni estive, in Canada e a Colonia per la GMG, Roma e Dublino; d’improvviso i miei stretti orizzonti si sono dilatati. Ho potuto toccare le necessità del mondo, imparare dai poveri che volevo aiutare, condividere la fede con amici veri, formarmi. Senza rendermi conto, ero diventato meno egoista e più felice.

Sperimentavo l’amore di Dio, la sua presenza come luce che guidava i mie passi. Ringrazio la mia fidanzata di allora che, con il suo amore, mi ha aiutato a guardare la vita sotto questa nuova luce. È merito suo se in quel momento ho potuto riabbracciare mia sorella Lisa, vedendola anch’io, per la prima volata, come un dono. Mentre io la rifiutavo, lei pure era sulla riva con Gesù ad aspettare: “perché lui è mio fratello Stefano e io gli voglio bene”. Gli anni trascorsi insieme sono stati per me fondamentali, hanno contribuito a farmi diventare quello che oggi sono; perché l’amore sempre costruisce e sempre rimane. Alle soglie del nostro matrimonio, con una laurea in Architettura in tasca, i primi lavori e un viaggio-studio a Dublino, il Signore ha nuovamente sorpreso tutti, me per primo. Ancora dovevo ascoltare la sua voce che mi invitava a gettare le reti in un nuovo mare.

Di ritorno da un’esperienza estiva in Irlanda, il Signore aveva acceso nel mio cuore il desiderio di offrire un anno della mia vita come collaboratore proprio nel Regnum Christi. Una scelta controcorrente, perché significava “uscire dal mondo del lavoro” per un anno e rimandare i progetti di matrimonio. Ma nel mio cuore era chiaro che dovevo fare questo passo, che era Lui che me lo chiedeva e per me era una risposta di generosità a Lui che mi aveva donato tanto, dovevo ricambiare. In questo contesto, durante gli Esercizi Spirituali di inizio anno, ho ascoltato chiaramente la sua voce che mi chiamava a lasciare tutto e seguirlo. Questo è successo dopo la confessione, nella quale ho presentato a Gesù tutta la mia storia di peccato; in quel momento la sua misericordia a spazzato via tutto, persino le mie barriere sul sacerdozio e mi sono sentito totalmente vulnerabile al suo amore. Lui mi ha chiesto cosa ero disposto a dargli e io ho risposto “tutto Signore”. Ho subito capito che era una vocazione autentica, perché io non la volevo, non l’avevo mai cercata né desiderata. Mi ha aperto a una gioia mai sperimentata prima, come qualcosa a cui anelavo da sempre e non conoscevo ma che era profondamente mio. Qualcosa come un vuoto che, né il mondo prima, né il grande amore poi, era riuscito a colmare.

Questo ha segnato un grande momento di crisi, non per il dubbio sulla chiamata, ma per le conseguenze di questa sulle persone che più amavo: la mia ragazza e la mia famiglia. Ma nel fondo del cuore ero sereno, perché sapevo che non era qualcosa che avevo cercato io, ma veniva da Dio e per questo dovevo fidarmi di Lui.

Ricordo come fosse oggi il giorno del mio ingresso nella Congregazione dei Legionari di Cristo. È stato come “arrivare a casa”, entrare per la prima volta in un luogo che sentivo appartenermi da sempre. Non significa che tutto sia stato facile, ma succede come quando sei innamorato: sei disposto a tutto e niente sembra impossibile. Avevo 27 anni, e questa vita così diversa, per tanti versi opposta alla mia precedente, è stato un nuovo inizio a tutti gli effetti.

Questo “2.0” lo vedevo come una opportunità per ricominciare; mi sentivo emozionato e ispirato come un pittore davanti alla tela bianca. Le varie tappe di formazione si susseguivano con nuove cose da imparare e nuove opportunità. L’ambiente internazionale delle nostre comunità e la possibilità di studiare in Italia, Spagna e Stati Uniti ha aperto i miei orizzonti ancor di più. Un percorso “lineare”, potremmo dire, fino a quel fatidico giorno newyorchese.

All’ombra della “grande mela”, una mattina come tutte le altre mentre scorreva l’acqua dalla doccia, scopro un nodulo al collo. Il cancro, senza chieder permesso, senza nessun sintomo o preavviso, era entrato nel mio corpo. È stato come un “undici settembre” che si schiantava sulla mia vita, facendo crollare in un istante tutti i miei sogni e progetti, lasciandomi solo e nudo davanti al cielo.  Allora stavo studiano filosofia a New York, con l’entusiasmo dell’esperienza americana, con la gioia di conquistare il mondo per Cristo. Ora, con la mia vita spezzata tra le mani e il pianto agli occhi, mi chiedevo quale fosse il senso delle rinunce per abbracciare il sacerdozio, della fatica per prepararmi a una gara che non avrei mai corso. Non capivo perché Dio avesse accartocciato quel progetto che però continuavo a sentire così reale nel mio cuore. La sua risposta non tardò ad arrivare erano le parole che prima aveva rivolto a Pietro sulla riva: «Stefano, mi ami più di costoro?». Amare di più non significa essere superiore agli altri, ma diventare chicco di grano che muore per dare frutto: «Nessuno ha un amore più grande di questo: dare la sua vita per i propri amici» (Gv 15, 13). Non sapevo se la chemioterapia avrebbe funzionato ma nel mio cuore c’era la pace e l’abbandono. Ero pronto a lottare, ancora una volta e con tutta la mia grinta; ma se Lui mi avesse voluto in cielo, avrei accolto la sua volontà. Il cammino percorso mi ha insegnato ad amare e questa è la meta. La gara della vita si gioca ogni giorno, e ogni giorno la vinci se impari a donarti.

La felicità della guarigione non mi ha allontanato però, dalle corsie degli ospedali; quello stesso anno ricevo una telefonata che mi avvisa che mia mamma è in fin di vita a causa di una improvvisa emorragia celebrale. I medici non danno speranze e io mi ritrovo a sorvolare l’oceano illudendomi di poterla trovare ancora in vita al mio arrivo. Capivo, in quel momento, che la sofferenza sulla tua pelle può essere dura ma è tremendamente più grande quella provocata dal rischio di perdere chi ami, perché ti senti totalmente impotente.

Dopo un miracoloso intervento chirurgico si riaccende la speranza. Seguono due mesi di coma, fiumi di preghiere, lacrime e paura, l’emozione indescrivibile di quando ha riaperto gli occhi. Oggi la mamma è rimasta in sedia a rotelle, si chiede se quella riflessa nello specchio sia veramente lei, bisognosa di tutto e di tutti. Poi si fa coraggio e impara a scoprire la vita di nuovo, a non dar niente per scontato, ad essere orgogliosa di mio padre e a innamorarsi ancora di lui che è il suo sostegno e la sua forza.

Il cammino verso il sacerdozio è qualcosa di incredibile. La possibilità di conoscere Lui nella meditazione e nell’adorazione; poter penetrare la Sacra Scrittura, avere vicino a te persone che condividono la stessa missione con gioia e allegria, è soprattutto un dono immeritato. Nasce da una chiamata e può essere solo vissuto come risposta.

Ringrazio il Signore, per le notti inutili di pesca che sono state necessarie per capire la Via; per le tante, tantissime esperienze vissute, le persone incontrate, l’amore ricevuto e i buoni esempi che mi hanno ispirato; ringrazio anche per gli sbagli e le cadute, la luce di Cristo ha rimarginato le ferite trasformandole nella mia forza.

Posso dire che uno diventa sacerdote in ginocchio, nella preghiera e nel ringraziamento; ma soprattutto accogliendo la vita ogni giorno, la sua bellezza e le sue difficoltà; ascoltando le persone, soffrendo e gioendo con loro, facendosi vulnerabile alle loro storie che nascondono il disegno della misericordia di Dio.

P. Stefano Panizzolo, L.C. è nato a Venezia, il 16 maggio 1980. Si è incorporato al Movimento Regnun Christi nel 2001, nella sezione di Padova. Dopo aver conseguito la laurea in Architettura a Venezia nel 2005, ha prestato servizio come collaboratore del Movimento RC a Roma. È’ entrato Nella Congregazione dei Legionari di Cristo nel 2007. Al termine dei due anni di Noviziato, a Novara, ha emesso la sua prima professione religiosa. Ha svolto l’anno di studi umanistici a Salamanca per poi studiare filosofia negli Stati Uniti, a New York. Ha lavorato due anni a Padova, nell’ambito della pastorale adolescenziale. Nel 2014 è ritornato a Roma, per iniziare il triennio di studi teologici nell’Ateneo Pontificio Regina Apostolorum. Nel 2015 ha emesso la sua professione perpetua.

Alfredo Ibarra, L.C.

Me resulta difícil encontrar un momento concreto o extraordinario que caracterice mi vocación, como si fuera un flechazo de amor a primera vista. Más bien encuentro en mi historia diversos momentos muy simples, como una presencia continua, que sumados y entrelazados me han llevado a la convicción interior de ser llamado por Dios.

Como cuando un hombre quiere casarse no porque ha tenido una experiencia sorprendente de amor, sino porque ha conocido poco a poco a su novia y de ella se ha ido enamorado casi sin darse cuenta. En mi caso, ya desde muy pequeño, percibía la presencia de Dios en mi familia y en la comunidad parroquial como la presencia de un amigo de quien no se puede prescindir.

Pocos meses antes de cumplir diez años y habiendo apenas hecho la primera comunión, mi papá tuvo un accidente que por poco se cobraba su vida. Esa experiencia seguramente me llevó a hacerme preguntas profundas y a madurar antes de tiempo. El amor desinteresado y la fe con que mi mamá se ocupó de mi papá y de la familia en esos momentos difíciles, así como la cercanía de tantos familiares y amigos, fueron para mí signos ciertos del amor y la presencia de Dios. A ese Dios yo lo iba conociendo poco a poco.

El apoyo de nuestro párroco, de diversos sacerdotes amigos y de miembros de la comunidad me llevaron a interesarme más por la vida de fe y, al mismo tiempo, a darme cuenta de la labor pastoral tan hermosa que llevaban a cabo los sacerdotes. Me llevó a apreciar profundamente la vocación sacerdotal como vocación de servicio. He tenido la gracia, a lo largo de mi vida, de encontrarme con sacerdotes entregados a Dios y a su misión. La alegría con que viven su consagración a Dios y a los demás han sido siempre para mí un estímulo y, al mismo tiempo, un testimonio de la fidelidad de Dios.

Por todo ello, cuando la cuestión de la vocación se presenta en lo concreto, lo espontáneo es seguirla con sencillez como respuesta al Amor de Dios. No quiere decir que no haya momentos de duda o dificultad, pero sí que, en los momentos difíciles, la seguridad está puesta en el Amor de un Dios que nos amó primero y que nos invita vivir y predicar ese amor con nuestra vida.

El H. Alfredo Ibarra LC nació en Guadalajara, Jal., el 19 de septiembre de 1987. Vivió su infancia en Zapotlanejo, Jalisco, con sus papás y sus 6 hermanas. Conoció la Legión de Cristo gracias al testimonio del P. Enrique Flores, LC. En 1999 ingresó a la recién fundada escuela Apostólica de Guadalajara.  En 2003 se trasladó al noviciado de Monterrey en donde vivió sus dos años de noviciado y emitió sus primeros votos religiosos el 20 de septiembre de 2005.  Sucesivamente cursó tres años de estudios humanísticos en Cheshire, Estados Unidos y al terminar los mismos, comenzó sus estudios de bachillerato en filosofía en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma.  A continuación trabajó apostólicamente en el Centro Vocacional de Guadalajara por un año como formador.  Del 2011 al 2014 residió en el Noviciado de Gozzano, desde donde colaboró en la pastoral familiar y en la promoción de los centros de formación de la Legión en Italia. El 13 de septiembre de 2014 profesó sus votos perpetuos en la Basílica de San Giuliano, Gozzano, para luego regresar a Roma, al Centro de Estudios Superiores, a proseguir sus estudios cursando el bachillerato en teología. Será ordenado diácono el 1 de julio de 2017 en el Centro Vocacional de Guadalajara y sacerdote el 16 de diciembre del mismo año en la basílica de San Pablo Extramuros en Roma.

Emmanuel Montiel Martinez, LC.

Era tarde, el trabajo en el Templo de Jesrusalén no podía haber sido más arduo aquel día: limpiar los utensilios del sacrificio, acomodar los vasos sagrados, barrer las diversas entradas, dedicar un tiempo a la oración… en fin, trabajos que podía realizar un niño de apenas 7 u 8 años. Se llamaba Samuel. Samuel ayudaba en el servicio al templo bajo la dirección del profeta Elí y, a decir verdad,  se encontraba muy contento.

Pero aquella tarde, cuando todos se disponían a dormir, sucedió algo misterioso y extraordinario.

-Samuel, Samuel- El Niño corrió para saber quién le llamaba, y a la tercera ocasión que escuchó aquella voz, el anciano profeta entendió que se trataba de una llamada divina y dio al niño el más sabio de los consejos que había pronunciado hasta entonces:

-Samuel, lo que escuchas es una voz divina y a ese Señor que te llama solo se le puede responder de una manera. Cuando vuelvas a escuchar su voz le responderás: habla  Señor, que tu siervo escucha-

Dios llama cuando quiere, puede ser a una edad más reflexiva donde los planes divinos se entrecruzan con los planes personales: universidad, amigos, la posibilidad de crear una familia.  En otras ocasiones, la voz de Dios se siembra en la inocencia de un niño y sin saber cómo, de aquella semilla comienza a crecer una maravillosa obra.

Mi nombre es Emmanuel y no obstante haya pasado muchos años de formación en la vida religiosa, para mí sigue siendo un misterio cómo desde pequeño fue creciendo en mi corazón el deseo de pertenecer al Señor como su sacerdote. No podría determinar un momento, fue más bien el surgir espontáneo y misterioso de una llamada.

Soy el mayor y tengo dos hermanas. Nací en una familia sencilla donde la fe se vivía de forma espontánea, mis padres nos enseñaron a rezar y siempre se preocuparon por otorgarnos la mejor educación que estuviera a su alcance, sin escatimar muchas veces sacrificios y privaciones.

Estudié por muchos años en un colegio de religiosas, las misioneras del Sagrado Corazón de Jesus Ad Gentes, gracias a todas las religiosas aprendimos a conocer y amar al Sagrado Corazón de Jesús. Ya desde los primeros años de colegio, decía que de grande quería ser sacerdote. En parte, creo que fue por el testimonio de los padres franciscanos que se encontraban en mi ciudad que siempre estuvieron muy cerca de mi familia. También por el testimonio de la abuela, la recuerdo levantarse temprano muchas veces para ir a escuchar misa. Además de atender a sus hijos y nietos, atendía a los vecinos que se encontraban enfermos

Mis padres no contaban con las posibilidades para pasar un periodo de vacaciones, así que durante los veranos nos enviaban a cursos en un centro cultural de mi ciudad: dibujo, plastilina, acuarelas…. Y para los más grandes: música, danza y teatro… y aquí comienza una parte importante de mi vida. Al cumplir los 8 años pude participar en los cursos de música y aprendí un instrumento típico de Tlaxcala, el salterio. Desde entonces la música se convirtió -como dice el Papa Benedicto XVI- en una compañera en mi camino. Quise dedicarme al estudio de la música y del salterio. Pero justo en preparatoria conocí a los padres Legionarios de Cristo que pasaron a mi colegio para invitarnos a una convivencia vocacional. Realmente me emocionó mucho la idea, pero no a mis papás, así que tuve que esperar un año para poder asistir al cursillo de verano en la apostólica del Ajusco, en Ciudad de México.

Yo me encontré muy contento en el Centro vocacional.  Al inicio costó mucho a mi familia, sobre todo a mi papá quien tenía otros planes para mí,  pero al verme tan contento y seguro del camino que comenzaba, me otorgó todo su apoyo.

Sería muy largo contar todo este camino: noviciado, estudio de humanidades, filosofía y teología. La misión y las necesidades son muchas, en ocasiones no contamos con todos los padres y hermanos que se necesitan para servir a la Iglesia en un lugar concreto. Por ello, no obstante ya había hecho mi periodo de pastoral (prácticas apostólicas) en Roma, al terminar el primer año de teología me pidieron otro año en la pastoral de niños y jóvenes en una parroquia de Padua, Italia. Antes no había trabajado con adolescentes y fui a Padova con mucho, pero mucho miedo e inseguridades personales, pensé incluso pedir un sustituto para ese apostolado. Me sentí como narra la Sagrada Escritura hablando de Moisés, quien al ver la misión que Dios le pedía de liberar al pueblo de las manos del faraón, da muchas excusas y termina con la petición: Señor, mejor manda a otro. Pero así como Moisés, también escuché la voz de Dios que me decía: Ve! No tengas miedo, yo estoy contigo.

Y… puedo decir que ha sido el periodo más hermoso en mi vida legionaria, porque palpé la acción de Dios a través de un instrumento muy limitado y frágil. Los niños, las familias, los jóvenes respondían y se sumaban a las celebraciones, a los apostolados y encuentros. Viví un verdadero espíritu de familia con los padres que formaron mi comunidad y también con los sacerdotes diocesanos en los que encontré grandes amigos. Aprendí de todos, de los padres y de los parroquianos,  que ser sacerdote significa ser para los demás. Me costó mucho dejar Padua, pero sabía que era necesario, pues debía terminar los estudios para el sacedocio. En ese aspecto, recuerdo que una vez di una plática a los niños sobre la confesión, y al final me preguntaron si los podía confesar. Ese “todavía no puedo confesarles” fue la motivación para retomar los estudios y aprovecharlos al máximo.

Debería decir que estoy llegando al final, pero experimento la sensación de los paseos a la montaña. Justo cuando crees que estás por llegar, te das cuenta que apenas estás comenzando y que queda mucho por recorrer y aprender.

En una ocasión fui de peregrinación a Guadalupe y le pedí a María que me acompañara en este camino de don y misterio. He pasado muchos momentos felices, muy, muy felices y también no han faltado momentos de lagrimas y de oscuridad, pero en todo momento ha estado Nuestra Madre del Cielo acompañándome  como acompañó a Jesús hasta el Calvario.

Ante una misión que por su naturaleza es divina, uno no puede sino ponerse de rodillas y clamar a Jesús “Señor apártate, que soy un hombre pecador” , pero también la seguridad de escuchar de los labios del mismo Hijo de Dios “no temas, tú serás pescador de hombres, ven y sígueme”.

Actualmente la providencia divina me envía como capellán de los niños y jóvenes del Colegio Cumbre en Cancún, a decir verdad vengo con mucho ánimo, con el deseo de acompañar a esta parte del Pueblo de Dios que Él pone en mis manos. También tengo miedo, me siento como los apóstoles a quienes Jesus les pide confiar y lanzar las redes en un mar nuevo, pero con la confianza que Dios es quien lleva su obra y Él mismo la llevará a término.

El P. Emmanuel Montiel Martinez, LC., nació en Huamantla Tlaxcala, México, el 28 de octubre de 1985. Cursó un año en el seminario menor en El Centro vocacional del Ajusco (cd. de México) y después hizo su noviciado en Monterrey en los años 2002 – 2004. Estudio humanidades en Salamanca, España. Obtuvo el bachillerato y la licenciatura en filosofía con la especialización de metafísica y teología natural. Ha publicado en la cátedra Marco Arosio de Altos estudios medievales un artículo sobre el pensamiento de Santo Tomas de Aquino y San Buenaventura. En el año 2015 desarrolló su trabajo pastoral en una parroquia en Busa di Vigonza, Padua (Italia). Ha colaborado como secretario territorial de Italia y auxiliar del instituto Sacerdos del Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma. Actualmente desempeña su ministerio sacerdotal como capellán del Colegio Cumbres de Cancún, México, y como auxiliar de la sección de jóvenes de la misma ciudad.

José Manuel Reyes, L.C.

 “No me rajo”

Muchos de ellos venían de otros países y esto me llamó mucho la atención: eran misioneros. Yo también quería ser misionero. Habría que dejar Purépero…., y no sólo.

 

Hace poco más de veinte años, en una tarde cualquiera, se habría podido encontrar o jugando con mis primos; o, con toda probabilidad, fuera del negocio de uno de mis tíos gritando a todo pulmón: “No compren aquí. Todo está bien rancio. Vean lo que me vendió mi tío”. Ese tío era americanista…, ese niño quería ser sacerdote.

No puedo explicar por cuál motivo quería ser sacerdote a tan temprana edad. Mi papá es doctor y, aunque admiraba mucho su profesión, nunca pensé seriamente seguir sus pasos.

En diciembre de 1997 fui invitado por mi primo Luis Jesús a conocer el centro vocacional en el Ajusco, donde él estudiaba. De camino al centro vocacional mi tío comenzó a tomarme el pelo. Fingía imitar mi voz y decía: “Tío, tío; me quiero rajar”. Yo, por mi parte, respondía que no era así, cada vez con mayor vehemencia.

Vengo de una familia profundamente cristiana. Recibí los sacramentos regularmente y asistí a una primaria católica, dirigida por las “Hermanas de los pobres siervas del Sagrado Corazón” (sic). Mi tía abuela perteneció a esta misma congregación y antes de fallecer me dejó su Biblia personal, con dentro la foto del “padrino Manuelito”.

El padre Manuelito era un sacerdote, tío lejano de mi papá, que dejó una huella profunda en toda la familia, viviendo una vida de sencillez y generosidad. Yo no lo conocí, pero siempre me sentí muy cercano a él. Incidentalmente, mi papá se llama José Manuel, por lo que, muy a mi pesar, yo siempre he sido para mis familiares: Manuelito. Espero que ahora no me piensen llamar “Padre Manuelitito”. Hay un número limitado de diminutivos a los que estoy dispuesto a someterme.

Empecé narrando ese recuerdo porque, a pesar de que ese niño quería ser sacerdote, es importante señalar que muy pocos se lo esperaban. Les pongo un ejemplo. Unos días antes de salir para el centro vocacional, al terminar un entrenamiento de fútbol con los “Dragones”, le comenté a mis compañeros que para el fin de semana se buscaran otro jugador, porque yo me iba al seminario “a quedarme”. Meses más tarde, cuando volví a mi pueblo a visitar a mi familia, me estaban esperando a la puerta de mi casa. Lo primero que me dijeron fue que en el partido jugaron con uno menos, porque yo no me había presentado. No tardé en hacerles notar que yo les había avisado, a lo que respondieron: “Pero Manuel, ¿quién iba a creer que tú te ibas a ir al seminario?”.  Al parecer, muy pocos: mis papás, mis abuelos, y alguna que otra persona que quizá no sabía lo inquieto que yo era.

Mi vocación, como toda vocación, es un misterio. Mi vocación, como toda voación, es sobre todo un don.

De mi infancia tengo los mejores recuerdos. Tuve una infacia bendecida. Nunca me faltó con quien jugar, hacer travesuras, y disfrutar con las cosas más sencillas. Tengo muchos primos tanto por el lado de mi papá como por el de mi mamá; además, nunca me costó trabajo hacer amigos. Algunos de mis compañeros de clase en la primaria son aún de mis mejores amigos.

A los doce años salí de casa para ir al seminario. Salí con el mismo entusiasmo y la misma ilusión con la que ahora me acerco al altar. Por esto, y muchísimo más, estoy infinitamente agradecido con Dios. Estoy también infinitamente agradecido con mis papás. Quizá en ese momento no me daba cuenta de lo que a ellos les habrá costado.

Mis papás tienen un pequeño hospital en mi pueblo. Mi papá es médico ginecólogo obstetra; mi mamá lleva las finanzas, enseña a las enfermeras, en ocasiones cocina, cuida la casa…, y un largo etcétera. En una ocasión, una señora al ver mi foto en la recepción del hospital preguntó por mí. Mi mamá le explicó que era su hijo que estaba en el seminario. La señora, sin demasiados pelos en la boca (ni neuronas en la cabeza), le dijo: “Se necesita no tener corazón para dejar que un hijo se vaya de casa a los 12 años”. Mi mamá no se descompuso, simplemente contestó: “No; todo lo contrario, se necesita tener un gran corazón”.

No se metan con mi mamá…, no van a ganar.

Tengo una hermana mayor y tres hermanos menores, aunque el que me sigue, Héctor Javier, se nos adelantó desde muy pequeño al Cielo. Entre mis recuerdos más remotos está él. Yo tenía tres años cuando falleció.

Estoy también sumamente agradecido con mis hermanos que me han apoyado desde el inicio, y que a pesar de la distancia se han mantenido siempre a mi lado. Anahí, Jorge Daniel y Fernando son los mejores hermanos del mundo. De vez en cuando nos peleábamos, pero nunca tardamos en hacer las paces.

Mi camino en la Legión ha sido una gran aventura desde el inicio. Después de un año en la Ciudad de México tuve la oportunidad de trasladarme al centro vocacional de Guadalajara. Era el año de su fundación, una experiencia maravillosa. Dos años más tarde fui invitado a trasladarme de nuevo, esta vez del otro lado del oceáno, a Italia. En el futuro pasaría por Salamanca (España); Nueva York, California y Texas (E.U.A.); y cinco años en Roma.

Nací y crecí en Purépero, Michoacán. Amo mi pueblo. Hasta hace unos años los Misioneros de San Carlos tenían un noviciado en mi pueblo. Cada cierto tiempo se organizaba un juego de fútbol entre los doctores y los seminaristas. El superior era italiano y jugaba de portero. Los seminaristas ganaban siempre. Muchos de ellos venían de otros países y esto me llamó mucho la atención: eran misioneros. Yo también quería ser misionero. Habría que dejar Purépero…., y no sólo.

¿Es posible darse cuenta a los 11 años de lo que significa renunciar a tantas cosas? ¿Es posible tomar una decisión definitiva sobre la propia vida a tan corta edad? La respuesta no es tan obvia como parece. En primer lugar hay que tomar en cuenta que la vocación es un don de Dios; es una llamada que espera una respuesta libre. Dios puede llamar a cualquier edad, y nuestra capacidad de responder con generosidad a veces nos sorprende a nosotros mismos.

También es verdad, y esa también es mi experiencia, que hay momentos en el camino vocacional en los que el Señor nos invita a profundizar en nuestro llamado, a releer nuestra historia, y a reafirmar con mayor madurez y conciencia nuestro sí incondicional. A veces son los golpes de la vida, a veces nuestros errores; en ocasiones es la llamada dulce del Señor que nos invita a una mayor generosidad.

En septiembre de 2003, después de ocho días de oración, recibí la sotana legionaria y comencé el noviciado. El noviciado es la experiencia fundante de mi vocación. Fue un período de crecimiento espiritual y humano muy importante, que cimentó las bases de mi perseverancia en los momentos difíciles que habrían de llegar. Así, por ejemplo, cuando en febrero de 2009, descubrimos los terribles hechos de la vida de nuestro fundador, no puse jamás en duda la autenticidad de mi vocación. Fui a la capilla y le dije a Jesús: “Yo te estoy siguiendo a Ti, sólo a Ti. Si aquí me quieres, aquí te sigo”.

No soy un héroe, ni un santo. Soy conciente de mis limitaciones. Soy conciente, sobre todo, de la fuerza del Señor que me sostiene. Por eso voy con confianza hacia el altar. Me siento acompañado por el apoyo y las oraciones de tantas personas que he encontrado en el camino. Como san Pablo: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Fil 4, 13). Por su fuerza puedo decir: “No, tío; no me rajo”.

El P. José Manuel Reyes López, L.C. nació en Purépero Mich., el 17 de agosto de 1986. Ingresó al centro vocacional del Ajusco en 1998. Un año después se trasladó a Guadalajara donde fue miembro del grupo fundacional del centro vocacional. En agosto de 2001 fue enviado a Gozzano (Italia), para continuar sus estudios en el centro vocacional. Recibió la sotana legionaria en Roma en septiembre de 2005 e ingresó al noviciado de Gozzano. Emitió su primera profesión en Roma dos años más tarde. Cursó estudios de Humanidades en Salamanca, España. Estudió el bachillerato en filosofía en Thornwood, NY. Colaboró como formador en el centro vocacional de Colfax, California. Posteriormente, fungió como Instructor de formación en The Highlands School en Dallas, TX. Ahí mismo, el 17 de septiembre de 2011, emitió su profesión perpetua. Desde el año 2012 se encuentra en Roma donde cursó la licencia en filosofía y el bachillerato en teología.

Manuel Cervantes, L.C.

Tesoros de la memoria

En oración veo que mi vida, con todo lo positivo y negativo, ha servido de tejido a Dios para formar con amor infinito todo lo que soy. Cuando parece que ya he comprendido todo resulta que siempre hay algo más. «Dios hace nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5). Sigo descubriendo más “tesoros de la memoria”…

Eran las diez de la noche de un día de noviembre de 2005. Me encontraba frente a un cuadro de la Virgen de Guadalupe negándome a entrar en la capilla. Finalmente bajé la guardia. Salió desde lo más profundo de mí: “basta, ya no te voy a pedir que le digas a tu Hijo que no me llame… sólo te suplico que me des las fuerzas para considerar esta opción”. Después de varias semanas luchando por negar la posibilidad de un llamado me daba por vencido. Jesús era mi amigo desde que tenía uso de razón. Jesús, además de amigo, también era quien me había dado la vida. Mi familia, mi salud, mis amigos… todo lo había recibido gratuitamente de él. Acompañado por María, abría mi corazón.

Viajar en la memoria al pasado suele traer muchas sorpresas. Para todo cristiano mirar hacia atrás con fe es contemplar la mano de Dios siempre presente en nuestras vidas. Me acerco a recibir el inmenso don del sacerdocio después de 11 años en el seminario y 33 de preparación: mi vida entera. En oración veo que mi vida, con todo lo positivo y negativo, ha servido de tejido a Dios para formar con amor infinito todo lo que soy. Cuando parece que ya he comprendido todo resulta que siempre hay algo más. «Dios hace nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5). Sigo descubriendo más “tesoros de la memoria”, como los llama el Papa Francisco, que me hacen entender mejor el porqué del presente y me llenan de confianza para caminar con paso firme hacia el futuro. Les comparto algunos de esos “tesoros” de ese don y misterio que es mi vocación. Tesoros que son muestras del amor misericordioso de Dios con el hombre en cada momento de la vida.

¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha dado? (Sal 116, 12)

«Antes de plasmarte en el seno materno, te conocí» (Jer 1, 5). No dejan de sorprenderme tantas muestras del Amor de Dios con la familia que me ha regalado. Soy el menor de tres hijos y el único varón. Mamá y papá siempre nos transmitieron una fe sencilla pero profunda. Con todas sus debilidades e imperfecciones, y en los momentos alegres y tristes, la familia siempre me brindó un ambiente sereno para crecer y madurar de modo muy natural.

Quizás por ser el menor siempre quise ser (o más bien sentirme) muy independiente. Hoy cuando veo a un niño con esas actitudes me da mucha risa. Sé que en la adolescencia esto habrá causado preocupaciones a mis papás. Aun así, agradezco que siempre fueran muy respetuosos con mis espacios y con mi libertad. Sabían abordar los temas en los momentos adecuados, y había cosas que sólo se afrontaban con uno o con otro por separado. Mamá y papá han sido los grandes pilares de mi vida: siempre he contado con su amor y apoyo incondicionales. Del mismo modo, mis hermanas mayores han sido un gran ejemplo desde que nací. Nunca olvidaré su cariño y cuidado durante la enfermedad grave de papá que nos mantuvo por un tiempo separados de nuestros padres. Sigo descubriendo la mano de Dios sosteniéndonos mutuamente en cada momento. Sólo en familia se sabe lo deudores que somos unos con otros.

No supe responder

Creo que siempre fui una persona bastante normal en el entorno que vivía. Mi vida giraba entre la familia, el colegio, los amigos y el deporte. Desde preescolar estudié en un colegio llevado por los legionarios. A pesar de que la figura sacerdotal más natural para mí eran ellos, nunca sentí deseos o atracción por ser legionario. Apreciaba su amistad y formación pero hasta ahí.

A unos meses de terminar la primaria un buen amigo del colegio me dijo que al concluir el curso se iría al seminario menor de los Legionarios de Cristo. Después de que me explicó lo que iba a hacer, le pregunté: “¿y por qué te vas a ir?”. Lo único que me respondió fue: “porque Dios me llama, Dios lo quiere”.

Esa noche en mi casa me pregunté qué significaría eso de “Dios me llama”. ¿Cómo sabe que Dios lo llama o que Dios lo quiere? Yo sabía lo que mis papás querían, lo que yo quería. Y lo que yo quería definitivamente no era ser sacerdote. De inmediato surgió la pregunta: “¿Y si a ti Dios te llamara?”. Curiosamente, no supe responder.

Desde muy pequeño tenía claro que Jesús había dado su vida por mí en la cruz. Sabía que era mi gran amigo y que también era Dios. Era el mismo Jesús que me perdonaba a través del sacerdote y que recibía en la comunión durante la Misa. Aquél que me había dado una familia, un techo, y todo lo que era y tenía. Teniendo esto en mente, la pregunta sobre el llamado no podía ser respondida tan a la ligera. La pregunta simplemente quedó sembrada en mi corazón.

Compartir el evangelio: puente para la fe

Cuando estaba en quinto de primaria, mis papás fueron invitados a las misiones de Semana Santa. La experiencia fue tan positiva que la repetimos los años siguientes. Visitar en familia casa por casa y aprender de tanta gente compartiendo el Evangelio, se volvió una experiencia muy fuerte que, hasta muchos años después, descubrí la huella profunda que dejó en mi interior. ¡Cuánto aprendí en esas vivencias! Encontrar hombres, mujeres y niños que, con tan poco, vivían tan felices rompía muchos de mis esquemas sobre lo que significaba vivir. He descubierto en ello la primera parte del puente por el que mi fe se mantuvo activa. Todavía hoy, en familia, recordamos con una sonrisa algunos rostros y nombres de las personas que conocimos esos años.

La adolescencia llegó de repente y de golpe me sentía muy grande. Formé parte del ECYD y participaba en muchas actividades que allí se organizaban. De modo muy natural, seguí cultivando mi amistad con Jesús, aunque no faltaron periodos en que me alejé por completo de la formación. El iniciar la preparatoria en otro lugar me ayudó a valorar la educación que había recibido en el colegio. Como todos, tuve experiencias que se han vuelto esenciales para conocerme a mí mismo, comprender mejor la vida de los jóvenes y entender las especiales dificultades que uno pasa para mantenerse firme en la fe. Siempre disfruté al máximo de todas las oportunidades para convivir con mi familia y amigos.

Al acercarse la Semana Santa del primer año de preparatoria, se me presentaron distintas opciones. Me animé con un grupo de amigos a participar en Juventud Misionera. Esta vez ya no estaba mi mamá guiando las visitas de casas. Ahora íbamos “de dos en dos”, visitando y tratando de compartir con la gente el significado de los días santos. Ante los deseos naturales de “librarme” de cualquier atadura, el dar y recibir en la Semana Santa solidificó mis convicciones. Definitivamente la oportunidad de compartir mi vida en las misiones fue el medio que Dios usó de puente para sostener mi propia fe, en las etapas antes y después de la adolescencia y primera juventud.  Jesús entraba nuevamente con fuerza en mi corazón para que nunca dudara de su compañía en todos los momentos y ocasiones que habría de afrontar.

Preparando el terreno

Poco a poco, casi sin darme cuenta, empecé a implicarme en el Movimiento Regnum Christi. Agradezco mucho a Dios y a mis formadores que siempre hubiera mucha libertad. Acudía normalmente a los encuentros de formación y casi siempre fui de misiones en Navidad y Semana Santa. Recuerdo haber asistido a algunos retiros en el seminario de los legionarios en mi ciudad y cuando veía de lejos a los seminaristas me parecían muy extraños. Respetaba el valor de dar su vida en el sacerdocio pero definitivamente no lo consideraba algo para mí.

En 2003 ingresé en la universidad, con más claridad sobre mi proyección personal. Además, gradualmente iba tomando más en serio mi vida en el Movimiento. Al iniciar el segundo año se me presentaron dos horizontes a corto y mediano plazo: terminar mis estudios fuera del país y eventualmente dar un año de mi vida como colaborador en el Regnum Christi.

Sin poder explicar bien cómo, al terminar la Semana Santa de 2005, Jesús acomodó todo para que invirtiera el orden de “mis” planes: primero daría un año y luego terminaría mis estudios.

Vuelve la pregunta

Nos encontrábamos los futuros colaboradores comiendo unas pizzas en casa de un amigo. El padre que nos acompañaba hizo un comentario insignificante sobre la bendición de los alimentos que hacen los sacerdotes. De repente me entró como un flechazo rarísimo. Recuerdo que fui directamente al baño y frente al espejo encendí un cigarro y me dije: “no estás pensando lo que estás pensando…”. Con gran fuerza me vino el pensamiento que quizás yo debía ser sacerdote. Recordé aquella pregunta sin respuesta sobre la llamada de Dios en la adolescencia. ¿Por qué ahí, por qué de ese modo? No lo sé. Quizás yo necesitaba ese estilo de alerta, como un cubetazo de agua helada. Durante dos días no pude quitarme ese extraño pensamiento de la mente, hasta que decidí “congelarlo”. Sabía que, si era algo serio, tendría todo un año para pensarlo bien. No podía, ni quería, desaprovechar mis últimas semanas con mis amigos.

Sucedió todo tan de prisa que cuando menos imaginé ya estaba volando hacia Italia, mi destino como colaborador. Se me acumulaban varias cosas y yo seguía construyendo por varios lados lo que haría después de este año. No quería que se me salieran los planes de mis manos y me urgía aprovechar que seguía la idea “congelada” sin hacer ruido. Apenas dos semanas después de mi llegada y de estar en la nueva cultura me volvió el flechazo y esta vez con más fuerza. “No puede ser, ¿qué me está pasando?”, me dije.

Paradoja

San Juan Pablo II cuando compartía su historia vocacional comenzaba diciendo que las palabras humanas no son capaces de abarcar la magnitud del misterio que el sacerdocio tiene en sí mismo. He reflexionado mucho sobre lo que sucedió en esas semanas siguientes, que me parecieron eternas. Era claro que no eran inventos míos, y por lo tanto vi solamente dos salidas al dilema: me regreso a México y continúo con mis planes; o afronto esto y resuelvo todo de raíz. Tenía clarísimo que tenía que quedarme y resolverlo. Fue así que me puse a pedir como nunca en oración, diciéndole a Dios: “te lo ofrezco todo menos el sacerdocio”. Gran paradoja e insensatez: “te doy todo excepto mi vida”.

Después de un mes de lucha interior se dio el episodio que narré al comenzar el testimonio. En esas circunstancias sólo alguien podía salirme al encuentro y darme luz: María. Su cuidado maternal me hizo confiar y abrir mi corazón, como ella lo hizo durante su vida. A Dios siempre le ha bastado un pequeño “sí” libre y con fe. Un “sí” que muchas veces es débil y temeroso. Un “sí” que en la misericordia de Dios es suficiente para derramar las gracias que necesitamos e iluminar los ojos del corazón para el camino a seguir. En los tesoros de la memoria se encuentran todos esos “sí” de nuestra vida que muchas veces surgen después de muchos “no”.

A partir de entonces comenzó la aventura hacia el sacerdocio.  En estos años de preparación Dios continuó cautivando mi corazón y ayudándome a crecer en el amor. Gracias a él soy inmensamente feliz a pesar de mi pecado y debilidad. Ciertamente no todo ha sido ni será fácil. Con todo, conservo la certeza de que el Padre nunca me dejará sólo, me amará siempre como un hijo suyo y seguirá sorprendiéndome con nuevos tesoros. Él no se cansa de esperarnos con los brazos abiertos para demostrarnos, en la fe, que todo entra dentro de su Providencia. «Su misericordia dura por siempre»(cf. Sal 136). A esa misericordia me abandono para poder así servir mejor a la Iglesia, al Movimiento y a todos los hombres.

El P. Manuel Cervantes, L.C. nació en Monterrey, Nuevo León, el 19 de julio de 1984. Fue alumno del Instituto Irlandés de Monterrey. Se incorporó al ECYD en 5º de primaria y en 2º de preparatoria al Regnum Christi. Fue colaborador un año en Padua, Italia. En 2006 ingresó al noviciado de Gozzano, Italia, donde emitió su primera profesión religiosa en septiembre de 2008. Cursó un año de estudios humanísticos en Connecticut, EU. Estudió el bachillerato en filosofía en Nueva York, en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum. Trabajó tres años como asistente de novicios en Monterrey. Regresó a Roma para realizar sus estudios de teología en 2014 y el 9 de julio de 2016 emitió su profesión perpetua. Actualmente colabora en la pastoral juvenil en el sur de la Ciudad de México.

Andrew Tarleton, L.C.

The Story of a Vocation

“But the LORD said to me, “Do not say, ‘I am a youth,’ Because everywhere I send you, you shall go, And all that I command you, you shall speak.” (Jer 1:7)

It has been 17 years, 11 months, and 13 days since I left my home in southern Louisiana to follow the call. It’s been a long journey. There have been moments of unforgettable joy when God allowed me to see myself clearly as an instrument of His grace, and there have been moments of difficulty that seemed impossible to overcome. But now looking back, I would not change a thing. Every moment, whether overflowing with joy or overwhelming in difficulty, has been beautiful. Every step has been worth it. St. Paul teaches that, “all things work together for good for those who love God.” (Rom 8:28)

The Best Imperfect Family

The greatest gift that God ever gave me were my parents. I grew up in a family that was far from perfect. News flash: there are no perfect families. But my family was a family in which love flourished alongside human imperfection. I think that is the greatest lesson to learn in a family: persevere in love despite human weakness and imperfection. I have an incredible older brother, now a father of three, and a brilliant little sister who will finish med school within a year’s time. We had clear priorities in my household: God, family, school, and LSU football—generally in that order. Though when Bama came to town on a Saturday, football might jump to first place for one night.

We are cradle Catholics. My parents worked very hard to send us to parochial schools for which I am very grateful. I always did well in school. We used to ride those traditional yellow buses to and from school every day. We were the first to be picked up in the morning and the last to be dropped off in the afternoon. My goal as a student was to finish all my homework on the bus-ride home to play video games the moment I stepped through the door of our modest home. I also tried out all types of sports: baseball, soccer, basketball, track, and football. I must admit that I wasn’t particularly good at any of them. Many times I would not finish the season because I did not have the required discipline. The exception was football, which I especially loved. I played two full seasons and learned a lot about dedication and hard work on the practice field during those long hot Louisiana afternoons. Approaching the last years of elementary school, the question of high school was becoming an issue. There were a few options in my hometown, but I was sure of one thing: when I finished eighth grade I was going to a coed high school despite any protests on the part of my mother. Going to a high school without girls was out of the question. But all that was about to change.

Hearing and Following the Call

I will never forget the first time I met a Legionary of Christ: sharp, dynamic, and passionate about what he did. I was invited on a retreat by some relatives. I do not remember much about that first retreat, but I began to see my faith and relationship with God in a different light. I joined the Legionary youth group (called ECyD). We met about once a week to study the faith, pray, and have fun. We had other activities as well like awesome summer camps. We even went to see Pope John Paul II on one of his trips to the US. Little by little, my relationship with God was growing. This went on for about a year or two. Then one spring the youth group organized a trip to the high school seminary (Immaculate Conception Apostolic School). I was not really thinking about being a priest to be honest. But I loved all the activities we did with the Legionaries. So of course this one would be no different. Going on that retreat would change my life forever.

While I am a proud southerner, I have to admit that New England has a beauty all its own. Among that beauty is snow. We traveled to the high school seminary in New Hampshire in early April and there was still snow on the ground. But the most beautiful thing that happened in that little school nestled in the White Mountains had nothing to do with its natural beauty.

From the first moment I stepped foot in the high school seminary, I felt something special. There were no visions, no miraculous conversions, no out of body experiences. I encountered guys who were young, enthusiastic, and happy. It was shocking to me that these guys didn’t have anything that I thought was necessary for happiness. They did not go to parties, they did not play video games, and, most importantly they went to school without girls. And yet they were happier than I was. I said to myself I don’t know what they have, but I want it. These guys were giving God the first chance in their lives and I wanted to do the same thing. I did not tell anyone at the school, but in my heart I knew I would be back.

I arrived home several days later and I told my mother I wanted to be a priest, I wanted to be a Legionary of Christ, and I wanted to go to high school seminary in New Hampshire. My mother very lovingly told me that if I wanted to be a priest that was wonderful—but I had to wait until I was eighteen. Looking back now it is what any sensible mother would have told their twelve your old son. But sometimes the most sensible course of action is not necessarily the best course of action. My mother probably thought it was a phase. Sometimes kids want to be a policeman, then an astronaut, then a priest… This phase would pass like all the rest. Only it didn’t. Every day for two months I would go to mom and tell her that God was calling me to be a priest and I wanted to go to school in New Hampshire. She would pat me on the head and tell me to wait till I was older, and probably think to herself when was this going to end.

After a month or two of this I finally told a Legionary priest that I wanted to go to the high school seminary. I told him that my parents were more than skeptical about the endeavor. He told me that if my parents did not give me permission than I could not attend. But he also agreed that he would come to speak to my parents. A few days later he came to visit my family. So we sat down to have dinner but nobody was speaking about the vocation. So I looked at Father and said, “Isn’t there something important that we should be speaking about here.” But my mom made it very clear that this conversation was going to be had when I was not present. After dinner my parents sent my brother, sister, and me to our rooms so that they could have a serious conversation with father about their son moving to New Hampshire to the High School seminary.

The good priest did his best to explain how the high school seminary is a place for young people discerning their call to the priesthood while at the same time they are always free to leave. My mom was not really on board with the scenario. She had obvious misgivings about distance, age, etc. So she looked over at my dad and said, “What do you think about this.” My dad was not really enthusiastic about the idea either. But he said something very wise, “Ten years from now when my son could be on the wrong path, which can happen to any kid, I don’t want to look back and regret not allowing my son to pursue a religious vocation when he wanted to.” The resistance was beginning to cede. They decided to let me go for the summer and try it out. But they thought I would die of culture shock and be back by summer’s end.

So we began preparation for the summer program. I wrote essays, we bought the prescribed number of khaki pants and white polo shirts, and lastly a plane ticket. The night before I left for New Hampshire my mom came into my room as she always did to pray and kiss me good night. And she found me crying in my bed. She thought to herself that this was her opportunity to talk me out this. After months of being dead set on leaving home to follow the vocation maybe I was finally starting to waver. So she asked me what was wrong and told me that I could stay home if I didn’t want to leave. I just looked up at her with the sincerity of a twelve year old and said, “I’m not crying because I don’t want to leave, I’m crying because I know that this is what God is calling me to do, but it is so hard for you to let me go.” It was there that my mom realized for the first time that this was something special.

The next day I was on an airplane from the gulf coasts of Louisiana to the White Mountains of New Hampshire. Adapting to a military-like boarding school was not easy. Waking up early, daily mass and prayer, and most difficult of all separation from family are not small sacrifices. There were perks too: hiking in the mountains, swimming in the crystal clear lakes of New Hampshire, canoe wars, trips to Boston. But despite the difficulties, I was happy. All the while I was growing in my desire to give my life to God as a priest.

By the end of the summer, I decided to stay for the school year. At summer’s end all the guys go home for several days. Afterward, if they personally want to attend the school, are accepted by the school, and receive permission from their parents, they return for the school year. I told my mom over the phone that I wanted to attend for the school year. She told me that they we had a round-trip ticket for the summer and could not buy another ticket to return for the academic year. She suggested that I wait a year and go back the following summer to try it out. I told her that I did not want to wait another year and that if we could not buy another plane ticket then I would not be returning on the round trip ticket back to Louisiana. I would be staying. And stay I did. My parents made the greatest leap of faith ever and allowed me to stay. I will forever be grateful to them for making the ultimate sacrifice of offering their son to God to be His priest. Without their generosity I would not be where I am today. Today my parents say they would not have changed a thing.

Seeing God’s Hand on the Journey

That was nearly eighteen years ago. A lot has happened in that time. While there has been continuity from that first ‘yes’ made so many years ago, it has been a ‘yes’ put to the test many times. It is a decision that I have had to freely renew each day. To pretend everything has been sunshine and rainbows does not give justice to the sacrifice of giving one’s life nor to the constancy of God’s grace. It’s in the pain and difficulty that God’s grace truly shines and where love is truly forged. I would like to share three of those difficult moments which have been pivotal in my vocational journey and the lessons that they taught me.

God’s Plan for You is Bigger than Your Problems

The first lesson came 10 years after entering the Apostolic School during a particularly difficult moment in my vocation. My congregation was going through a crisis that caused me to question the meaning of my own consecration to God. It was like the moment of crisis in a marriage where the honeymoon is long over, difficulties come, and you forget why you got married in the first place. When I was struggling with this, I received other terrible news. My brother had entered treatment for addiction. After a month of treatment, the program offers a week for families to participate and help their family member in their process of healing. My whole family went. During that week, there was one moment that I will never forget. Part of the healing process of the patients is that they meet in a group together with all the family members. In that meeting each patient must tell each family member all things that they need to do and change in order to help the patient progress in their journey toward sobriety. My brother and I loved each other. We were generally on friendly terms, but I had always been far away following my vocation. I was sure he had a list of petitions and complaints concerning my physical absence—rightfully so. So when we sat down face to face I was ready for the worst. He looked at me and said very calmly. “I only want to ask you one thing: that you stay exactly the way you are. Never change”. We hugged. We cried. And I remembered the meaning of my consecration to God. Not only did my consecration to God have meaning, it meant something to the people I love the most. I went to support my brother in his darkest hour and he ended up helping me in my darkest hour. Today my brother has been sober for many years, is a college graduate, and is married with three kids. Lesson: God’s plan for your life is bigger than your problems.

True Happiness Is Found in Self-Giving

Two years later I received my first pastoral assignment: youth work in a school in Chile. I was excited. I always wanted to go out of the country. I arrived ready to take on the world. There were a few problems though. First, I did not speak Spanish. Second, I had no idea how to navigate the intricacies of a huge school. Needless to say it was not what I expected. I felt useless and far away from everything. One day the frustration overtook me. I looked for some place to be alone and let it all out. I went to the small chapel in the house where I lived. But I did not want anyone to walk in on me so I went to the sacristy and stepped outside into the night. I walked along the wall of the chapel sat down on the ground and hung my head. I ended up directly on the other side of the tabernacle. I prayed and I told God I did not think I could keep this up. In that moment God filled my heart with the certainty that He would give me the strength and that I needed to throw myself into serving others the best I could. After that raw moment of prayer I was filled with peace. I gave myself completely to pastoral work in the school the best I could. Youth work, retreats, spiritual direction, being chaplain to the sports team, English classes…whatever was needed by the school where I was called to serve, I was there. My four years in Chile turned out to be the best four years of my formation. Now I love Chile. Lesson: True happiness is found in self-giving.

No One Can Love You Like God Loves You

Toward the end of formation there is a very important moment: the profession of perpetual vows of poverty, chastity, and obedience. These are like marriage vows: “till death do us part”. It was an event for which I had been preparing for a long time. I had discerned, and I had sought advice from those who I trusted. So I wrote my letter asking to be admitted. A month or two later I received an acceptance letter. I was elated. As the day approached, I was ready—or at least I thought I was. I was happy with the decision. But the night before the big day I was lying in bed and began to question whether or not I was good enough. I wondered if with all my sins and weaknesses if I could live up to the expectations of the world, the Church, of God. Maybe there was some woman out there who would love me for who I was with all my weaknesses and imperfections without the seemingly inaccessible expectations. In that moment God spoke to my heart in a very profound way. He made it clear that even if there were some incredible woman out there that loved completely the way I was, that He already loved me that way and infinitely more. The next morning I professed perpetual vows of poverty, chastity, and obedience. Lesson: No one can love you like God loves you

He Takes Nothing Away and Gives You everything

I have shared this story many times in various forms. It’s a special story. But my fear is that people read this story and think “what an awesome story, look at what that guy did.” If there is one thing I want people to get it out of this story is that I am not some amazing guy that did some amazing thing. I was the most normal guy and it was God who did something amazing through me. I hope my story helps people to realize that God can do incredible things in their life too—if they let Him. Sometimes we think that if we let God into our lives we are going to lose something that makes life happy, beautiful, and fulfilling. We are afraid that that He may take something away. I give my story as a gift to see that nothing could be further from the truth. And I repeat together with Benedict XVI: “Do not be afraid of Christ! He takes nothing away, and gives you everything. When we give ourselves to Him we receive a hundredfold in return. Yes, open wide the doors to Christ – and you will find true life. Amen.”

Miguel Subirachs, L.C.

Hacerme cargo de los deseos de mi corazón

Desde pequeño tenía el deseo de ser misionero. Me llamaba especialmente la atención cuando venían voluntarios o misioneros al colegio y explicaban sus experiencias. Tenía la gran ilusión de hacer algo por los demás. Creo que es un sueño juvenil común. La transparencia e ingenuidad de ese periodo permite que aparezcan con facilidad los deseos más profundos del ser humano. Con los años, estos anhelos juveniles se convierten en un reto. El reto de, por una parte, madurarlos y progresar, y por otra, verificarlos y seguir vibrando por ellos, sin caer en el cinismo esterilizante de observarlos con distancia y decir “eso son cosas de jóvenes”.

Este testimonio no pretende ser exhaustivo. Recoge más bien las principales anécdotas que me hicieron tomar la decisión de abrazar la vida religiosa en la Legión de Cristo. Dejo para el encuentro y la conversación personal tantas otras experiencias profundas, amistades claves y luchas fecundas. Entre ellos, los 13 años de formación hacia el sacerdocio en el que el encuentro inmerecido y asiduo con Jesús se ha hecho Presencia patente en mi propia vida. Presencia fiel que me hace y me va llevando calladamente a la decisión de toda una existencia. Presencia amante que a pesar de la conciencia de la propia incapacidad me propone a mí mismo como prenda de verificación. Éste es el drama del camino que abarca toda la existencia y en la que toma significado y valor personal la jaculatoria: Jesús, ¡en Ti confío!

La tierra buena

Tuve la gracia de crecer en una familia católica unida, siendo el tercero de mis hermanos. De mi padre asimilé la capacidad de compromiso y la seriedad, así como una profunda fe. De mi madre, la fortaleza y la sensibilidad espiritual y por las necesidades de los demás. De mis hermanos y de mis primos aprendí la autonomía pues como son bastante mayores a mí, siempre tuve que arreglármelas por mi cuenta. Fui adorador nocturno en el Tibidabo y, como familia, crecimos en el movimiento Schola Cordis Iesu. Sin embargo, mi generación no era muy numerosa y no logramos formar un grupo consistente. Esto influyó en que, a partir de la adolescencia, no lograra integrar bien mi fe con mi vida. Viví no pocas contrariedades que me situaban inmerso tanto en experiencias alejadas de Dios como en la búsqueda de un lugar que me ayudara a sostener mejor mi fe.

En las manos de María

En un viaje a Portugal, pasamos por el santuario de Fátima. Allí, Miguel, uno de mis mejores amigos comenzó a rezar el rosario de rodillas por el caminito de mármol que conduce a la Capelina de la Virgen. Yo estaba “flipando” por su osadía y me reí de él. Le desafié a que, si lo concluía, yo haría lo mismo. Para mi sorpresa, él lo concluyó, pero como ya era de noche regresamos al hotel y nos quedamos hablando hasta tarde. Al día siguiente, fui a cumplir mi palabra. Me desperté de madrugada y fui a rezar el rosario de rodillas. Al terminar el caminito que lleva directo frente a la Virgen de Fátima, le pedí a Ella ayuda. Hice una oración de corazón pidiéndole una luz, suplicándole que, si todo aquello era cierto, me mostrase el camino.

Al mes, este mismo amigo con el que fui a Fátima, me llamó para proponerme ser monitor en el Club Puigmal (ECYD) de los legionarios de Cristo. Miguel y yo nos conocíamos desde pequeños gracias a que nuestros padres son de Schola Cordis Iesu. De hecho, desde niños me invitaba a participar en el club, pero ésta era la primera vez que lo hacía con algo concreto. El P. José G. Sentandreu, que era el director en ese momento, me entrevistó con gran respeto y unas semanas después me encargó el equipo de 5º de primaria.

La experiencia de la entrega

En verano del 2003 hice el programa de colaborador del ECYD en Mallorca. Durante los primeros días tuvimos unas jornadas de capacitación.  Recuerdo que estando distraído, con una mano fumando y con la otra hablando por teléfono, uno de los colaboradores me lanzó a la piscina. Instintivamente salvé el cigarro y el paquete de tabaco apenas comenzado y, con la otra mano, me apoyé en el fondo de la piscina. Cuando me di cuenta de que en la mano sumergida tenía el móvil, reaccioné levantándolo y metiendo la otra con el tabaco en el agua. En un instante, me había quedado sin el vicio y sin la comunicación para el resto de días de colaborador.

Durante esos días, experimenté una gran felicidad en la entrega a los demás conviviendo con los demás monitores y los legionarios que dirigían el campamento: el P Ignacio José González quien ha sido mi formador en la última etapa de Teología, el H Ronald Conklin quien fue mi primer formador en la Legión, el H Frederick Keiser posteriormente compañero en la Dirección General y actualmente sacerdote en Korea y el H Thomas Gögele, hoy sacerdote en la comunidad de Viena. Fue allí, en oración frente al sagrario de Son Fe, dónde me planteé en serio seguir una vida de entrega al Señor. ¿Dónde? Para mí era evidente, no tenía ninguna duda. Él me hacía tan feliz ayudando a los demás alrededor de la familia del movimiento, que intuía que seguramente ése sería mi lugar y mi modo de vivir en plenitud.

El anuncio

Regresé a Barcelona con una ilusión desbordante. Ahora tenía que planteárselo a mis padres y a mi novia. Esperé que llegara mi padre para comer juntos. Allí, en la mesa de la cocina, les presenté mi fuerte llamado a mis padres junto con la propuesta de ir ese mismo verano al Candidatado. Los dos se sorprendieron y mi madre me ofreció sus lágrimas que no volvería a ver hasta el día de mi despedida. Ambos me pidieron tiempo para pensarlo.

Ahora me quedaba presentarle mi decisión a la chica con la que estaba saliendo. Habíamos comenzado a salir meses antes del verano, después de un largo “proceso de alineamiento de intenciones”. Es decir, yo tenía un deseo profundo de algo serio después de algunas relaciones más bien superficiales y, obviamente, algo serio era lo único que ella quería. Así que me hizo sudar hasta merecerla. Empezamos a salir “seriamente” para satisfacción personal aunque al cabo de unos meses la relación se vería afectada por la distancia que supuso mi estancia en Mallorca y mi ausencia de comunicación debida al episodio del móvil en la piscina. Así que cuando regresé, la llamé diciéndole que tenía algo importante que decirle. Ella se esperaba cualquier cosa menos que me iba al seminario. Quedamos en la parada del 72 de la calle Mandri. Estábamos los dos felices y emocionados por volvernos a ver. No hubo muchas palabras. Yo venía con el entusiasmo a flor de piel por la certeza que había nacido en mi corazón, pero ignoraba las consecuencias que mi alegría provocaba en los demás. Sin pretenderlo, había dejado a mis padres con un nudo en la garganta y ahora ella se marchaba en silencio.

La bendición de la sequía

Con estas experiencias contrastantes, mis padres resolvieron que esperara un año más para acabar el bachillerato, madurar el camino recorrido hasta el momento y la decisión de entrar al noviciado. Al inicio me costó aceptarlo, pero ahora veo que mis padres estaban en lo correcto. Mi cambio había sido más bien radical, sólo desde hacía poco más de un año y necesitaba tiempo para confirmar el llamado. De todas maneras, ese verano no se presentaba tan mal, ya que tenía previsto visitar Roma con Schola y hacer voluntariado en Londres.

El tiempo en Roma pasó intensamente, pero en estas nuevas circunstancias el voluntariado en Londres se esfumó. Yo quería aprovechar el verano para estudiar y hacer una inmersión en algún idioma extranjero. Así que, más acorde con mi naciente vocación, mis padres me propusieron pasar unas cuatro semanas antes de inicio de clases con la Comunidad del Cordero en St. Pierre, Fanjaux.

Esta comunidad religiosa se reúne cada año en unas colinas del sur de Francia donde ellos mismos construyen sus celdas, refectorio, capilla… todo. Viven de la mendicidad sin ningún tipo de sistema, ni eléctrico ni hidráulico. Era agosto de 2003, el tiempo de la gran sequía que azotó el centro de Europa, a sus ancianos y a sus cosechas.  Y yo me encontré allí hablando francés y ayudándoles a construir su “pétit monastaire”. Después de dormir la primera noche en una austera celda del monasterio principal, al día siguiente me pasaron a una cabaña de madera que utilizaban como dormitorio de la comunidad. Estaba en construcción y había catres militares por camas y todavía no tenía techo. Por la sequía, eso no era ningún problema, se pronosticaba una hermosa noche de estrellas, pero esa noche, como señal profética de la bendición y la fecundidad, Dios quiso que la sequía se acabara.

Fue una experiencia esencial. Allí no había nada más que Caridad: Eucaristía y fraternidad. El Santísimo estaba expuesto constantemente pues los “hermanitos” (como les gusta llamarse) estaban en retiro. Mientras ellos se juntaban yo estudiaba, rezaba y reflexionaba y, cuando salían de retiro, les ayudaba en la construcción. Naturalmente, tocado por la radicalidad evangélica de su vida, surgió en mí la inquietud de si tal vez Dios me querría en esa comunidad. Para entonces, llegó a ese recóndito lugar un joven francés que acababa de dejar los laicos consagrados del Regnum Christi y que estaba haciendo una experiencia con los hermanitos para ver si era su lugar. Le compartí mi inquietud vocacional y él me habló muy bien de los legionarios y del movimiento y me animó muchísimo a seguir adelante. Con esta señal, para mí todo estaba resuelto. Semana tras semana yo llamaba a mi familia desde la colina más alta, único lugar donde había cobertura, con la pretensión de volver a Barcelona pero me decían que me quedara una semana más. Después de unas semanas viviendo al ritmo del sol y lavándome con un barreño, regresé preparado para vivir mi último año antes de ingresar en el noviciado.

Un año para preparar el corazón

Ese último año me permitió concluir los estudios, pero sobre todo fue especialmente provechoso en aspectos más profundos. En primer lugar, me permitió profundizar en mi relación con ese Dios que me estaba llamando con pequeños gestos y compromisos con Él. Seguí como monitor del equipo de chicos del Club y metido en el apostolado Soñar Despierto de ayuda a niños con riesgo de exclusión social.

En segundo lugar, me ayudó a madurar mi decisión. Cada ocasión en la que compartía la noticia suponía un cubo de agua fría para quien la recibía, y para mí una gran paz. Las respuestas variaban desde el instintivo “¡¿estás loco?!” hasta el formalismo del que no se entera de qué va la fiesta.

En tercer lugar, este periodo sirvió para hacerme consciente de lo que dejaba y del cambio radical que iba a vivir. Recuerdo especialmente, en una puesta de largo (celebración de la mayoría de edad) en una torre cercana a la comunidad de legionarios, que a media fiesta me subí al balcón más alto para ver las estrellas y reflexionar. Uno de mis mejores amigos subió también y estuvimos hablando sobre el cambio de vida que iba a suponerme el año próximo, ya que para entonces estaría del otro lado, “ensotanado” viviendo en silencio y recogimiento.

Llegó el 3 de septiembre de 2004, tiempo de irme al Noviciado. Antes de emprender el viaje, me citaron frente a la comunidad de legionarios. Allí aparecieron varios amigos que venían a despedirse. Comenzó a caer una tormenta muy fuerte. Después de una despedida de sentimientos encontrados, mis amigos quedaron detrás de una cortina de lluvia cobijados bajo sus paraguas. Era el momento de despedirme de mis padres. Mi padre, firme y sólido me despidió con el salmo 37: “Encomienda tus caminos al Señor, confía en Él y Él actuará”. Por su parte, la cara de mi madre, compuesta hasta el momento, se arrugó al darme el beso de despedida de una forma desconocida y me dejó en mi rostro una de sus lágrimas de regalo. Sólo entonces me percaté de la trascendencia del paso que estaba dando. Había tenido un año intenso de oración, reflexión y actividades y yo había sido aparentemente muy consciente de lo que significaba entrar en el noviciado, pero sólo en ese momento me di cuenta de lo que estaba haciendo. Me imagino que era consecuencia del deseo de mi joven corazón ilusionado.

Sacerdote de Jesucristo: “Os daré pastores según mi Corazón” (Jer 3, 15).

La llamada de Jesús “ven y sígueme” ha resonado por siglos y sigue resonando en la vida de tantos y tantas jóvenes. Es una llamada a vivir en plenitud, a vivir más cerca de Él y a configurarse con Él. Ser sacerdote no es una cuestión natural, es sobrenatural. No hay que buscar entenderlo perfectamente porque es una cuestión de Amor. Se trata de amar como como Él ama y esa forma implica, la mayoría de las veces, hacerlo sin sentido ni beneficio, al menos aparente. Se trata de ofrecer nuestras vidas como Él mismo ofreció la Suya para que los demás tengan la verdadera vida. Se trata de poner a parte los propios y miopes anhelos para atender a los deseos más profundos que Dios pone en el corazón y así llegar a decir “Señor, Tú que me has querido y me has creado, ¿qué quieres de mí?”.

Un sacerdote está en los momentos más importantes de la vida de las personas haciéndose parte de su familia. En un momento vive la alegría de unir a una pareja en matrimonio, luego siente el gozo de administrar el bautismo para después preparar a alguien para bien morir. Lo que le pasa a una persona en toda su vida, un sacerdote lo puede vivir en un solo día. Y éste es mi deseo, ser un Juan al pie de la cruz de las personas y aprender de Jesús, sostenido por María, cuál es el modelo del Amor más hermoso.

La vocación religiosa es “un llamado de Dios a un corazón que espera esa llamada consciente o inconscientemente”, dice el Papa Francisco. Desde joven he querido poner atención a estos deseos del corazón en el santuario íntimo de mi conciencia. En ellos, el Señor me va mostrando el camino en el cual vivir en plenitud los deseos más profundos de mi ser y me da los instrumentos y la gracia para realizar Su Voluntad en la sencillez de mi propia vida.

El P. Miguel Subirachs nació en Barcelona el 13 de abril de 1986. Es el hijo menor de tres hermanos. Fue miembro del ECYD y del Regnum Christi en su ciudad. En el 2004 ingresó al noviciado en Salamanca dónde profesó sus primeros votos en 2006. Estudió humanidades clásicas y después inició los estudios de filosofía en Roma como miembro de la Dirección General. Hizo sus prácticas apostólicas en la pastoral juvenil de los centros educativos en Guadalajara, México, y en Barcelona. Allí hizo su profesión perpetua el 30 de julio de 2012. De regreso a Roma, se licenció en filosofía y se graduó en teología en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum. Durante este último periodo ha hecho una stage en Estados Unidos acompañando a los jóvenes que quieren entrar a la Legión y un máster en psicopedagogía.