Hacerme cargo de los deseos de mi corazón
Desde pequeño tenía el deseo de ser misionero. Me llamaba especialmente la atención cuando venían voluntarios o misioneros al colegio y explicaban sus experiencias. Tenía la gran ilusión de hacer algo por los demás. Creo que es un sueño juvenil común. La transparencia e ingenuidad de ese periodo permite que aparezcan con facilidad los deseos más profundos del ser humano. Con los años, estos anhelos juveniles se convierten en un reto. El reto de, por una parte, madurarlos y progresar, y por otra, verificarlos y seguir vibrando por ellos, sin caer en el cinismo esterilizante de observarlos con distancia y decir “eso son cosas de jóvenes”.
Este testimonio no pretende ser exhaustivo. Recoge más bien las principales anécdotas que me hicieron tomar la decisión de abrazar la vida religiosa en la Legión de Cristo. Dejo para el encuentro y la conversación personal tantas otras experiencias profundas, amistades claves y luchas fecundas. Entre ellos, los 13 años de formación hacia el sacerdocio en el que el encuentro inmerecido y asiduo con Jesús se ha hecho Presencia patente en mi propia vida. Presencia fiel que me hace y me va llevando calladamente a la decisión de toda una existencia. Presencia amante que a pesar de la conciencia de la propia incapacidad me propone a mí mismo como prenda de verificación. Éste es el drama del camino que abarca toda la existencia y en la que toma significado y valor personal la jaculatoria: Jesús, ¡en Ti confío!
La tierra buena
Tuve la gracia de crecer en una familia católica unida, siendo el tercero de mis hermanos. De mi padre asimilé la capacidad de compromiso y la seriedad, así como una profunda fe. De mi madre, la fortaleza y la sensibilidad espiritual y por las necesidades de los demás. De mis hermanos y de mis primos aprendí la autonomía pues como son bastante mayores a mí, siempre tuve que arreglármelas por mi cuenta. Fui adorador nocturno en el Tibidabo y, como familia, crecimos en el movimiento Schola Cordis Iesu. Sin embargo, mi generación no era muy numerosa y no logramos formar un grupo consistente. Esto influyó en que, a partir de la adolescencia, no lograra integrar bien mi fe con mi vida. Viví no pocas contrariedades que me situaban inmerso tanto en experiencias alejadas de Dios como en la búsqueda de un lugar que me ayudara a sostener mejor mi fe.
En las manos de María
En un viaje a Portugal, pasamos por el santuario de Fátima. Allí, Miguel, uno de mis mejores amigos comenzó a rezar el rosario de rodillas por el caminito de mármol que conduce a la Capelina de la Virgen. Yo estaba “flipando” por su osadía y me reí de él. Le desafié a que, si lo concluía, yo haría lo mismo. Para mi sorpresa, él lo concluyó, pero como ya era de noche regresamos al hotel y nos quedamos hablando hasta tarde. Al día siguiente, fui a cumplir mi palabra. Me desperté de madrugada y fui a rezar el rosario de rodillas. Al terminar el caminito que lleva directo frente a la Virgen de Fátima, le pedí a Ella ayuda. Hice una oración de corazón pidiéndole una luz, suplicándole que, si todo aquello era cierto, me mostrase el camino.
Al mes, este mismo amigo con el que fui a Fátima, me llamó para proponerme ser monitor en el Club Puigmal (ECYD) de los legionarios de Cristo. Miguel y yo nos conocíamos desde pequeños gracias a que nuestros padres son de Schola Cordis Iesu. De hecho, desde niños me invitaba a participar en el club, pero ésta era la primera vez que lo hacía con algo concreto. El P. José G. Sentandreu, que era el director en ese momento, me entrevistó con gran respeto y unas semanas después me encargó el equipo de 5º de primaria.
La experiencia de la entrega
En verano del 2003 hice el programa de colaborador del ECYD en Mallorca. Durante los primeros días tuvimos unas jornadas de capacitación. Recuerdo que estando distraído, con una mano fumando y con la otra hablando por teléfono, uno de los colaboradores me lanzó a la piscina. Instintivamente salvé el cigarro y el paquete de tabaco apenas comenzado y, con la otra mano, me apoyé en el fondo de la piscina. Cuando me di cuenta de que en la mano sumergida tenía el móvil, reaccioné levantándolo y metiendo la otra con el tabaco en el agua. En un instante, me había quedado sin el vicio y sin la comunicación para el resto de días de colaborador.
Durante esos días, experimenté una gran felicidad en la entrega a los demás conviviendo con los demás monitores y los legionarios que dirigían el campamento: el P Ignacio José González quien ha sido mi formador en la última etapa de Teología, el H Ronald Conklin quien fue mi primer formador en la Legión, el H Frederick Keiser posteriormente compañero en la Dirección General y actualmente sacerdote en Korea y el H Thomas Gögele, hoy sacerdote en la comunidad de Viena. Fue allí, en oración frente al sagrario de Son Fe, dónde me planteé en serio seguir una vida de entrega al Señor. ¿Dónde? Para mí era evidente, no tenía ninguna duda. Él me hacía tan feliz ayudando a los demás alrededor de la familia del movimiento, que intuía que seguramente ése sería mi lugar y mi modo de vivir en plenitud.
El anuncio
Regresé a Barcelona con una ilusión desbordante. Ahora tenía que planteárselo a mis padres y a mi novia. Esperé que llegara mi padre para comer juntos. Allí, en la mesa de la cocina, les presenté mi fuerte llamado a mis padres junto con la propuesta de ir ese mismo verano al Candidatado. Los dos se sorprendieron y mi madre me ofreció sus lágrimas que no volvería a ver hasta el día de mi despedida. Ambos me pidieron tiempo para pensarlo.
Ahora me quedaba presentarle mi decisión a la chica con la que estaba saliendo. Habíamos comenzado a salir meses antes del verano, después de un largo “proceso de alineamiento de intenciones”. Es decir, yo tenía un deseo profundo de algo serio después de algunas relaciones más bien superficiales y, obviamente, algo serio era lo único que ella quería. Así que me hizo sudar hasta merecerla. Empezamos a salir “seriamente” para satisfacción personal aunque al cabo de unos meses la relación se vería afectada por la distancia que supuso mi estancia en Mallorca y mi ausencia de comunicación debida al episodio del móvil en la piscina. Así que cuando regresé, la llamé diciéndole que tenía algo importante que decirle. Ella se esperaba cualquier cosa menos que me iba al seminario. Quedamos en la parada del 72 de la calle Mandri. Estábamos los dos felices y emocionados por volvernos a ver. No hubo muchas palabras. Yo venía con el entusiasmo a flor de piel por la certeza que había nacido en mi corazón, pero ignoraba las consecuencias que mi alegría provocaba en los demás. Sin pretenderlo, había dejado a mis padres con un nudo en la garganta y ahora ella se marchaba en silencio.
La bendición de la sequía
Con estas experiencias contrastantes, mis padres resolvieron que esperara un año más para acabar el bachillerato, madurar el camino recorrido hasta el momento y la decisión de entrar al noviciado. Al inicio me costó aceptarlo, pero ahora veo que mis padres estaban en lo correcto. Mi cambio había sido más bien radical, sólo desde hacía poco más de un año y necesitaba tiempo para confirmar el llamado. De todas maneras, ese verano no se presentaba tan mal, ya que tenía previsto visitar Roma con Schola y hacer voluntariado en Londres.
El tiempo en Roma pasó intensamente, pero en estas nuevas circunstancias el voluntariado en Londres se esfumó. Yo quería aprovechar el verano para estudiar y hacer una inmersión en algún idioma extranjero. Así que, más acorde con mi naciente vocación, mis padres me propusieron pasar unas cuatro semanas antes de inicio de clases con la Comunidad del Cordero en St. Pierre, Fanjaux.
Esta comunidad religiosa se reúne cada año en unas colinas del sur de Francia donde ellos mismos construyen sus celdas, refectorio, capilla… todo. Viven de la mendicidad sin ningún tipo de sistema, ni eléctrico ni hidráulico. Era agosto de 2003, el tiempo de la gran sequía que azotó el centro de Europa, a sus ancianos y a sus cosechas. Y yo me encontré allí hablando francés y ayudándoles a construir su “pétit monastaire”. Después de dormir la primera noche en una austera celda del monasterio principal, al día siguiente me pasaron a una cabaña de madera que utilizaban como dormitorio de la comunidad. Estaba en construcción y había catres militares por camas y todavía no tenía techo. Por la sequía, eso no era ningún problema, se pronosticaba una hermosa noche de estrellas, pero esa noche, como señal profética de la bendición y la fecundidad, Dios quiso que la sequía se acabara.
Fue una experiencia esencial. Allí no había nada más que Caridad: Eucaristía y fraternidad. El Santísimo estaba expuesto constantemente pues los “hermanitos” (como les gusta llamarse) estaban en retiro. Mientras ellos se juntaban yo estudiaba, rezaba y reflexionaba y, cuando salían de retiro, les ayudaba en la construcción. Naturalmente, tocado por la radicalidad evangélica de su vida, surgió en mí la inquietud de si tal vez Dios me querría en esa comunidad. Para entonces, llegó a ese recóndito lugar un joven francés que acababa de dejar los laicos consagrados del Regnum Christi y que estaba haciendo una experiencia con los hermanitos para ver si era su lugar. Le compartí mi inquietud vocacional y él me habló muy bien de los legionarios y del movimiento y me animó muchísimo a seguir adelante. Con esta señal, para mí todo estaba resuelto. Semana tras semana yo llamaba a mi familia desde la colina más alta, único lugar donde había cobertura, con la pretensión de volver a Barcelona pero me decían que me quedara una semana más. Después de unas semanas viviendo al ritmo del sol y lavándome con un barreño, regresé preparado para vivir mi último año antes de ingresar en el noviciado.
Un año para preparar el corazón
Ese último año me permitió concluir los estudios, pero sobre todo fue especialmente provechoso en aspectos más profundos. En primer lugar, me permitió profundizar en mi relación con ese Dios que me estaba llamando con pequeños gestos y compromisos con Él. Seguí como monitor del equipo de chicos del Club y metido en el apostolado Soñar Despierto de ayuda a niños con riesgo de exclusión social.
En segundo lugar, me ayudó a madurar mi decisión. Cada ocasión en la que compartía la noticia suponía un cubo de agua fría para quien la recibía, y para mí una gran paz. Las respuestas variaban desde el instintivo “¡¿estás loco?!” hasta el formalismo del que no se entera de qué va la fiesta.
En tercer lugar, este periodo sirvió para hacerme consciente de lo que dejaba y del cambio radical que iba a vivir. Recuerdo especialmente, en una puesta de largo (celebración de la mayoría de edad) en una torre cercana a la comunidad de legionarios, que a media fiesta me subí al balcón más alto para ver las estrellas y reflexionar. Uno de mis mejores amigos subió también y estuvimos hablando sobre el cambio de vida que iba a suponerme el año próximo, ya que para entonces estaría del otro lado, “ensotanado” viviendo en silencio y recogimiento.
Llegó el 3 de septiembre de 2004, tiempo de irme al Noviciado. Antes de emprender el viaje, me citaron frente a la comunidad de legionarios. Allí aparecieron varios amigos que venían a despedirse. Comenzó a caer una tormenta muy fuerte. Después de una despedida de sentimientos encontrados, mis amigos quedaron detrás de una cortina de lluvia cobijados bajo sus paraguas. Era el momento de despedirme de mis padres. Mi padre, firme y sólido me despidió con el salmo 37: “Encomienda tus caminos al Señor, confía en Él y Él actuará”. Por su parte, la cara de mi madre, compuesta hasta el momento, se arrugó al darme el beso de despedida de una forma desconocida y me dejó en mi rostro una de sus lágrimas de regalo. Sólo entonces me percaté de la trascendencia del paso que estaba dando. Había tenido un año intenso de oración, reflexión y actividades y yo había sido aparentemente muy consciente de lo que significaba entrar en el noviciado, pero sólo en ese momento me di cuenta de lo que estaba haciendo. Me imagino que era consecuencia del deseo de mi joven corazón ilusionado.
Sacerdote de Jesucristo: “Os daré pastores según mi Corazón” (Jer 3, 15).
La llamada de Jesús “ven y sígueme” ha resonado por siglos y sigue resonando en la vida de tantos y tantas jóvenes. Es una llamada a vivir en plenitud, a vivir más cerca de Él y a configurarse con Él. Ser sacerdote no es una cuestión natural, es sobrenatural. No hay que buscar entenderlo perfectamente porque es una cuestión de Amor. Se trata de amar como como Él ama y esa forma implica, la mayoría de las veces, hacerlo sin sentido ni beneficio, al menos aparente. Se trata de ofrecer nuestras vidas como Él mismo ofreció la Suya para que los demás tengan la verdadera vida. Se trata de poner a parte los propios y miopes anhelos para atender a los deseos más profundos que Dios pone en el corazón y así llegar a decir “Señor, Tú que me has querido y me has creado, ¿qué quieres de mí?”.
Un sacerdote está en los momentos más importantes de la vida de las personas haciéndose parte de su familia. En un momento vive la alegría de unir a una pareja en matrimonio, luego siente el gozo de administrar el bautismo para después preparar a alguien para bien morir. Lo que le pasa a una persona en toda su vida, un sacerdote lo puede vivir en un solo día. Y éste es mi deseo, ser un Juan al pie de la cruz de las personas y aprender de Jesús, sostenido por María, cuál es el modelo del Amor más hermoso.
La vocación religiosa es “un llamado de Dios a un corazón que espera esa llamada consciente o inconscientemente”, dice el Papa Francisco. Desde joven he querido poner atención a estos deseos del corazón en el santuario íntimo de mi conciencia. En ellos, el Señor me va mostrando el camino en el cual vivir en plenitud los deseos más profundos de mi ser y me da los instrumentos y la gracia para realizar Su Voluntad en la sencillez de mi propia vida.
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