Alfredo Ibarra, L.C.

Me resulta difícil encontrar un momento concreto o extraordinario que caracterice mi vocación, como si fuera un flechazo de amor a primera vista. Más bien encuentro en mi historia diversos momentos muy simples, como una presencia continua, que sumados y entrelazados me han llevado a la convicción interior de ser llamado por Dios.

Como cuando un hombre quiere casarse no porque ha tenido una experiencia sorprendente de amor, sino porque ha conocido poco a poco a su novia y de ella se ha ido enamorado casi sin darse cuenta. En mi caso, ya desde muy pequeño, percibía la presencia de Dios en mi familia y en la comunidad parroquial como la presencia de un amigo de quien no se puede prescindir.

Pocos meses antes de cumplir diez años y habiendo apenas hecho la primera comunión, mi papá tuvo un accidente que por poco se cobraba su vida. Esa experiencia seguramente me llevó a hacerme preguntas profundas y a madurar antes de tiempo. El amor desinteresado y la fe con que mi mamá se ocupó de mi papá y de la familia en esos momentos difíciles, así como la cercanía de tantos familiares y amigos, fueron para mí signos ciertos del amor y la presencia de Dios. A ese Dios yo lo iba conociendo poco a poco.

El apoyo de nuestro párroco, de diversos sacerdotes amigos y de miembros de la comunidad me llevaron a interesarme más por la vida de fe y, al mismo tiempo, a darme cuenta de la labor pastoral tan hermosa que llevaban a cabo los sacerdotes. Me llevó a apreciar profundamente la vocación sacerdotal como vocación de servicio. He tenido la gracia, a lo largo de mi vida, de encontrarme con sacerdotes entregados a Dios y a su misión. La alegría con que viven su consagración a Dios y a los demás han sido siempre para mí un estímulo y, al mismo tiempo, un testimonio de la fidelidad de Dios.

Por todo ello, cuando la cuestión de la vocación se presenta en lo concreto, lo espontáneo es seguirla con sencillez como respuesta al Amor de Dios. No quiere decir que no haya momentos de duda o dificultad, pero sí que, en los momentos difíciles, la seguridad está puesta en el Amor de un Dios que nos amó primero y que nos invita vivir y predicar ese amor con nuestra vida.

El H. Alfredo Ibarra LC nació en Guadalajara, Jal., el 19 de septiembre de 1987. Vivió su infancia en Zapotlanejo, Jalisco, con sus papás y sus 6 hermanas. Conoció la Legión de Cristo gracias al testimonio del P. Enrique Flores, LC. En 1999 ingresó a la recién fundada escuela Apostólica de Guadalajara.  En 2003 se trasladó al noviciado de Monterrey en donde vivió sus dos años de noviciado y emitió sus primeros votos religiosos el 20 de septiembre de 2005.  Sucesivamente cursó tres años de estudios humanísticos en Cheshire, Estados Unidos y al terminar los mismos, comenzó sus estudios de bachillerato en filosofía en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma.  A continuación trabajó apostólicamente en el Centro Vocacional de Guadalajara por un año como formador.  Del 2011 al 2014 residió en el Noviciado de Gozzano, desde donde colaboró en la pastoral familiar y en la promoción de los centros de formación de la Legión en Italia. El 13 de septiembre de 2014 profesó sus votos perpetuos en la Basílica de San Giuliano, Gozzano, para luego regresar a Roma, al Centro de Estudios Superiores, a proseguir sus estudios cursando el bachillerato en teología. Será ordenado diácono el 1 de julio de 2017 en el Centro Vocacional de Guadalajara y sacerdote el 16 de diciembre del mismo año en la basílica de San Pablo Extramuros en Roma.

Emmanuel Montiel Martinez, LC.

Era tarde, el trabajo en el Templo de Jesrusalén no podía haber sido más arduo aquel día: limpiar los utensilios del sacrificio, acomodar los vasos sagrados, barrer las diversas entradas, dedicar un tiempo a la oración… en fin, trabajos que podía realizar un niño de apenas 7 u 8 años. Se llamaba Samuel. Samuel ayudaba en el servicio al templo bajo la dirección del profeta Elí y, a decir verdad,  se encontraba muy contento.

Pero aquella tarde, cuando todos se disponían a dormir, sucedió algo misterioso y extraordinario.

-Samuel, Samuel- El Niño corrió para saber quién le llamaba, y a la tercera ocasión que escuchó aquella voz, el anciano profeta entendió que se trataba de una llamada divina y dio al niño el más sabio de los consejos que había pronunciado hasta entonces:

-Samuel, lo que escuchas es una voz divina y a ese Señor que te llama solo se le puede responder de una manera. Cuando vuelvas a escuchar su voz le responderás: habla  Señor, que tu siervo escucha-

Dios llama cuando quiere, puede ser a una edad más reflexiva donde los planes divinos se entrecruzan con los planes personales: universidad, amigos, la posibilidad de crear una familia.  En otras ocasiones, la voz de Dios se siembra en la inocencia de un niño y sin saber cómo, de aquella semilla comienza a crecer una maravillosa obra.

Mi nombre es Emmanuel y no obstante haya pasado muchos años de formación en la vida religiosa, para mí sigue siendo un misterio cómo desde pequeño fue creciendo en mi corazón el deseo de pertenecer al Señor como su sacerdote. No podría determinar un momento, fue más bien el surgir espontáneo y misterioso de una llamada.

Soy el mayor y tengo dos hermanas. Nací en una familia sencilla donde la fe se vivía de forma espontánea, mis padres nos enseñaron a rezar y siempre se preocuparon por otorgarnos la mejor educación que estuviera a su alcance, sin escatimar muchas veces sacrificios y privaciones.

Estudié por muchos años en un colegio de religiosas, las misioneras del Sagrado Corazón de Jesus Ad Gentes, gracias a todas las religiosas aprendimos a conocer y amar al Sagrado Corazón de Jesús. Ya desde los primeros años de colegio, decía que de grande quería ser sacerdote. En parte, creo que fue por el testimonio de los padres franciscanos que se encontraban en mi ciudad que siempre estuvieron muy cerca de mi familia. También por el testimonio de la abuela, la recuerdo levantarse temprano muchas veces para ir a escuchar misa. Además de atender a sus hijos y nietos, atendía a los vecinos que se encontraban enfermos

Mis padres no contaban con las posibilidades para pasar un periodo de vacaciones, así que durante los veranos nos enviaban a cursos en un centro cultural de mi ciudad: dibujo, plastilina, acuarelas…. Y para los más grandes: música, danza y teatro… y aquí comienza una parte importante de mi vida. Al cumplir los 8 años pude participar en los cursos de música y aprendí un instrumento típico de Tlaxcala, el salterio. Desde entonces la música se convirtió -como dice el Papa Benedicto XVI- en una compañera en mi camino. Quise dedicarme al estudio de la música y del salterio. Pero justo en preparatoria conocí a los padres Legionarios de Cristo que pasaron a mi colegio para invitarnos a una convivencia vocacional. Realmente me emocionó mucho la idea, pero no a mis papás, así que tuve que esperar un año para poder asistir al cursillo de verano en la apostólica del Ajusco, en Ciudad de México.

Yo me encontré muy contento en el Centro vocacional.  Al inicio costó mucho a mi familia, sobre todo a mi papá quien tenía otros planes para mí,  pero al verme tan contento y seguro del camino que comenzaba, me otorgó todo su apoyo.

Sería muy largo contar todo este camino: noviciado, estudio de humanidades, filosofía y teología. La misión y las necesidades son muchas, en ocasiones no contamos con todos los padres y hermanos que se necesitan para servir a la Iglesia en un lugar concreto. Por ello, no obstante ya había hecho mi periodo de pastoral (prácticas apostólicas) en Roma, al terminar el primer año de teología me pidieron otro año en la pastoral de niños y jóvenes en una parroquia de Padua, Italia. Antes no había trabajado con adolescentes y fui a Padova con mucho, pero mucho miedo e inseguridades personales, pensé incluso pedir un sustituto para ese apostolado. Me sentí como narra la Sagrada Escritura hablando de Moisés, quien al ver la misión que Dios le pedía de liberar al pueblo de las manos del faraón, da muchas excusas y termina con la petición: Señor, mejor manda a otro. Pero así como Moisés, también escuché la voz de Dios que me decía: Ve! No tengas miedo, yo estoy contigo.

Y… puedo decir que ha sido el periodo más hermoso en mi vida legionaria, porque palpé la acción de Dios a través de un instrumento muy limitado y frágil. Los niños, las familias, los jóvenes respondían y se sumaban a las celebraciones, a los apostolados y encuentros. Viví un verdadero espíritu de familia con los padres que formaron mi comunidad y también con los sacerdotes diocesanos en los que encontré grandes amigos. Aprendí de todos, de los padres y de los parroquianos,  que ser sacerdote significa ser para los demás. Me costó mucho dejar Padua, pero sabía que era necesario, pues debía terminar los estudios para el sacedocio. En ese aspecto, recuerdo que una vez di una plática a los niños sobre la confesión, y al final me preguntaron si los podía confesar. Ese “todavía no puedo confesarles” fue la motivación para retomar los estudios y aprovecharlos al máximo.

Debería decir que estoy llegando al final, pero experimento la sensación de los paseos a la montaña. Justo cuando crees que estás por llegar, te das cuenta que apenas estás comenzando y que queda mucho por recorrer y aprender.

En una ocasión fui de peregrinación a Guadalupe y le pedí a María que me acompañara en este camino de don y misterio. He pasado muchos momentos felices, muy, muy felices y también no han faltado momentos de lagrimas y de oscuridad, pero en todo momento ha estado Nuestra Madre del Cielo acompañándome  como acompañó a Jesús hasta el Calvario.

Ante una misión que por su naturaleza es divina, uno no puede sino ponerse de rodillas y clamar a Jesús “Señor apártate, que soy un hombre pecador” , pero también la seguridad de escuchar de los labios del mismo Hijo de Dios “no temas, tú serás pescador de hombres, ven y sígueme”.

Actualmente la providencia divina me envía como capellán de los niños y jóvenes del Colegio Cumbre en Cancún, a decir verdad vengo con mucho ánimo, con el deseo de acompañar a esta parte del Pueblo de Dios que Él pone en mis manos. También tengo miedo, me siento como los apóstoles a quienes Jesus les pide confiar y lanzar las redes en un mar nuevo, pero con la confianza que Dios es quien lleva su obra y Él mismo la llevará a término.

El P. Emmanuel Montiel Martinez, LC., nació en Huamantla Tlaxcala, México, el 28 de octubre de 1985. Cursó un año en el seminario menor en El Centro vocacional del Ajusco (cd. de México) y después hizo su noviciado en Monterrey en los años 2002 – 2004. Estudio humanidades en Salamanca, España. Obtuvo el bachillerato y la licenciatura en filosofía con la especialización de metafísica y teología natural. Ha publicado en la cátedra Marco Arosio de Altos estudios medievales un artículo sobre el pensamiento de Santo Tomas de Aquino y San Buenaventura. En el año 2015 desarrolló su trabajo pastoral en una parroquia en Busa di Vigonza, Padua (Italia). Ha colaborado como secretario territorial de Italia y auxiliar del instituto Sacerdos del Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma. Actualmente desempeña su ministerio sacerdotal como capellán del Colegio Cumbres de Cancún, México, y como auxiliar de la sección de jóvenes de la misma ciudad.

José Manuel Reyes, L.C.

 “No me rajo”

Muchos de ellos venían de otros países y esto me llamó mucho la atención: eran misioneros. Yo también quería ser misionero. Habría que dejar Purépero…., y no sólo.

 

Hace poco más de veinte años, en una tarde cualquiera, se habría podido encontrar o jugando con mis primos; o, con toda probabilidad, fuera del negocio de uno de mis tíos gritando a todo pulmón: “No compren aquí. Todo está bien rancio. Vean lo que me vendió mi tío”. Ese tío era americanista…, ese niño quería ser sacerdote.

No puedo explicar por cuál motivo quería ser sacerdote a tan temprana edad. Mi papá es doctor y, aunque admiraba mucho su profesión, nunca pensé seriamente seguir sus pasos.

En diciembre de 1997 fui invitado por mi primo Luis Jesús a conocer el centro vocacional en el Ajusco, donde él estudiaba. De camino al centro vocacional mi tío comenzó a tomarme el pelo. Fingía imitar mi voz y decía: “Tío, tío; me quiero rajar”. Yo, por mi parte, respondía que no era así, cada vez con mayor vehemencia.

Vengo de una familia profundamente cristiana. Recibí los sacramentos regularmente y asistí a una primaria católica, dirigida por las “Hermanas de los pobres siervas del Sagrado Corazón” (sic). Mi tía abuela perteneció a esta misma congregación y antes de fallecer me dejó su Biblia personal, con dentro la foto del “padrino Manuelito”.

El padre Manuelito era un sacerdote, tío lejano de mi papá, que dejó una huella profunda en toda la familia, viviendo una vida de sencillez y generosidad. Yo no lo conocí, pero siempre me sentí muy cercano a él. Incidentalmente, mi papá se llama José Manuel, por lo que, muy a mi pesar, yo siempre he sido para mis familiares: Manuelito. Espero que ahora no me piensen llamar “Padre Manuelitito”. Hay un número limitado de diminutivos a los que estoy dispuesto a someterme.

Empecé narrando ese recuerdo porque, a pesar de que ese niño quería ser sacerdote, es importante señalar que muy pocos se lo esperaban. Les pongo un ejemplo. Unos días antes de salir para el centro vocacional, al terminar un entrenamiento de fútbol con los “Dragones”, le comenté a mis compañeros que para el fin de semana se buscaran otro jugador, porque yo me iba al seminario “a quedarme”. Meses más tarde, cuando volví a mi pueblo a visitar a mi familia, me estaban esperando a la puerta de mi casa. Lo primero que me dijeron fue que en el partido jugaron con uno menos, porque yo no me había presentado. No tardé en hacerles notar que yo les había avisado, a lo que respondieron: “Pero Manuel, ¿quién iba a creer que tú te ibas a ir al seminario?”.  Al parecer, muy pocos: mis papás, mis abuelos, y alguna que otra persona que quizá no sabía lo inquieto que yo era.

Mi vocación, como toda vocación, es un misterio. Mi vocación, como toda voación, es sobre todo un don.

De mi infancia tengo los mejores recuerdos. Tuve una infacia bendecida. Nunca me faltó con quien jugar, hacer travesuras, y disfrutar con las cosas más sencillas. Tengo muchos primos tanto por el lado de mi papá como por el de mi mamá; además, nunca me costó trabajo hacer amigos. Algunos de mis compañeros de clase en la primaria son aún de mis mejores amigos.

A los doce años salí de casa para ir al seminario. Salí con el mismo entusiasmo y la misma ilusión con la que ahora me acerco al altar. Por esto, y muchísimo más, estoy infinitamente agradecido con Dios. Estoy también infinitamente agradecido con mis papás. Quizá en ese momento no me daba cuenta de lo que a ellos les habrá costado.

Mis papás tienen un pequeño hospital en mi pueblo. Mi papá es médico ginecólogo obstetra; mi mamá lleva las finanzas, enseña a las enfermeras, en ocasiones cocina, cuida la casa…, y un largo etcétera. En una ocasión, una señora al ver mi foto en la recepción del hospital preguntó por mí. Mi mamá le explicó que era su hijo que estaba en el seminario. La señora, sin demasiados pelos en la boca (ni neuronas en la cabeza), le dijo: “Se necesita no tener corazón para dejar que un hijo se vaya de casa a los 12 años”. Mi mamá no se descompuso, simplemente contestó: “No; todo lo contrario, se necesita tener un gran corazón”.

No se metan con mi mamá…, no van a ganar.

Tengo una hermana mayor y tres hermanos menores, aunque el que me sigue, Héctor Javier, se nos adelantó desde muy pequeño al Cielo. Entre mis recuerdos más remotos está él. Yo tenía tres años cuando falleció.

Estoy también sumamente agradecido con mis hermanos que me han apoyado desde el inicio, y que a pesar de la distancia se han mantenido siempre a mi lado. Anahí, Jorge Daniel y Fernando son los mejores hermanos del mundo. De vez en cuando nos peleábamos, pero nunca tardamos en hacer las paces.

Mi camino en la Legión ha sido una gran aventura desde el inicio. Después de un año en la Ciudad de México tuve la oportunidad de trasladarme al centro vocacional de Guadalajara. Era el año de su fundación, una experiencia maravillosa. Dos años más tarde fui invitado a trasladarme de nuevo, esta vez del otro lado del oceáno, a Italia. En el futuro pasaría por Salamanca (España); Nueva York, California y Texas (E.U.A.); y cinco años en Roma.

Nací y crecí en Purépero, Michoacán. Amo mi pueblo. Hasta hace unos años los Misioneros de San Carlos tenían un noviciado en mi pueblo. Cada cierto tiempo se organizaba un juego de fútbol entre los doctores y los seminaristas. El superior era italiano y jugaba de portero. Los seminaristas ganaban siempre. Muchos de ellos venían de otros países y esto me llamó mucho la atención: eran misioneros. Yo también quería ser misionero. Habría que dejar Purépero…., y no sólo.

¿Es posible darse cuenta a los 11 años de lo que significa renunciar a tantas cosas? ¿Es posible tomar una decisión definitiva sobre la propia vida a tan corta edad? La respuesta no es tan obvia como parece. En primer lugar hay que tomar en cuenta que la vocación es un don de Dios; es una llamada que espera una respuesta libre. Dios puede llamar a cualquier edad, y nuestra capacidad de responder con generosidad a veces nos sorprende a nosotros mismos.

También es verdad, y esa también es mi experiencia, que hay momentos en el camino vocacional en los que el Señor nos invita a profundizar en nuestro llamado, a releer nuestra historia, y a reafirmar con mayor madurez y conciencia nuestro sí incondicional. A veces son los golpes de la vida, a veces nuestros errores; en ocasiones es la llamada dulce del Señor que nos invita a una mayor generosidad.

En septiembre de 2003, después de ocho días de oración, recibí la sotana legionaria y comencé el noviciado. El noviciado es la experiencia fundante de mi vocación. Fue un período de crecimiento espiritual y humano muy importante, que cimentó las bases de mi perseverancia en los momentos difíciles que habrían de llegar. Así, por ejemplo, cuando en febrero de 2009, descubrimos los terribles hechos de la vida de nuestro fundador, no puse jamás en duda la autenticidad de mi vocación. Fui a la capilla y le dije a Jesús: “Yo te estoy siguiendo a Ti, sólo a Ti. Si aquí me quieres, aquí te sigo”.

No soy un héroe, ni un santo. Soy conciente de mis limitaciones. Soy conciente, sobre todo, de la fuerza del Señor que me sostiene. Por eso voy con confianza hacia el altar. Me siento acompañado por el apoyo y las oraciones de tantas personas que he encontrado en el camino. Como san Pablo: “Todo lo puedo en aquel que me conforta” (Fil 4, 13). Por su fuerza puedo decir: “No, tío; no me rajo”.

El P. José Manuel Reyes López, L.C. nació en Purépero Mich., el 17 de agosto de 1986. Ingresó al centro vocacional del Ajusco en 1998. Un año después se trasladó a Guadalajara donde fue miembro del grupo fundacional del centro vocacional. En agosto de 2001 fue enviado a Gozzano (Italia), para continuar sus estudios en el centro vocacional. Recibió la sotana legionaria en Roma en septiembre de 2005 e ingresó al noviciado de Gozzano. Emitió su primera profesión en Roma dos años más tarde. Cursó estudios de Humanidades en Salamanca, España. Estudió el bachillerato en filosofía en Thornwood, NY. Colaboró como formador en el centro vocacional de Colfax, California. Posteriormente, fungió como Instructor de formación en The Highlands School en Dallas, TX. Ahí mismo, el 17 de septiembre de 2011, emitió su profesión perpetua. Desde el año 2012 se encuentra en Roma donde cursó la licencia en filosofía y el bachillerato en teología.

Manuel Cervantes, L.C.

Tesoros de la memoria

En oración veo que mi vida, con todo lo positivo y negativo, ha servido de tejido a Dios para formar con amor infinito todo lo que soy. Cuando parece que ya he comprendido todo resulta que siempre hay algo más. «Dios hace nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5). Sigo descubriendo más “tesoros de la memoria”…

Eran las diez de la noche de un día de noviembre de 2005. Me encontraba frente a un cuadro de la Virgen de Guadalupe negándome a entrar en la capilla. Finalmente bajé la guardia. Salió desde lo más profundo de mí: “basta, ya no te voy a pedir que le digas a tu Hijo que no me llame… sólo te suplico que me des las fuerzas para considerar esta opción”. Después de varias semanas luchando por negar la posibilidad de un llamado me daba por vencido. Jesús era mi amigo desde que tenía uso de razón. Jesús, además de amigo, también era quien me había dado la vida. Mi familia, mi salud, mis amigos… todo lo había recibido gratuitamente de él. Acompañado por María, abría mi corazón.

Viajar en la memoria al pasado suele traer muchas sorpresas. Para todo cristiano mirar hacia atrás con fe es contemplar la mano de Dios siempre presente en nuestras vidas. Me acerco a recibir el inmenso don del sacerdocio después de 11 años en el seminario y 33 de preparación: mi vida entera. En oración veo que mi vida, con todo lo positivo y negativo, ha servido de tejido a Dios para formar con amor infinito todo lo que soy. Cuando parece que ya he comprendido todo resulta que siempre hay algo más. «Dios hace nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5). Sigo descubriendo más “tesoros de la memoria”, como los llama el Papa Francisco, que me hacen entender mejor el porqué del presente y me llenan de confianza para caminar con paso firme hacia el futuro. Les comparto algunos de esos “tesoros” de ese don y misterio que es mi vocación. Tesoros que son muestras del amor misericordioso de Dios con el hombre en cada momento de la vida.

¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha dado? (Sal 116, 12)

«Antes de plasmarte en el seno materno, te conocí» (Jer 1, 5). No dejan de sorprenderme tantas muestras del Amor de Dios con la familia que me ha regalado. Soy el menor de tres hijos y el único varón. Mamá y papá siempre nos transmitieron una fe sencilla pero profunda. Con todas sus debilidades e imperfecciones, y en los momentos alegres y tristes, la familia siempre me brindó un ambiente sereno para crecer y madurar de modo muy natural.

Quizás por ser el menor siempre quise ser (o más bien sentirme) muy independiente. Hoy cuando veo a un niño con esas actitudes me da mucha risa. Sé que en la adolescencia esto habrá causado preocupaciones a mis papás. Aun así, agradezco que siempre fueran muy respetuosos con mis espacios y con mi libertad. Sabían abordar los temas en los momentos adecuados, y había cosas que sólo se afrontaban con uno o con otro por separado. Mamá y papá han sido los grandes pilares de mi vida: siempre he contado con su amor y apoyo incondicionales. Del mismo modo, mis hermanas mayores han sido un gran ejemplo desde que nací. Nunca olvidaré su cariño y cuidado durante la enfermedad grave de papá que nos mantuvo por un tiempo separados de nuestros padres. Sigo descubriendo la mano de Dios sosteniéndonos mutuamente en cada momento. Sólo en familia se sabe lo deudores que somos unos con otros.

No supe responder

Creo que siempre fui una persona bastante normal en el entorno que vivía. Mi vida giraba entre la familia, el colegio, los amigos y el deporte. Desde preescolar estudié en un colegio llevado por los legionarios. A pesar de que la figura sacerdotal más natural para mí eran ellos, nunca sentí deseos o atracción por ser legionario. Apreciaba su amistad y formación pero hasta ahí.

A unos meses de terminar la primaria un buen amigo del colegio me dijo que al concluir el curso se iría al seminario menor de los Legionarios de Cristo. Después de que me explicó lo que iba a hacer, le pregunté: “¿y por qué te vas a ir?”. Lo único que me respondió fue: “porque Dios me llama, Dios lo quiere”.

Esa noche en mi casa me pregunté qué significaría eso de “Dios me llama”. ¿Cómo sabe que Dios lo llama o que Dios lo quiere? Yo sabía lo que mis papás querían, lo que yo quería. Y lo que yo quería definitivamente no era ser sacerdote. De inmediato surgió la pregunta: “¿Y si a ti Dios te llamara?”. Curiosamente, no supe responder.

Desde muy pequeño tenía claro que Jesús había dado su vida por mí en la cruz. Sabía que era mi gran amigo y que también era Dios. Era el mismo Jesús que me perdonaba a través del sacerdote y que recibía en la comunión durante la Misa. Aquél que me había dado una familia, un techo, y todo lo que era y tenía. Teniendo esto en mente, la pregunta sobre el llamado no podía ser respondida tan a la ligera. La pregunta simplemente quedó sembrada en mi corazón.

Compartir el evangelio: puente para la fe

Cuando estaba en quinto de primaria, mis papás fueron invitados a las misiones de Semana Santa. La experiencia fue tan positiva que la repetimos los años siguientes. Visitar en familia casa por casa y aprender de tanta gente compartiendo el Evangelio, se volvió una experiencia muy fuerte que, hasta muchos años después, descubrí la huella profunda que dejó en mi interior. ¡Cuánto aprendí en esas vivencias! Encontrar hombres, mujeres y niños que, con tan poco, vivían tan felices rompía muchos de mis esquemas sobre lo que significaba vivir. He descubierto en ello la primera parte del puente por el que mi fe se mantuvo activa. Todavía hoy, en familia, recordamos con una sonrisa algunos rostros y nombres de las personas que conocimos esos años.

La adolescencia llegó de repente y de golpe me sentía muy grande. Formé parte del ECYD y participaba en muchas actividades que allí se organizaban. De modo muy natural, seguí cultivando mi amistad con Jesús, aunque no faltaron periodos en que me alejé por completo de la formación. El iniciar la preparatoria en otro lugar me ayudó a valorar la educación que había recibido en el colegio. Como todos, tuve experiencias que se han vuelto esenciales para conocerme a mí mismo, comprender mejor la vida de los jóvenes y entender las especiales dificultades que uno pasa para mantenerse firme en la fe. Siempre disfruté al máximo de todas las oportunidades para convivir con mi familia y amigos.

Al acercarse la Semana Santa del primer año de preparatoria, se me presentaron distintas opciones. Me animé con un grupo de amigos a participar en Juventud Misionera. Esta vez ya no estaba mi mamá guiando las visitas de casas. Ahora íbamos “de dos en dos”, visitando y tratando de compartir con la gente el significado de los días santos. Ante los deseos naturales de “librarme” de cualquier atadura, el dar y recibir en la Semana Santa solidificó mis convicciones. Definitivamente la oportunidad de compartir mi vida en las misiones fue el medio que Dios usó de puente para sostener mi propia fe, en las etapas antes y después de la adolescencia y primera juventud.  Jesús entraba nuevamente con fuerza en mi corazón para que nunca dudara de su compañía en todos los momentos y ocasiones que habría de afrontar.

Preparando el terreno

Poco a poco, casi sin darme cuenta, empecé a implicarme en el Movimiento Regnum Christi. Agradezco mucho a Dios y a mis formadores que siempre hubiera mucha libertad. Acudía normalmente a los encuentros de formación y casi siempre fui de misiones en Navidad y Semana Santa. Recuerdo haber asistido a algunos retiros en el seminario de los legionarios en mi ciudad y cuando veía de lejos a los seminaristas me parecían muy extraños. Respetaba el valor de dar su vida en el sacerdocio pero definitivamente no lo consideraba algo para mí.

En 2003 ingresé en la universidad, con más claridad sobre mi proyección personal. Además, gradualmente iba tomando más en serio mi vida en el Movimiento. Al iniciar el segundo año se me presentaron dos horizontes a corto y mediano plazo: terminar mis estudios fuera del país y eventualmente dar un año de mi vida como colaborador en el Regnum Christi.

Sin poder explicar bien cómo, al terminar la Semana Santa de 2005, Jesús acomodó todo para que invirtiera el orden de “mis” planes: primero daría un año y luego terminaría mis estudios.

Vuelve la pregunta

Nos encontrábamos los futuros colaboradores comiendo unas pizzas en casa de un amigo. El padre que nos acompañaba hizo un comentario insignificante sobre la bendición de los alimentos que hacen los sacerdotes. De repente me entró como un flechazo rarísimo. Recuerdo que fui directamente al baño y frente al espejo encendí un cigarro y me dije: “no estás pensando lo que estás pensando…”. Con gran fuerza me vino el pensamiento que quizás yo debía ser sacerdote. Recordé aquella pregunta sin respuesta sobre la llamada de Dios en la adolescencia. ¿Por qué ahí, por qué de ese modo? No lo sé. Quizás yo necesitaba ese estilo de alerta, como un cubetazo de agua helada. Durante dos días no pude quitarme ese extraño pensamiento de la mente, hasta que decidí “congelarlo”. Sabía que, si era algo serio, tendría todo un año para pensarlo bien. No podía, ni quería, desaprovechar mis últimas semanas con mis amigos.

Sucedió todo tan de prisa que cuando menos imaginé ya estaba volando hacia Italia, mi destino como colaborador. Se me acumulaban varias cosas y yo seguía construyendo por varios lados lo que haría después de este año. No quería que se me salieran los planes de mis manos y me urgía aprovechar que seguía la idea “congelada” sin hacer ruido. Apenas dos semanas después de mi llegada y de estar en la nueva cultura me volvió el flechazo y esta vez con más fuerza. “No puede ser, ¿qué me está pasando?”, me dije.

Paradoja

San Juan Pablo II cuando compartía su historia vocacional comenzaba diciendo que las palabras humanas no son capaces de abarcar la magnitud del misterio que el sacerdocio tiene en sí mismo. He reflexionado mucho sobre lo que sucedió en esas semanas siguientes, que me parecieron eternas. Era claro que no eran inventos míos, y por lo tanto vi solamente dos salidas al dilema: me regreso a México y continúo con mis planes; o afronto esto y resuelvo todo de raíz. Tenía clarísimo que tenía que quedarme y resolverlo. Fue así que me puse a pedir como nunca en oración, diciéndole a Dios: “te lo ofrezco todo menos el sacerdocio”. Gran paradoja e insensatez: “te doy todo excepto mi vida”.

Después de un mes de lucha interior se dio el episodio que narré al comenzar el testimonio. En esas circunstancias sólo alguien podía salirme al encuentro y darme luz: María. Su cuidado maternal me hizo confiar y abrir mi corazón, como ella lo hizo durante su vida. A Dios siempre le ha bastado un pequeño “sí” libre y con fe. Un “sí” que muchas veces es débil y temeroso. Un “sí” que en la misericordia de Dios es suficiente para derramar las gracias que necesitamos e iluminar los ojos del corazón para el camino a seguir. En los tesoros de la memoria se encuentran todos esos “sí” de nuestra vida que muchas veces surgen después de muchos “no”.

A partir de entonces comenzó la aventura hacia el sacerdocio.  En estos años de preparación Dios continuó cautivando mi corazón y ayudándome a crecer en el amor. Gracias a él soy inmensamente feliz a pesar de mi pecado y debilidad. Ciertamente no todo ha sido ni será fácil. Con todo, conservo la certeza de que el Padre nunca me dejará sólo, me amará siempre como un hijo suyo y seguirá sorprendiéndome con nuevos tesoros. Él no se cansa de esperarnos con los brazos abiertos para demostrarnos, en la fe, que todo entra dentro de su Providencia. «Su misericordia dura por siempre»(cf. Sal 136). A esa misericordia me abandono para poder así servir mejor a la Iglesia, al Movimiento y a todos los hombres.

El P. Manuel Cervantes, L.C. nació en Monterrey, Nuevo León, el 19 de julio de 1984. Fue alumno del Instituto Irlandés de Monterrey. Se incorporó al ECYD en 5º de primaria y en 2º de preparatoria al Regnum Christi. Fue colaborador un año en Padua, Italia. En 2006 ingresó al noviciado de Gozzano, Italia, donde emitió su primera profesión religiosa en septiembre de 2008. Cursó un año de estudios humanísticos en Connecticut, EU. Estudió el bachillerato en filosofía en Nueva York, en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum. Trabajó tres años como asistente de novicios en Monterrey. Regresó a Roma para realizar sus estudios de teología en 2014 y el 9 de julio de 2016 emitió su profesión perpetua. Actualmente colabora en la pastoral juvenil en el sur de la Ciudad de México.

Andrew Tarleton, L.C.

The Story of a Vocation

“But the LORD said to me, “Do not say, ‘I am a youth,’ Because everywhere I send you, you shall go, And all that I command you, you shall speak.” (Jer 1:7)

It has been 17 years, 11 months, and 13 days since I left my home in southern Louisiana to follow the call. It’s been a long journey. There have been moments of unforgettable joy when God allowed me to see myself clearly as an instrument of His grace, and there have been moments of difficulty that seemed impossible to overcome. But now looking back, I would not change a thing. Every moment, whether overflowing with joy or overwhelming in difficulty, has been beautiful. Every step has been worth it. St. Paul teaches that, “all things work together for good for those who love God.” (Rom 8:28)

The Best Imperfect Family

The greatest gift that God ever gave me were my parents. I grew up in a family that was far from perfect. News flash: there are no perfect families. But my family was a family in which love flourished alongside human imperfection. I think that is the greatest lesson to learn in a family: persevere in love despite human weakness and imperfection. I have an incredible older brother, now a father of three, and a brilliant little sister who will finish med school within a year’s time. We had clear priorities in my household: God, family, school, and LSU football—generally in that order. Though when Bama came to town on a Saturday, football might jump to first place for one night.

We are cradle Catholics. My parents worked very hard to send us to parochial schools for which I am very grateful. I always did well in school. We used to ride those traditional yellow buses to and from school every day. We were the first to be picked up in the morning and the last to be dropped off in the afternoon. My goal as a student was to finish all my homework on the bus-ride home to play video games the moment I stepped through the door of our modest home. I also tried out all types of sports: baseball, soccer, basketball, track, and football. I must admit that I wasn’t particularly good at any of them. Many times I would not finish the season because I did not have the required discipline. The exception was football, which I especially loved. I played two full seasons and learned a lot about dedication and hard work on the practice field during those long hot Louisiana afternoons. Approaching the last years of elementary school, the question of high school was becoming an issue. There were a few options in my hometown, but I was sure of one thing: when I finished eighth grade I was going to a coed high school despite any protests on the part of my mother. Going to a high school without girls was out of the question. But all that was about to change.

Hearing and Following the Call

I will never forget the first time I met a Legionary of Christ: sharp, dynamic, and passionate about what he did. I was invited on a retreat by some relatives. I do not remember much about that first retreat, but I began to see my faith and relationship with God in a different light. I joined the Legionary youth group (called ECyD). We met about once a week to study the faith, pray, and have fun. We had other activities as well like awesome summer camps. We even went to see Pope John Paul II on one of his trips to the US. Little by little, my relationship with God was growing. This went on for about a year or two. Then one spring the youth group organized a trip to the high school seminary (Immaculate Conception Apostolic School). I was not really thinking about being a priest to be honest. But I loved all the activities we did with the Legionaries. So of course this one would be no different. Going on that retreat would change my life forever.

While I am a proud southerner, I have to admit that New England has a beauty all its own. Among that beauty is snow. We traveled to the high school seminary in New Hampshire in early April and there was still snow on the ground. But the most beautiful thing that happened in that little school nestled in the White Mountains had nothing to do with its natural beauty.

From the first moment I stepped foot in the high school seminary, I felt something special. There were no visions, no miraculous conversions, no out of body experiences. I encountered guys who were young, enthusiastic, and happy. It was shocking to me that these guys didn’t have anything that I thought was necessary for happiness. They did not go to parties, they did not play video games, and, most importantly they went to school without girls. And yet they were happier than I was. I said to myself I don’t know what they have, but I want it. These guys were giving God the first chance in their lives and I wanted to do the same thing. I did not tell anyone at the school, but in my heart I knew I would be back.

I arrived home several days later and I told my mother I wanted to be a priest, I wanted to be a Legionary of Christ, and I wanted to go to high school seminary in New Hampshire. My mother very lovingly told me that if I wanted to be a priest that was wonderful—but I had to wait until I was eighteen. Looking back now it is what any sensible mother would have told their twelve your old son. But sometimes the most sensible course of action is not necessarily the best course of action. My mother probably thought it was a phase. Sometimes kids want to be a policeman, then an astronaut, then a priest… This phase would pass like all the rest. Only it didn’t. Every day for two months I would go to mom and tell her that God was calling me to be a priest and I wanted to go to school in New Hampshire. She would pat me on the head and tell me to wait till I was older, and probably think to herself when was this going to end.

After a month or two of this I finally told a Legionary priest that I wanted to go to the high school seminary. I told him that my parents were more than skeptical about the endeavor. He told me that if my parents did not give me permission than I could not attend. But he also agreed that he would come to speak to my parents. A few days later he came to visit my family. So we sat down to have dinner but nobody was speaking about the vocation. So I looked at Father and said, “Isn’t there something important that we should be speaking about here.” But my mom made it very clear that this conversation was going to be had when I was not present. After dinner my parents sent my brother, sister, and me to our rooms so that they could have a serious conversation with father about their son moving to New Hampshire to the High School seminary.

The good priest did his best to explain how the high school seminary is a place for young people discerning their call to the priesthood while at the same time they are always free to leave. My mom was not really on board with the scenario. She had obvious misgivings about distance, age, etc. So she looked over at my dad and said, “What do you think about this.” My dad was not really enthusiastic about the idea either. But he said something very wise, “Ten years from now when my son could be on the wrong path, which can happen to any kid, I don’t want to look back and regret not allowing my son to pursue a religious vocation when he wanted to.” The resistance was beginning to cede. They decided to let me go for the summer and try it out. But they thought I would die of culture shock and be back by summer’s end.

So we began preparation for the summer program. I wrote essays, we bought the prescribed number of khaki pants and white polo shirts, and lastly a plane ticket. The night before I left for New Hampshire my mom came into my room as she always did to pray and kiss me good night. And she found me crying in my bed. She thought to herself that this was her opportunity to talk me out this. After months of being dead set on leaving home to follow the vocation maybe I was finally starting to waver. So she asked me what was wrong and told me that I could stay home if I didn’t want to leave. I just looked up at her with the sincerity of a twelve year old and said, “I’m not crying because I don’t want to leave, I’m crying because I know that this is what God is calling me to do, but it is so hard for you to let me go.” It was there that my mom realized for the first time that this was something special.

The next day I was on an airplane from the gulf coasts of Louisiana to the White Mountains of New Hampshire. Adapting to a military-like boarding school was not easy. Waking up early, daily mass and prayer, and most difficult of all separation from family are not small sacrifices. There were perks too: hiking in the mountains, swimming in the crystal clear lakes of New Hampshire, canoe wars, trips to Boston. But despite the difficulties, I was happy. All the while I was growing in my desire to give my life to God as a priest.

By the end of the summer, I decided to stay for the school year. At summer’s end all the guys go home for several days. Afterward, if they personally want to attend the school, are accepted by the school, and receive permission from their parents, they return for the school year. I told my mom over the phone that I wanted to attend for the school year. She told me that they we had a round-trip ticket for the summer and could not buy another ticket to return for the academic year. She suggested that I wait a year and go back the following summer to try it out. I told her that I did not want to wait another year and that if we could not buy another plane ticket then I would not be returning on the round trip ticket back to Louisiana. I would be staying. And stay I did. My parents made the greatest leap of faith ever and allowed me to stay. I will forever be grateful to them for making the ultimate sacrifice of offering their son to God to be His priest. Without their generosity I would not be where I am today. Today my parents say they would not have changed a thing.

Seeing God’s Hand on the Journey

That was nearly eighteen years ago. A lot has happened in that time. While there has been continuity from that first ‘yes’ made so many years ago, it has been a ‘yes’ put to the test many times. It is a decision that I have had to freely renew each day. To pretend everything has been sunshine and rainbows does not give justice to the sacrifice of giving one’s life nor to the constancy of God’s grace. It’s in the pain and difficulty that God’s grace truly shines and where love is truly forged. I would like to share three of those difficult moments which have been pivotal in my vocational journey and the lessons that they taught me.

God’s Plan for You is Bigger than Your Problems

The first lesson came 10 years after entering the Apostolic School during a particularly difficult moment in my vocation. My congregation was going through a crisis that caused me to question the meaning of my own consecration to God. It was like the moment of crisis in a marriage where the honeymoon is long over, difficulties come, and you forget why you got married in the first place. When I was struggling with this, I received other terrible news. My brother had entered treatment for addiction. After a month of treatment, the program offers a week for families to participate and help their family member in their process of healing. My whole family went. During that week, there was one moment that I will never forget. Part of the healing process of the patients is that they meet in a group together with all the family members. In that meeting each patient must tell each family member all things that they need to do and change in order to help the patient progress in their journey toward sobriety. My brother and I loved each other. We were generally on friendly terms, but I had always been far away following my vocation. I was sure he had a list of petitions and complaints concerning my physical absence—rightfully so. So when we sat down face to face I was ready for the worst. He looked at me and said very calmly. “I only want to ask you one thing: that you stay exactly the way you are. Never change”. We hugged. We cried. And I remembered the meaning of my consecration to God. Not only did my consecration to God have meaning, it meant something to the people I love the most. I went to support my brother in his darkest hour and he ended up helping me in my darkest hour. Today my brother has been sober for many years, is a college graduate, and is married with three kids. Lesson: God’s plan for your life is bigger than your problems.

True Happiness Is Found in Self-Giving

Two years later I received my first pastoral assignment: youth work in a school in Chile. I was excited. I always wanted to go out of the country. I arrived ready to take on the world. There were a few problems though. First, I did not speak Spanish. Second, I had no idea how to navigate the intricacies of a huge school. Needless to say it was not what I expected. I felt useless and far away from everything. One day the frustration overtook me. I looked for some place to be alone and let it all out. I went to the small chapel in the house where I lived. But I did not want anyone to walk in on me so I went to the sacristy and stepped outside into the night. I walked along the wall of the chapel sat down on the ground and hung my head. I ended up directly on the other side of the tabernacle. I prayed and I told God I did not think I could keep this up. In that moment God filled my heart with the certainty that He would give me the strength and that I needed to throw myself into serving others the best I could. After that raw moment of prayer I was filled with peace. I gave myself completely to pastoral work in the school the best I could. Youth work, retreats, spiritual direction, being chaplain to the sports team, English classes…whatever was needed by the school where I was called to serve, I was there. My four years in Chile turned out to be the best four years of my formation. Now I love Chile. Lesson: True happiness is found in self-giving.

No One Can Love You Like God Loves You

Toward the end of formation there is a very important moment: the profession of perpetual vows of poverty, chastity, and obedience. These are like marriage vows: “till death do us part”. It was an event for which I had been preparing for a long time. I had discerned, and I had sought advice from those who I trusted. So I wrote my letter asking to be admitted. A month or two later I received an acceptance letter. I was elated. As the day approached, I was ready—or at least I thought I was. I was happy with the decision. But the night before the big day I was lying in bed and began to question whether or not I was good enough. I wondered if with all my sins and weaknesses if I could live up to the expectations of the world, the Church, of God. Maybe there was some woman out there who would love me for who I was with all my weaknesses and imperfections without the seemingly inaccessible expectations. In that moment God spoke to my heart in a very profound way. He made it clear that even if there were some incredible woman out there that loved completely the way I was, that He already loved me that way and infinitely more. The next morning I professed perpetual vows of poverty, chastity, and obedience. Lesson: No one can love you like God loves you

He Takes Nothing Away and Gives You everything

I have shared this story many times in various forms. It’s a special story. But my fear is that people read this story and think “what an awesome story, look at what that guy did.” If there is one thing I want people to get it out of this story is that I am not some amazing guy that did some amazing thing. I was the most normal guy and it was God who did something amazing through me. I hope my story helps people to realize that God can do incredible things in their life too—if they let Him. Sometimes we think that if we let God into our lives we are going to lose something that makes life happy, beautiful, and fulfilling. We are afraid that that He may take something away. I give my story as a gift to see that nothing could be further from the truth. And I repeat together with Benedict XVI: “Do not be afraid of Christ! He takes nothing away, and gives you everything. When we give ourselves to Him we receive a hundredfold in return. Yes, open wide the doors to Christ – and you will find true life. Amen.”

Miguel Subirachs, L.C.

Hacerme cargo de los deseos de mi corazón

Desde pequeño tenía el deseo de ser misionero. Me llamaba especialmente la atención cuando venían voluntarios o misioneros al colegio y explicaban sus experiencias. Tenía la gran ilusión de hacer algo por los demás. Creo que es un sueño juvenil común. La transparencia e ingenuidad de ese periodo permite que aparezcan con facilidad los deseos más profundos del ser humano. Con los años, estos anhelos juveniles se convierten en un reto. El reto de, por una parte, madurarlos y progresar, y por otra, verificarlos y seguir vibrando por ellos, sin caer en el cinismo esterilizante de observarlos con distancia y decir “eso son cosas de jóvenes”.

Este testimonio no pretende ser exhaustivo. Recoge más bien las principales anécdotas que me hicieron tomar la decisión de abrazar la vida religiosa en la Legión de Cristo. Dejo para el encuentro y la conversación personal tantas otras experiencias profundas, amistades claves y luchas fecundas. Entre ellos, los 13 años de formación hacia el sacerdocio en el que el encuentro inmerecido y asiduo con Jesús se ha hecho Presencia patente en mi propia vida. Presencia fiel que me hace y me va llevando calladamente a la decisión de toda una existencia. Presencia amante que a pesar de la conciencia de la propia incapacidad me propone a mí mismo como prenda de verificación. Éste es el drama del camino que abarca toda la existencia y en la que toma significado y valor personal la jaculatoria: Jesús, ¡en Ti confío!

La tierra buena

Tuve la gracia de crecer en una familia católica unida, siendo el tercero de mis hermanos. De mi padre asimilé la capacidad de compromiso y la seriedad, así como una profunda fe. De mi madre, la fortaleza y la sensibilidad espiritual y por las necesidades de los demás. De mis hermanos y de mis primos aprendí la autonomía pues como son bastante mayores a mí, siempre tuve que arreglármelas por mi cuenta. Fui adorador nocturno en el Tibidabo y, como familia, crecimos en el movimiento Schola Cordis Iesu. Sin embargo, mi generación no era muy numerosa y no logramos formar un grupo consistente. Esto influyó en que, a partir de la adolescencia, no lograra integrar bien mi fe con mi vida. Viví no pocas contrariedades que me situaban inmerso tanto en experiencias alejadas de Dios como en la búsqueda de un lugar que me ayudara a sostener mejor mi fe.

En las manos de María

En un viaje a Portugal, pasamos por el santuario de Fátima. Allí, Miguel, uno de mis mejores amigos comenzó a rezar el rosario de rodillas por el caminito de mármol que conduce a la Capelina de la Virgen. Yo estaba “flipando” por su osadía y me reí de él. Le desafié a que, si lo concluía, yo haría lo mismo. Para mi sorpresa, él lo concluyó, pero como ya era de noche regresamos al hotel y nos quedamos hablando hasta tarde. Al día siguiente, fui a cumplir mi palabra. Me desperté de madrugada y fui a rezar el rosario de rodillas. Al terminar el caminito que lleva directo frente a la Virgen de Fátima, le pedí a Ella ayuda. Hice una oración de corazón pidiéndole una luz, suplicándole que, si todo aquello era cierto, me mostrase el camino.

Al mes, este mismo amigo con el que fui a Fátima, me llamó para proponerme ser monitor en el Club Puigmal (ECYD) de los legionarios de Cristo. Miguel y yo nos conocíamos desde pequeños gracias a que nuestros padres son de Schola Cordis Iesu. De hecho, desde niños me invitaba a participar en el club, pero ésta era la primera vez que lo hacía con algo concreto. El P. José G. Sentandreu, que era el director en ese momento, me entrevistó con gran respeto y unas semanas después me encargó el equipo de 5º de primaria.

La experiencia de la entrega

En verano del 2003 hice el programa de colaborador del ECYD en Mallorca. Durante los primeros días tuvimos unas jornadas de capacitación.  Recuerdo que estando distraído, con una mano fumando y con la otra hablando por teléfono, uno de los colaboradores me lanzó a la piscina. Instintivamente salvé el cigarro y el paquete de tabaco apenas comenzado y, con la otra mano, me apoyé en el fondo de la piscina. Cuando me di cuenta de que en la mano sumergida tenía el móvil, reaccioné levantándolo y metiendo la otra con el tabaco en el agua. En un instante, me había quedado sin el vicio y sin la comunicación para el resto de días de colaborador.

Durante esos días, experimenté una gran felicidad en la entrega a los demás conviviendo con los demás monitores y los legionarios que dirigían el campamento: el P Ignacio José González quien ha sido mi formador en la última etapa de Teología, el H Ronald Conklin quien fue mi primer formador en la Legión, el H Frederick Keiser posteriormente compañero en la Dirección General y actualmente sacerdote en Korea y el H Thomas Gögele, hoy sacerdote en la comunidad de Viena. Fue allí, en oración frente al sagrario de Son Fe, dónde me planteé en serio seguir una vida de entrega al Señor. ¿Dónde? Para mí era evidente, no tenía ninguna duda. Él me hacía tan feliz ayudando a los demás alrededor de la familia del movimiento, que intuía que seguramente ése sería mi lugar y mi modo de vivir en plenitud.

El anuncio

Regresé a Barcelona con una ilusión desbordante. Ahora tenía que planteárselo a mis padres y a mi novia. Esperé que llegara mi padre para comer juntos. Allí, en la mesa de la cocina, les presenté mi fuerte llamado a mis padres junto con la propuesta de ir ese mismo verano al Candidatado. Los dos se sorprendieron y mi madre me ofreció sus lágrimas que no volvería a ver hasta el día de mi despedida. Ambos me pidieron tiempo para pensarlo.

Ahora me quedaba presentarle mi decisión a la chica con la que estaba saliendo. Habíamos comenzado a salir meses antes del verano, después de un largo “proceso de alineamiento de intenciones”. Es decir, yo tenía un deseo profundo de algo serio después de algunas relaciones más bien superficiales y, obviamente, algo serio era lo único que ella quería. Así que me hizo sudar hasta merecerla. Empezamos a salir “seriamente” para satisfacción personal aunque al cabo de unos meses la relación se vería afectada por la distancia que supuso mi estancia en Mallorca y mi ausencia de comunicación debida al episodio del móvil en la piscina. Así que cuando regresé, la llamé diciéndole que tenía algo importante que decirle. Ella se esperaba cualquier cosa menos que me iba al seminario. Quedamos en la parada del 72 de la calle Mandri. Estábamos los dos felices y emocionados por volvernos a ver. No hubo muchas palabras. Yo venía con el entusiasmo a flor de piel por la certeza que había nacido en mi corazón, pero ignoraba las consecuencias que mi alegría provocaba en los demás. Sin pretenderlo, había dejado a mis padres con un nudo en la garganta y ahora ella se marchaba en silencio.

La bendición de la sequía

Con estas experiencias contrastantes, mis padres resolvieron que esperara un año más para acabar el bachillerato, madurar el camino recorrido hasta el momento y la decisión de entrar al noviciado. Al inicio me costó aceptarlo, pero ahora veo que mis padres estaban en lo correcto. Mi cambio había sido más bien radical, sólo desde hacía poco más de un año y necesitaba tiempo para confirmar el llamado. De todas maneras, ese verano no se presentaba tan mal, ya que tenía previsto visitar Roma con Schola y hacer voluntariado en Londres.

El tiempo en Roma pasó intensamente, pero en estas nuevas circunstancias el voluntariado en Londres se esfumó. Yo quería aprovechar el verano para estudiar y hacer una inmersión en algún idioma extranjero. Así que, más acorde con mi naciente vocación, mis padres me propusieron pasar unas cuatro semanas antes de inicio de clases con la Comunidad del Cordero en St. Pierre, Fanjaux.

Esta comunidad religiosa se reúne cada año en unas colinas del sur de Francia donde ellos mismos construyen sus celdas, refectorio, capilla… todo. Viven de la mendicidad sin ningún tipo de sistema, ni eléctrico ni hidráulico. Era agosto de 2003, el tiempo de la gran sequía que azotó el centro de Europa, a sus ancianos y a sus cosechas.  Y yo me encontré allí hablando francés y ayudándoles a construir su “pétit monastaire”. Después de dormir la primera noche en una austera celda del monasterio principal, al día siguiente me pasaron a una cabaña de madera que utilizaban como dormitorio de la comunidad. Estaba en construcción y había catres militares por camas y todavía no tenía techo. Por la sequía, eso no era ningún problema, se pronosticaba una hermosa noche de estrellas, pero esa noche, como señal profética de la bendición y la fecundidad, Dios quiso que la sequía se acabara.

Fue una experiencia esencial. Allí no había nada más que Caridad: Eucaristía y fraternidad. El Santísimo estaba expuesto constantemente pues los “hermanitos” (como les gusta llamarse) estaban en retiro. Mientras ellos se juntaban yo estudiaba, rezaba y reflexionaba y, cuando salían de retiro, les ayudaba en la construcción. Naturalmente, tocado por la radicalidad evangélica de su vida, surgió en mí la inquietud de si tal vez Dios me querría en esa comunidad. Para entonces, llegó a ese recóndito lugar un joven francés que acababa de dejar los laicos consagrados del Regnum Christi y que estaba haciendo una experiencia con los hermanitos para ver si era su lugar. Le compartí mi inquietud vocacional y él me habló muy bien de los legionarios y del movimiento y me animó muchísimo a seguir adelante. Con esta señal, para mí todo estaba resuelto. Semana tras semana yo llamaba a mi familia desde la colina más alta, único lugar donde había cobertura, con la pretensión de volver a Barcelona pero me decían que me quedara una semana más. Después de unas semanas viviendo al ritmo del sol y lavándome con un barreño, regresé preparado para vivir mi último año antes de ingresar en el noviciado.

Un año para preparar el corazón

Ese último año me permitió concluir los estudios, pero sobre todo fue especialmente provechoso en aspectos más profundos. En primer lugar, me permitió profundizar en mi relación con ese Dios que me estaba llamando con pequeños gestos y compromisos con Él. Seguí como monitor del equipo de chicos del Club y metido en el apostolado Soñar Despierto de ayuda a niños con riesgo de exclusión social.

En segundo lugar, me ayudó a madurar mi decisión. Cada ocasión en la que compartía la noticia suponía un cubo de agua fría para quien la recibía, y para mí una gran paz. Las respuestas variaban desde el instintivo “¡¿estás loco?!” hasta el formalismo del que no se entera de qué va la fiesta.

En tercer lugar, este periodo sirvió para hacerme consciente de lo que dejaba y del cambio radical que iba a vivir. Recuerdo especialmente, en una puesta de largo (celebración de la mayoría de edad) en una torre cercana a la comunidad de legionarios, que a media fiesta me subí al balcón más alto para ver las estrellas y reflexionar. Uno de mis mejores amigos subió también y estuvimos hablando sobre el cambio de vida que iba a suponerme el año próximo, ya que para entonces estaría del otro lado, “ensotanado” viviendo en silencio y recogimiento.

Llegó el 3 de septiembre de 2004, tiempo de irme al Noviciado. Antes de emprender el viaje, me citaron frente a la comunidad de legionarios. Allí aparecieron varios amigos que venían a despedirse. Comenzó a caer una tormenta muy fuerte. Después de una despedida de sentimientos encontrados, mis amigos quedaron detrás de una cortina de lluvia cobijados bajo sus paraguas. Era el momento de despedirme de mis padres. Mi padre, firme y sólido me despidió con el salmo 37: “Encomienda tus caminos al Señor, confía en Él y Él actuará”. Por su parte, la cara de mi madre, compuesta hasta el momento, se arrugó al darme el beso de despedida de una forma desconocida y me dejó en mi rostro una de sus lágrimas de regalo. Sólo entonces me percaté de la trascendencia del paso que estaba dando. Había tenido un año intenso de oración, reflexión y actividades y yo había sido aparentemente muy consciente de lo que significaba entrar en el noviciado, pero sólo en ese momento me di cuenta de lo que estaba haciendo. Me imagino que era consecuencia del deseo de mi joven corazón ilusionado.

Sacerdote de Jesucristo: “Os daré pastores según mi Corazón” (Jer 3, 15).

La llamada de Jesús “ven y sígueme” ha resonado por siglos y sigue resonando en la vida de tantos y tantas jóvenes. Es una llamada a vivir en plenitud, a vivir más cerca de Él y a configurarse con Él. Ser sacerdote no es una cuestión natural, es sobrenatural. No hay que buscar entenderlo perfectamente porque es una cuestión de Amor. Se trata de amar como como Él ama y esa forma implica, la mayoría de las veces, hacerlo sin sentido ni beneficio, al menos aparente. Se trata de ofrecer nuestras vidas como Él mismo ofreció la Suya para que los demás tengan la verdadera vida. Se trata de poner a parte los propios y miopes anhelos para atender a los deseos más profundos que Dios pone en el corazón y así llegar a decir “Señor, Tú que me has querido y me has creado, ¿qué quieres de mí?”.

Un sacerdote está en los momentos más importantes de la vida de las personas haciéndose parte de su familia. En un momento vive la alegría de unir a una pareja en matrimonio, luego siente el gozo de administrar el bautismo para después preparar a alguien para bien morir. Lo que le pasa a una persona en toda su vida, un sacerdote lo puede vivir en un solo día. Y éste es mi deseo, ser un Juan al pie de la cruz de las personas y aprender de Jesús, sostenido por María, cuál es el modelo del Amor más hermoso.

La vocación religiosa es “un llamado de Dios a un corazón que espera esa llamada consciente o inconscientemente”, dice el Papa Francisco. Desde joven he querido poner atención a estos deseos del corazón en el santuario íntimo de mi conciencia. En ellos, el Señor me va mostrando el camino en el cual vivir en plenitud los deseos más profundos de mi ser y me da los instrumentos y la gracia para realizar Su Voluntad en la sencillez de mi propia vida.

El P. Miguel Subirachs nació en Barcelona el 13 de abril de 1986. Es el hijo menor de tres hermanos. Fue miembro del ECYD y del Regnum Christi en su ciudad. En el 2004 ingresó al noviciado en Salamanca dónde profesó sus primeros votos en 2006. Estudió humanidades clásicas y después inició los estudios de filosofía en Roma como miembro de la Dirección General. Hizo sus prácticas apostólicas en la pastoral juvenil de los centros educativos en Guadalajara, México, y en Barcelona. Allí hizo su profesión perpetua el 30 de julio de 2012. De regreso a Roma, se licenció en filosofía y se graduó en teología en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum. Durante este último periodo ha hecho una stage en Estados Unidos acompañando a los jóvenes que quieren entrar a la Legión y un máster en psicopedagogía.