Si dejas a Dios escribir la historia de tu vida, no te vas a arrepentir
Me sentí traicionado y confundido. Esta confusión duró finalmente unos cuatro años, durante los cuales me di cuenta de que la parte más importante de la vocación es el amor a Jesucristo. Yo pensaba que Cristo necesitaba mis manos y mis esfuerzos en el apostolado y no consideraba que Él quiere ser, sobre todo, el número uno de mi corazón.
Soy el menor de los cuatro hijos y con mis hermanos hemos sido monaguillos desde que yo tenía cuatro años. A decir verdad, la idea del sacerdocio me vino muy temprano. Un día, cuándo estábamos volviendo de la escuela, mi hermano mayor me preguntó: “¿Qué quieres hacer cuando seas grande?” Yo tenía siete años y él once. Sin pensar mucho le respondí que quería ser un sacristán, pero inmediatamente después se me ocurrió, “y ¿por qué no, de una vez, el sacerdote?” Luego llegamos a casa y todo siguió igual. Un año después vino a nuestro colegio una periodista y nos hizo la misma pregunta: “¿niños, qué quieren hacer cuando sean grandes?” Yo, entonces, con ocho años, respondí que quería ser o sacerdote, obispo o un monje. Al día siguiente la maestra leyó las respuestas en voz alta y cuando leí mi respuesta todos se burlaron y yo, avergonzado, me escondí bajo la mesa. Después de esa experiencia respondí con más cuidado a esta pregunta obligatoria. El deseo de ser sacerdote permaneció en mí hasta que tenía once años; luego quería ser maestro en un colegio, cantante famoso, médico… En el año 2001 empezaron a suceder varias cosas. En agosto, participé en unos ejercicios espirituales con los Salesianos y durante la confesión me volvió el deseo de ser sacerdote, y desde entonces se quedó. Luego, en nuestra parroquia hubo un cursillo sobre la iniciación cristiana y durante este cursillo sentí que Dios me amaba a mí; fue una experiencia personal y sensible que se ha repetido muchas veces. Mientras estaba yendo a ese cursillo, un amigo me preguntó si no quería ir a Italia en las vacaciones del otoño. Ni tenía pasaporte, ni sabría por qué ir, pero me gustaba la idea de conocer Italia. En ese viaje vi por primera vez a un legionario de Cristo, el P. Michael Duffy. Los días pasaron muy rápido y volvimos a casa. Esa experiencia de Gozzanno, Italia, me dejó una buena impresión, pero nada más por el momento. El siguiente año se organizó el viaje por segunda vez. Poco después comenzamos a reunirnos una vez a la semana y yo estaba feliz de pertenecer a ese grupo con personas de mi edad. En 2003, con catorce años, empecé a ser responsable del grupo de los más jóvenes.
Para mí, el sacerdocio y nuestros grupos del ECYD eran dos mundos paralelos. Sí, quería ser sacerdote, pero hasta entonces nunca se me había ocurrido ser legionario. Tenía contacto frecuente y muy bueno con los jesuitas y tal vez pensaba en ser jesuita. Finalmente, la experiencia del apostolado, es decir, de compartir la propia fe en diversos ámbitos, es lo que me hizo crecer en el tiempo cuando varios de mis amigos se alejaron de los sacramentos, de la Iglesia y de Dios. Yo sentía la responsabilidad por mi equipo y por ellos procuraba rezar y ser fiel al sacramento de la penitencia.
En el verano de 2005, antes empezar el último curso en la preparatoria, fui con un amigo durante dos semanas al Noviciado que los legionarios de Cristo tenían en Bad Münstereifel, Alemania, para ver eso de la vocación. Fueron dos semanas bonitas durante las cuales decidí que quería ser sacerdote religioso porque quería vivir en la comunidad. Pero, el ambiente del noviciado me ha dejado la impresión de que no quería volver ahí; creo que era sobre todo por el silencio, por las horas de oración y el ritmo de la vida con el que acabábamos muy cansados al final del día. Volví a mi casa y le dije a mis papás que quería ser sacerdote religioso. Antes no lo habíamos tratado explícitamente. En este momento, mi mamá, con lágrimas en los ojos, me dijo que antes de haber nacido yo, ella, en su oración, le dijo al Señor que si yo nacía sano, me podía tomar para su servicio. Mis papás me apoyaron en todo, sin condición alguna. De hecho, siempre me confirmaron, que cualquiera fuera mi decisión, las puertas la tenía siempre abiertas. Ahora bien, solo quedaba un detalle, es decir, habría que ver dónde y con quién iniciaba mi camino de discernimiento vocacional. Mi criterio era el siguiente: la Providencia ya me estaba preparando y entonces habría que escoger entre aquellos entre quienes ya tenía algún contacto, es decir, los jesuitas, los legionarios y los salesianos. En esos meses, los dos mundos del sacerdocio y el Regnum Christi se empezaron a encontrar en mi vida. Mi segundo criterio de decisión era que hay que dar unos pasos concretos y el Señor ya me mostrará si ese es el camino. Con esto en mente, escribí en mi diario, el 12 de diciembre, que quería ser legionario. El hecho de que era el día de la Virgen de Guadalupe lo vine a saber un año después en el noviciado. Como he dicho antes, creo que el elemento importante en mi decisión fue la experiencia del apostolado. Durante los meses que transcurrieron entre esa decisión hubo varias señales que me orientaron a pensar que el camino iba por allí y, entonces, me armé de valor y el 10 de julio 2006 salí rumbo al candidatado, que es el periodo de discernimiento previo al Noviciado. A decir verdad, en mi casa saqué todas las cosas de mi cuarto, como que no pensaba en la opción de que durante el candidatado podría discernir que ese no era mi camino. Durante las primeras semanas para mí todo era muy claro. Mirando hacia atrás, con la distancia de los años, reconozco que era poco consciente de lo que estaba haciendo. Estaba bajo una especie de “anestesia espiritual”, que tal vez era necesaria para que tuviera la fuerza de dejarlo todo: mi país, mi familia, mis amigos, mi cultura, mi pequeño universo.
En el Noviciado la “anestesia” estaba perdiendo fuerza y me estaba dando cuenta de las consecuencias de mi decisión y entró la crisis, que luego se profundizó con el escándalo del fundador. Me sentí traicionado y confundido. Esta confusión duró unos cuatro años, durante los cuales me di cuenta que la parte más importante de la vocación es el amor a Jesucristo. Yo pensaba que Cristo necesitaba mis manos y mis esfuerzos en el apostolado y no consideraba que quiere ser, sobre todo, el número uno de mi corazón. Era un periodo difícil de mucha confusión, pues no tenía una respuesta clara a la pregunta de por qué seguir siendo legionario. Para mí, este periodo es un misterio de cómo la gracia de Dios nos lleva adelante con una violencia suave.
Después de las prácticas apostólicas, llegué a Roma con el deseo de concluir el proceso del discernimiento. El momento importante fue durante los ejercicios espirituales de mes. Allí pedí a la Madre del buen consejo para que me ayudara a tomar una decisión según la voluntad de Dios y también me llegó una pregunta que me ayudó a decidirme. En el penúltimo día de los ejercicios, es decir después de 29 días de oración y reflexión, en un momento después de haber corrido unos cinco kilómetros sentí una voz interior, que me preguntó: “¿Quieres construirte tú mismo tu felicidad o quieres recibirla de mí?” Con todo lo sucedido durante los ejercicios, entendí, que la Providencia me invitaba a seguir por el camino de la vocación sacerdotal y religiosa en la Legión y que allí me está ya regalando y me va a regalar, por los caminos que Él conoce, la felicidad. Luego pasaron dos años de estudio, de oración y trabajo pastoral con los jóvenes en Bratislava. El día de mi ordenación diaconal, mi padrino me regaló un icono, que pude ver con detalle sólo el día siguiente y con una gran impresión, que es difícil poner en palabras, me di cuenta de que era el icono de la Madre del buen consejo. Para mí fue la confirmación de que estaba en el camino que Dios ha pensado para mí. En fin, los senderos del Señor non son siempre muy claros y rectos, pero seguirlo me ha dado una plenitud profunda y quiero concluir diciendo a todos los que han leído estas líneas, que si dejas a Dios escribir la historia de tu vida, no te vas a arrepentir.