“Busca la paz y corre tras ella” (Sal 34,15)
Hay momentos en la vida que te marcan de tal manera que se puede hablar de un antes y un después. La experiencia de conocer que Cristo está vivo y que tiene una relación personal conmigo fue uno de esos momentos.
Tengo que confesar que nunca quise ser sacerdote. Cuando de pequeño soñaba sobre mi futuro esta opción simplemente no existía. No tenía muy claro qué quería hacer, lo único que parecía evidente era que no podía estudiar medicina. La sangre me superaba, así que me vi como arquitecto o quizá ingeniero.
Soy el menor de dos hermanos, de padres españoles que tuvieron que emigrar en la época de la post-guerra. En ese entonces, los años cincuenta, Venezuela era un paraíso de oportunidades. Recibí la fe de mi familia y si bien no éramos especialmente fervorosos o activos en la evangelización, existía un sustrato de fe que marcó mi infancia y juventud. Recuerdo una oportunidad en que estaban operando a mi papá de una hernia discal. Mi mamá nos reunió y rezamos juntos el rosario por el éxito de la operación. Estos gestos sencillos fueron dejando huella y sin darme cuenta recibí la devoción a María de manos de mi mamá.
Estudié con los salesianos de quienes guardo gratos recuerdos, grandes amistades y una experiencia de Dios que acompañó de modo natural mi infancia. El paso de los años me llevó, sin ser consciente, a un progresivo alejamiento de Dios. Entraban nuevas perspectivas y deseos en el horizonte de un joven de catorce años: tener nuevas experiencias, disfrutar de la vida, viajar, salir con los amigos, enamorarse, ganar dinero. Recuerdo que para poder graduarme el colegio exigía un determinado número de horas de labor social que había que cumplir. Es así que un amigo me invitó de misiones durante semana santa para cumplir las horas necesarias. Digamos que no era el plan más atractivo, cuando todos solían ir en esas fechas a la Isla de Margarita a pasar vacaciones. Sin embargo, el plan era acompañar a las niñas del Cristo Rey en las misiones, por lo que el resultado -horas de labor social cumplidas más nuevas amistades- tampoco era tan malo. Dios se valió de estas cosas humanas para recordarme que Él seguía ahí, presente en mi vida, a pesar de que ya no me acordaba de Él. Durante la celebración de la Cena del Señor en jueves santo y la adoración eucarística de esa noche tuve una fuerte experiencia de Dios. Salí de esa pequeña capilla improvisada en un pueblo perdido en el Delta del Amacuro a las 2:00 am viendo las estrellas, con la certeza de que Dios estaba a mi lado y con una intuición de que el camino de la felicidad estaba junto a Dios.
Llegué a Caracas con el corazón encendido, pero al no tener un grupo donde dar seguimiento a esas experiencias, poco a poco fue volviendo a quedar todo en el olvido. Llegó el momento de la graduación y finalmente decidí estudiar economía con los jesuitas en Caracas, que a la sazón era la escuela de economía más importante del país. Realmente no era algo que me apasionara, pero me dejé llevar más por la posibilidad de tener éxito y construir un futuro con oportunidades. Por otra parte en esos años los conflictos sociales y políticos en Venezuela comenzaban a aumentar cada vez más y chocaba el contraste entre la realidad del país y mi proyección en busca de bienestar y éxito.
Durante mi primer año de universidad comencé a entablar una fuerte amistad con exalumnos del Instituto Cumbres de Caracas. Me llamaba mucho la atención el deseo que tenían por imprimir un cambio en la sociedad, dedicando tiempo de sus vidas al servicio de los demás. Por otra parte eran sumamente normales y cuando se trataba de una fiesta eran los primeros en estar ahí. Es así como comencé a frecuentar el Regnum Christi, lo que significó para mí desempolvar la fe que había recibido y sobre todo un reencuentro maduro con Cristo. Redescubrir su presencia viva marcó profundamente mi corazón y comenzó un deseo creciente por conocerlo y seguirlo. Cristo sacaba lo mejor de mí; tenía siempre algo que decirme para ser un mejor hijo, un mejor hermano, un mejor estudiante, un mejor cristiano. En esos años las experiencias de misiones tuvieron un impacto grande; se incrementaba en mí el deseo de la oración y los compromisos del Reino no eran un check list sino una necesidad vital.
Me acercaba al final de la carrera y tenía sin embargo una creciente insatisfacción. En esos momentos conseguí un trabajo a medio tiempo en una casa de bolsa de productos agrícolas que combinaba con los estudios universitarios. Me proyectaba en ese ámbito laboral y no encontraba ninguna satisfacción, además muchas preguntas existenciales cruzaban mi mente: ¿Qué sentido tiene trabajar cuarenta o cincuenta años si al final no tiene repercusión en la vida eterna? ¿Qué sentido tiene el éxito, el bienestar, el disfrutar la vida? Todo eso a la luz de Cristo y de la vida eterna parecía completamente accidental. Se desencadenó así un proceso en mi interior que no sabía bien como gestionar. Me costaba mucho sacar adelante los estudios y cualquier tipo de actividad porque los fundamentos sobre los que había construido mi vida estaban colapsando.
Un día salí de un examen de comercio internacional, fastidiado, sin ganas de hablar con nadie y tomé el metro para regresar a mi casa. Era tal la lucha interior que traía que al parecer era evidente exteriormente. Una señora se me acercó y me preguntó si era estudiante. A continuación me dijo: “busca la paz y síguela”. Justo en ese momento llegamos a la estación siguiente y la señora salió del vagón. Quedé muy impactado y lo tomé como una clara respuesta de Dios. Fue una gran consolación en medio de las dificultades y de la falta de claridad que tenía.
De vez en cuando solía reunirme con los amigos del colegio para ponernos al día, pues estudiábamos en universidades diversas. Cenando una noche con uno de ellos sentí una impotencia tremenda al constatar que el tesoro más grande que tenía yo en esos momentos, mi relación con Cristo, no significaba nada para él. De vuelta a mi casa, manejando, con todo esto en mi interior, surgió de la nada el siguiente pensamiento: “Si fueras sacerdote podrías hacer algo por los que no conocen a Cristo”. Mi reacción inmediata fue de rechazo y me dije a mí mismo que me estaba volviendo loco. Esto no hizo sino incrementar la lucha que llevaba dentro. Pasaron varios meses hasta que finalmente me desahogué con un amigo de la universidad y con mi director espiritual.
Decidí darle la oportunidad a Dios ante la claridad y la fuerza de su llamada. Dejé en el aire el último año que me quedaba en la universidad pues percibía que si Dios me estaba llamando, tenía que dar ese paso con toda mi confianza puesta en Él. Esperar para tener la certeza humana del título universitario en el bolsillo “por si las cosas no funcionaban” parecía lo más sensato a nivel humano, pero chocaba con la radicalidad del seguimiento de Cristo que veía en el Evangelio: “Sígueme. Él se levantó y le siguió” (Mt 9,9).
Estos once años en la Legión han sido una bendición. Dios se ha pasado de bueno, si bien no ha sido fácil la entrega. Cuando estaba a punto de entrar en el noviciado, un amigo me dijo: “estudiaste el colegio con los salesianos, la universidad con los jesuitas, ¿cómo es que entras con los legionarios?”. La verdad es que los caminos de Dios son misteriosos. Guardo con gratitud lo recibido por tantas personas, pero Dios quiso llamarme a través de la espiritualidad y el carisma del Regnum Christi. De mis primeros contactos con sacerdotes legionarios me impactó el celo apostólico; el deseo de generar un cambio en la sociedad a través de un encuentro personal con Cristo. Nuestra historia como familia carismática ha estado marcada por la cruz en estos últimos años. El dolor y la oscuridad han tocado nuestros corazones y hemos vivido momentos muy difíciles. La compañía y la guía de la Iglesia han sido determinantes por lo que guardo un profundo agradecimiento por todas las lecciones y el aprendizaje que hemos recibido en medio de nuestros errores institucionales.
Cuando era novicio en Salamanca, un hermano al que había compartido mi historia vocacional me dijo saliendo de misa: “¿Escuchó el salmo que rezamos hoy?” En mi despiste de novicio dije que sí pero no entendía que tenía de especial. Me dijo entonces: “Lo que le dijo la señora en el metro, ¡es Palabra de Dios!”. Efectivamente se trataba del Salmo 34 que reza: “Busca la paz y corre tras ella”. La paz es un don muy especial. Es el principal mensaje de Cristo Resucitado. No se trata de una ausencia de dificultades o de problemas, que siempre están a la orden del día, sino de algo mucho más profundo. Se trata de la certeza que Cristo está vivo y que voy caminando hacia Él con la seguridad en su misericordia y su perdón. Por tanto, como dice san Pablo en su carta a los romanos: “si confiesas con tu boca: «Jesús es Señor» y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, te salvarás” (Rm 10,9). Doy gracias desde lo más profundo de mi corazón a María que ha estado siempre a mi lado durante estos años por su cuidado y protección maternal y pongo mi sacerdocio en sus manos para que haga de mí un instrumento en manos de su Hijo. ¡Totus tuus María!