Serendipity
“Lo esencial es invisible para los ojos, sólo se puede ver bien con el corazón”
Yo no tenía que haber nacido… Mis padres llevaban 15 lentos años sin poder tener hijos y el tiempo se le iba a mi madre, hasta que, por la intercesión de San Nicolás de Bari, por fin llegó mi hermana mayor. Nació guapísima, pero la alegría llevaba una espinita… A mi madre le descubrieron un tumor en el útero y le tuvieron que extirpar media matriz. Todo hacía francamente difícil otra concepción; sin embargo, Dios quiso sorprender tres años después con un embarazo gemelar algo especial. Digo “especial” porque mi hermano y yo somos “gemelos idénticos”, lo cual significa que uno de los dos no estaba previsto en los planes humanos. De uno sólo hemos nacido dos, literalmente. Suena bien, pero mi madre tenía 45 años, media matriz y un embarazo gemelar suponía un riesgo fuerte para los tres… de hecho nacimos prematuros, con 26 semanas (seis y medio meses). Lo lógico era no nacer, mis padres pedían un hijo sano como máximo, y nacimos dos…
“Serendipia” es un suceso especial, algo que sólo sucede a la gente que arriesga, que lucha por alcanzar algo, que se pone en camino y, por estar en camino, descubre algo mayor de aquello que buscaba.
A los 12 años dejé mi casa. Mi hermano gemelo quería ir al seminario y yo le acompañé pensando que sólo sería un verano… Yo no quería ser sacerdote. Tenía los mismos sueños que cualquier chico de mi edad: buscaba sólo divertirme, tener nuevas experiencias; pero descubrí algo mayor.
Han pasado muchos años desde el momento que acepté la posibilidad del llamado de Dios en mi vida. Yo era entonces un adolescente y aquel “sí” ha tenido que madurar, crecer conmigo. Siempre ha sido sumamente fuerte la motivación de dar la vida por quienes quiero. Pensando en mis amigos, familiares y sobre todo en la niña que me gustaba, veía que tenía la opción de pasar una vida a su lado, luchar por hacerla feliz unos 10, 30, máximo 80 años; o luchar por ganarle la eternidad y tenerle para siempre. Se trataba de cambiar unos años juntos, por la eternidad junto a todos aquellos a quienes quiero. Suena bonito y parece generoso, sin embargo, un día caminando por las calles de Roma, yendo de Piazza Navona a Sant’Andrea della Valle, íbamos hablando un poco de esto y una amiga me preguntó si yo creía que Dios me pedía comprarle la felicidad de las personas que quería a cambio de la mía… La pregunta fue una especie de bomba atómica espiritual por todas sus consecuencias para mi vida. Dios me hacía ver que no me quería como “carnada” para la felicidad de otros, sino que buscaba mi felicidad.
No estaba acostumbrado a poner mi felicidad en primer lugar y revivieron en mí grandes sueños: formar una familia, realizarme, ir cumpliendo metas… quedando en entredicho que mi lugar fuese el sacerdocio. Fue un tiempo lento, de mucha confusión, donde no dejaba de pedir a Dios: “Indícame el camino”, “muéstrame tu rostro”, “tengo sed de ti”… El tiempo pasaba y Dios parecía no responder, sólo se repetía en mi interior un estribillo: “a donde tú vayas, yo iré contigo”. Me hacía sentir infinitamente libre, respetado, querido; parecía no importarle a Dios si dejaba la vida religiosa, el sacerdocio, etc., estaría ahí siempre conmigo. Sin darme cuenta, me estaba pasando lo que en la novela “Bianca come il latte, rossa come il sangue” de Alessandro D’Avenia… soñaba con alguien que se iba, cuando tenía la respuesta a mi lado. Había una persona que sutilmente había estado ahí esperando sin imponerse, dispuesta a morir por mí felicidad de modo incondicional.
En ese periodo diversas cosas me habían llevado a meditar continuamente las palabras de Cristo «nadie tiene mayor amor que aquel del que da la vida por los amigos» (Jn 15, 13), hasta experimentar que la felicidad profunda sólo puede venir de sentirse amados así, o sea: incondicionalmente. Fui comprendiendo que esa era justo mi historia. Repasaba mi vida y veía que mi historia no eran sólo unos años, unos sucesos o unos lugares, sino todo esto cargado de significado por el tiempo pasado junto a un amigo. Cualquier cosa cobraba valor asociada a un sencillo momento a su lado. Era como cuando vuelves después de mucho tiempo a visitar un lugar en el que has vivido y recuerdas: Aquí estuve con tal, ahí pasó aquello, este era mi lugar preferido… En pocas palabras fui percibiendo que lo maravilloso de mi historia era la presencia de Dios en mi vida. Él era el pozo que buscaba en el desierto, como aquel del pasaje de “El Principito”: «Aquella agua era algo más que un alimento. Había nacido del caminar bajo las estrellas, del canto de la roldana, del esfuerzo de mis brazos». Su compañía no era un ingrediente para mi felicidad, sino toda mi felicidad. Tal vez me había acostumbrado, pero sólo Dios explicaba mi vida y sólo por él tenía sentido. Me había “domesticado”. Podría haber infinidad de “rosas”, pero lo que hacía más importante a mi “rosa” era el tiempo que yo había perdido con ella… mejor dicho, el tiempo que él había perdido conmigo. Mi vida es feliz gracias a ese amor que está dispuesto a morir por el sueño de quien ama. Si dejase de haber en el mundo personas dispuestas a dar la vida por los amigos, mi historia y la del mundo se volverían una farsa y un triste sinsentido… Mi llamada ha sido así de sencilla, sin efectos especiales, simplemente ponerse en camino y descubrir que Jesús, desde la cruz, me ofrecía la oportunidad, si yo aceptaba, de perpetuar este amor con el sacerdocio, de revivir cada día el memorial del amor que alimenta mi vida y la del mundo; y estar ahí para cuando haya que decir en su nombre “yo te perdono” pues este amor no te dejará de amar jamás.
Impone mucho lo que significa ser sacerdote para vosotros, por eso hago mío lo que San Agustín decía a sus fieles: “Si me asusta lo que soy para vosotros, también me consuela lo que soy con vosotros”. Un millón de gracias a mis padres, familiares, amigos, formadores, compañeros, alumnos y personas que hacen tan especial mi vida.