Era tarde, el trabajo en el Templo de Jesrusalén no podía haber sido más arduo aquel día: limpiar los utensilios del sacrificio, acomodar los vasos sagrados, barrer las diversas entradas, dedicar un tiempo a la oración… en fin, trabajos que podía realizar un niño de apenas 7 u 8 años. Se llamaba Samuel. Samuel ayudaba en el servicio al templo bajo la dirección del profeta Elí y, a decir verdad, se encontraba muy contento.
Pero aquella tarde, cuando todos se disponían a dormir, sucedió algo misterioso y extraordinario.
-Samuel, Samuel- El Niño corrió para saber quién le llamaba, y a la tercera ocasión que escuchó aquella voz, el anciano profeta entendió que se trataba de una llamada divina y dio al niño el más sabio de los consejos que había pronunciado hasta entonces:
-Samuel, lo que escuchas es una voz divina y a ese Señor que te llama solo se le puede responder de una manera. Cuando vuelvas a escuchar su voz le responderás: habla, Señor, que tu siervo escucha.
Dios llama cuando quiere, puede ser a una edad más reflexiva donde los planes divinos se entrecruzan con los planes personales: universidad, amigos, la posibilidad de crear una familia. En otras ocasiones, la voz de Dios se siembra en la inocencia de un niño y sin saber cómo, de aquella semilla comienza a crecer una maravillosa obra.
Mi nombre es Emmanuel y no obstante haya pasado muchos años de formación en la vida religiosa, para mí sigue siendo un misterio cómo desde pequeño fue creciendo en mi corazón el deseo de pertenecer al Señor como su sacerdote. No podría determinar un momento, fue más bien el surgir espontáneo y misterioso de una llamada.
Soy el mayor y tengo dos hermanas. Nací en una familia sencilla donde la fe se vivía de forma espontánea, mis padres nos enseñaron a rezar y siempre se preocuparon por otorgarnos la mejor educación que estuviera a su alcance, sin escatimar muchas veces sacrificios y privaciones.
Estudié por muchos años en un colegio de religiosas, las misioneras del Sagrado Corazón de Jesus Ad Gentes. Gracias a todas las religiosas aprendimos a conocer y amar al Sagrado Corazón de Jesús. Ya desde los primeros años de colegio, decía que de grande quería ser sacerdote. En parte, creo que fue por el testimonio de los padres franciscanos que se encontraban en mi ciudad que siempre estuvieron muy cerca de mi familia. También por el testimonio de la abuela, la recuerdo levantarse temprano muchas veces para ir a escuchar misa. Además de atender a sus hijos y nietos, atendía a los vecinos que se encontraban enfermos.
Mis padres no contaban con las posibilidades para pasar un periodo de vacaciones, así que durante los veranos nos enviaban a cursos en un centro cultural de mi ciudad: dibujo, plastilina, acuarelas…. Y para los más grandes: música, danza y teatro… y aquí comienza una parte importante de mi vida. Al cumplir los 8 años pude participar en los cursos de música y aprendí un instrumento típico de Tlaxcala, el salterio. Desde entonces la música se convirtió -como dice el Papa Benedicto XVI- en una compañera en mi camino. Quise dedicarme al estudio de la música y del salterio. Pero justo en preparatoria conocí a los padres Legionarios de Cristo que pasaron a mi colegio para invitarnos a una convivencia vocacional. Realmente me emocionó mucho la idea, pero no a mis papás, así que tuve que esperar un año para poder asistir al cursillo de verano en la apostólica del Ajusco, en Ciudad de México.
Yo me encontré muy contento en el Centro vocacional. Al inicio costó mucho a mi familia, sobre todo a mi papá quien tenía otros planes para mí, pero al verme tan contento y seguro del camino que comenzaba, me otorgó todo su apoyo.
Sería muy largo contar todo este camino: noviciado, estudio de humanidades, filosofía y teología. La misión y las necesidades son muchas, en ocasiones no contamos con todos los padres y hermanos que se necesitan para servir a la Iglesia en un lugar concreto. Por ello, no obstante ya había hecho mi periodo de pastoral (prácticas apostólicas) en Roma, al terminar el primer año de teología me pidieron otro año en la pastoral de niños y jóvenes en una parroquia de Padua, Italia. Antes no había trabajado con adolescentes y fui a Padova con mucho, pero mucho miedo e inseguridades personales, pensé incluso pedir un sustituto para ese apostolado. Me sentí como narra la Sagrada Escritura hablando de Moisés, quien al ver la misión que Dios le pedía de liberar al pueblo de las manos del faraón, da muchas excusas y termina con la petición: Señor, mejor manda a otro. Pero así como Moisés, también escuché la voz de Dios que me decía: ¡Ve! No tengas miedo, yo estoy contigo.
Y… puedo decir que ha sido el periodo más hermoso en mi vida legionaria, porque palpé la acción de Dios a través de un instrumento muy limitado y frágil. Los niños, las familias, los jóvenes respondían y se sumaban a las celebraciones, a los apostolados y encuentros. Viví un verdadero espíritu de familia con los padres que formaron mi comunidad y también con los sacerdotes diocesanos en los que encontré grandes amigos. Aprendí de todos, de los padres y de los parroquianos, que ser sacerdote significa ser para los demás. Me costó mucho dejar Padua, pero sabía que era necesario, pues debía terminar los estudios para el sacedocio. En ese aspecto, recuerdo que una vez di una plática a los niños sobre la confesión, y al final me preguntaron si los podía confesar. Ese “todavía no puedo confesarles” fue la motivación para retomar los estudios y aprovecharlos al máximo.
Debería decir que estoy llegando al final, pero experimento la sensación de los paseos a la montaña. Justo cuando crees que estás por llegar, te das cuenta que apenas estás comenzando y que queda mucho por recorrer y aprender.
En una ocasión fui de peregrinación a Guadalupe y le pedí a María que me acompañara en este camino de don y misterio. He pasado muchos momentos felices, muy, muy felices y también no han faltado momentos de lagrimas y de oscuridad, pero en todo momento ha estado Nuestra Madre del Cielo acompañándome, como acompañó a Jesús hasta el Calvario.
Ante una misión que por su naturaleza es divina, uno no puede sino ponerse de rodillas y clamar a Jesús “Señor apártate, que soy un hombre pecador” , pero también la seguridad de escuchar de los labios del mismo Hijo de Dios “no temas, tú serás pescador de hombres, ven y sígueme”.
Actualmente la providencia divina me envía como capellán de los niños y jóvenes del Colegio Cumbre en Cancún. A decir verdad, vengo con mucho ánimo, con el deseo de acompañar a esta parte del Pueblo de Dios que Él pone en mis manos. También tengo miedo, me siento como los apóstoles a quienes Jesús les pide confiar y lanzar las redes en un mar nuevo, pero con la confianza que Dios es quien lleva su obra y Él mismo la llevará a término.