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Andrés Orellana, L.C.

Dios es fiel

Yo no tengo ningún familiar sacerdote, ni quise desde siempre, ni tampoco en la familia veíamos la posibilidad de ser sacerdote como algo normal. Para nada. Lo único que recuerdo, cuando era muy pequeño, es haber escuchado a una tía decir que mi abuela decía que tenía cara de obispo español, pero que a mí me gustaban demasiado las mujeres para ser sacerdote (porque siempre bailaba con mis primas de chiquito en las fiestas de la familia).

Hay momentos en los que Dios te permite ver tu vida con una mayor claridad, y te das cuenta que nada es casualidad, sino que hasta los detalles más pequeños de tu vida forman parte de un plan divino que busca su gloria y tu felicidad, respetando siempre tu libertad y aumentándola. Es así. Dios nos guía a lo largo de toda nuestra vida, en cada momento y en miles de formas. Sin embargo, hay algunos momentos clave, esos puntos en el camino donde se toman las grandes decisiones. Yo puedo reconocer dos de ellos.

El primero fue en sexto grado. Estaba en Oaklawn Academy, un colegio internado llevado por los Legionarios en Estados Unidos, donde pasé un excelente año de mi vida. Nunca había pensado en serio en ser sacerdote.  Había una tiendita en el colegio donde vendían diferentes cosas, entre ellas algunos libros. Recuerdo que nos dijeron que leyéramos la vida de los santos, pero a mí me parecía algo muy aburrido. Sin embargo, como me encantaba el mar y vi un libro con la cara de san Pedro y una barca, pensé que ése lo podía leer, y lo compré.

Saliendo de la tiendita un amigo me quita el libro y me pregunta: “-a ver, ¿qué compraste?”. Y en seguida, “¡wow, no sabía que querías ser sacerdote!”. Y Yo: “¡¿Qué?!” …

  • Sí, no te tiene que dar pena, ¡eso es algo muy bueno!
  • Pero yo no quiero ser sacerdote, déjame ver ese libro

Cuando lo vi más de cerca, el libro se llamaba “Peter on the shore” y el subtítulo decía algo como “Cómo seguir tu vocación al sacerdocio”. Inmediatamente le digo:

  • Yo no quise comprar este libro, ¡esto fue un error!
  • Ya lo compraste, léelo
  • No, ¿estás loco?, a ver si me lavan el cerebro…
  • ¿Qué? ¿tienes miedo?
  • Es que yo no quería comprar ese libro, fue un error.

Después de un breve silencio se me queda viendo y me dice:

  • Dios también habla a través de los errores.
  • Puede ser, pero yo no lo voy a leer.
  • Entonces dámelo, yo lo leo.

 

Y se lo di. Esa noche, reflexionando en mi habitación, me pregunté: ¿Será que Dios me quiere llamar de verdad? E intenté preguntárselo, pero no funcionó, porque yo no estaba dispuesto. Me dije: no tiene sentido preguntarle esto a Dios si en verdad no estoy dispuesto a hacer lo que Él me pida, a Dios no lo puedes engañar. Entonces me di cuenta de que me tenía que sincerar conmigo mismo primero, antes de hacerle la pregunta a Dios. Hubo una pequeña pero intensa batalla de generosidad en mi interior, porque aun siendo un niño, sabía que ser sacerdote significaba renunciar a muchas cosas buenas y eso no era fácil. Pero finalmente venció la gracia y le dije:

“Ok, Dios, si Tú me llamaras a dártelo todo… yo… ¡te lo daría!”

Y en ese momento entró en mí una paz inexplicable, una paz tan profunda, que supe sin duda alguna que sólo podía venir de Dios. Fue como si Jesús hubiese pasado por la orilla del lago y me hubiese dicho: “¡Sígueme!” y yo, dejando todo, lo seguí, porque le dije a Dios: “Ok, yo te digo que sí, pero no tengo ni idea de cómo. ¡Esto lo tienes que organizar todo Tú!”

Después regresé a Caracas, me olvidé de eso, seguí estudiando, me involucré en proyectos sociales, me incorporé al Regnum Christi, tuve una novia, empecé a estudiar en la universidad. Pero a Dios no se le había olvidado mi palabra, aunque a mí sí.

El segundo momento fue cuando tenía 19 años. Me encontraba en Roma, haciendo unos ejercicios espirituales de ocho días como parte de mi año de colaborador del Regnum Christi. Ser colaborador dentro del Movimiento Regnum Christi es darle un año de tu vida a Cristo para colaborar con su misión apostólica. A mí, curiosamente, me mandaron a Dublin Oak Academy, un colegio internado como Oaklawn, pero en Irlanda.

En los ejercicios espirituales había llegado el momento de contemplar a Jesús en el huerto de Getsemaní. Era la última predicación del día, justo antes de irse a la cama, y yo me quedé rezando solo en la capilla del Centro de estudios superiores. Veía cómo Jesús luchaba, oraba, sudaba, sangraba. Lo veía desde una roca y trataba de entender qué estaba pasando por su mente y por su corazón.

Pensé que primero veía todos los pecados que se habían cometido antes de Él, desde el pecado de nuestros primeros padres hasta ese momento, pasado por todas las aberraciones de los hombres y todas las infidelidades del pueblo de Israel. Él las iba a cargar todas sobre sus espaldas en la cruz, y al sentir tanto dolor, entonces exclamó: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz…” Luego veía todos los pecados del futuro, desde los que estaban a punto de cometerse, la traición de Judas, la negación de Pedro, la huida de sus apóstoles, la cobardía de Pilato, la crueldad de los soldados romanos, pasando por todos los pecados del mundo hasta llegar a mí y mis pecados. Todos los iba a cargar Él sobre sus espaldas. Esto le dolía demasiado en su alma, y entonces volvió a exclamar “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz…”. Pero lo que más le dolía, veía Jesús en su oración cómo su sangre iba a ser derramada en vano en muchos casos, y esto era lo que más le dolía. Veía todas las veces que los hombres rechazarían el perdón que Él compraría para nosotros con el caro precio de su sangre derramada en la cruz. Sí, hay personas que rechazarían su sacrificio de amor por nosotros, que endurecerían su corazón y no serían capaces de ver ni de aceptar tan grande amor. Pero dice el Evangelio que en ese momento un ángel se le apareció para consolarlo. Decía el predicador que el ángel lo consolaba mostrándole todos los frutos de su sacrificio: Los 11 apóstoles darían su vida por Él, predicarían el Evangelio, la Iglesia crecería, se extendería por toda la tierra, educaría a las personas, surgirían santos que transformarían a la sociedad, se fundaría un nuevo orden social basado en el valor infinito de cada persona, millones de personas encontrarían a Dios y recibirían la consolación de saberse perdonados. Hasta que, recorriendo la historia, llegamos a mí.

Es difícil explicarlo, pero me di cuenta de que Cristo ya lo hizo: ¡Él ya murió y resucitó por nosotros! Se arriesgó completamente, regalándonos todo su amor. Él hizo todo, y su gracia lleva adelante su plan. Ahora, que su entrega haya valido la pena, que dé muchos frutos de salvación, depende también de mí.  Lo único que tenía que hacer es no oponerme a él, no ser obstáculos para su desarrollo. Su amor quiere llegar a todas las personas, y Él lo hará de manera admirable si nosotros nos dejamos. Entonces me vino un enorme deseo de ver su rostro, y le dije: “Jesús, toma lo que quieras, haz lo que quieras conmigo. Sólo déjame verte. Déjame verte, Jesús.” Y en ese momento sentí una invitación del Señor, y me vino la imagen de Jesús que extendía su mano derecha hacia mí, invitándome, y con la izquierda me señalaba su corazón. Yo entendí que la invitación era muy concreta: a ir al candidatado, y más profundamente, a vivir desde su corazón. Y acepté. Luego lo confirmé con mi director espiritual.

La verdad es que a los que las necesitan más, Dios les da más gracias por lo que no me glorío de las gracias de Dios porque sólo significan que yo, siendo tan débil, las necesitaba más que otros. Desde entonces he estado en Medellín, Alemania, los llanos venezolanos, Estados Unidos, el norte de Italia y Roma siguiendo a Jesús por sus caminos. La enseñanza es que podemos fiarnos completamente de Él, pues Él nos ama y ya nos ha demostrado su amor. Incluso desde nuestra debilidad, podemos fiarnos de Él si Él nos llama, porque si somos infieles, Él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo” (2 Tim 2, 13).  Esa ha sido mi experiencia y mi alegría. ¡A Él sea la gloria por siempre! Amén.

P. Marcos Salazar, L.C.

¿Por qué no dejar todo y amar más a Cristo? «No tener miedo a abrirle las puertas a Dios». (Juan Pablo II)

En el pasaje de Emaús, me sorprende el hecho de que Jesús sale al encuentro de los discípulos y, poco a poco, comienza a transformar sus corazones, su vista, sus comentarios. Así es con nosotros, Él nos ha salido al encuentro para que nos dejemos transformar en su presencia. Nos invita a responder al amor que nos tiene.

 

La llamada al sacerdocio es un regalo inmerecido. Doy gracias a Dios por haberme llamado y por tener la paciencia de esperarme.

Nací en una familia católica, fui prematuro y, con el tiempo, supe que mi mamá me había consagrado a la Virgen María ya que mi salud no era muy estable.

Sólo Dios sabe cuánto he aprendido de mis padres. Siempre han buscado que esté cerca de Dios con su ejemplo de fe y amor a la voluntad de Dios en todo momento.

Desde pequeño crecí con la conciencia de que Dios provee y siempre está ahí para acompañarnos en nuestro camino.  Desde niño me impactó escuchar en casa que en esta vida sólo estamos de paso. Por lo que una de las preguntas que más me surgía era qué pasa después de la muerte. De hecho, mi abuela falleció al dar a luz a mi madre. Esto ha sido algo que me ha marcado mucho (también, la presencia de la Virgen María en la vida de mi madre), yo sentía que no nos podemos quedar solos en este peregrinaje y que, a la vez, el amor de Dios se tenía que manifestar de una manera palpable en nuestras vidas.

Tengo cuatro hermanos, de mis hermanos solo conocí al mayor, de quien he aprendido mucho y a quien admiro tanto. Mis otros dos hermanos partieron a la casa de Padre antes de que yo naciera.  Creo que esto me llevó a buscar una respuesta que me permitiera descubrir cuál era mi misión aquí en la tierra,  pues crecí pensando que mis hermanos habían cumplido su misión.

Desde pequeño me gustaban los deportes y jugaba mucho fútbol, hasta la edad de once años que me dedique a jugar tenis. Mis padres siempre me apoyaron a ser constante en el deporte y en los estudios. Tuve la gracia de participar en la selección de tenis del Estado.  De los once a los dieciocho años participaba los fines de semana en los torneos y entrenaba durante la semana.  Aún recuerdo que antes de cada partido me encomendaba a Dios para poder disfrutar el partido y eso me ayudó a incrementar mi relación con Él ya que sentía que me escuchaba y me acompañaba mientras yo estaba jugando fuera de mi ciudad. A esa edad las preocupaciones que tenía eran mínimas, pero una de ellas era que Dios cuidara de mis seres queridos y de las personas más necesitadas.

En mi casa aprendí que siempre hay que estar dispuesto a ayudar a las personas ya que desde pequeño veía que ahí se impartía catecismo a las personas necesitadas y siempre eran bienvenidas para ser escuchadas. Eso me movió mucho a buscar imitar la formación recibida en casa.

Recuerdo que fui invitado a una jornada de la juventud en París. Fue el momento que pude descubrir un ambiente del ECYD fuera de mi ciudad y darme cuenta que al rededor del mundo existen jóvenes que aman a Cristo y sacerdotes que dan todo lo que tienen para llevar a Cristo a los demás.

La experiencia con Juan Pablo II fue impactante y sus palabras «No tener miedo de abrirle las puertas a Dios» comenzaron a ser un eco en mí. Sucesivamente, con el ECYD y el Regnum Christi, pude ir en otras ocasiones a ver al papa Juan Pablo II en México y Roma. Esto fue fortaleciendo mi deseo de descubrir lo que Dios quería de mí.

Ya en tercero de secundaria me invitaron al Centro Estudiantil en la Ciudad de México y lo primero que me impactó fue la caridad que se vivía entre los miembros. Veía, también, que eran jóvenes normales y que Cristo era su mejor amigo. Esto fue lo que me motivó a entrar al Centro Estudiantil.

En un momento mi padre se enfermó, así que tomé la decisión de estar en casa con mi familia. Por este motivo terminé la preparatoria en el Colegio Cumbres de Aguascalientes y llevé una vida normal con mis amigos, olvidando poco a poco la llamada al sacerdocio.

Terminé la preparatoria y, al comenzar la carrera de Negocios Internacionales y Administración de Empresas en la Universidad, me dediqué a participar en los apostolados de Gente Nueva y Soñar Despierto. Esto fue una gran oportunidad para vivir el carisma del Movimiento Regnum Christi con mis amigos. Aún recuerdo los congresos de Gente nueva y cómo veíamos que la amistad con Cristo y lo que nos gustaba hacer podían ir de la mano. Así mismo, me puse a trabajar y a organizar conciertos de música con mis amigos por el simple hecho de querer conocer artistas y ocuparme en algo. A mediados de la carrera comencé a trabajar en Sony Company, en el área de Mercadotecnia y ahí fui descubriendo que no podía continuar mi vida de joven universitario sin quitarme la duda del sacerdocio. Comencé a ir a misa en la universidad entre semana y a pedirle a Dios Nuestro Señor que me pidiera lo que quisiera, pero que me diera las fuerza para cumplir su voluntad. Se comenzaron abrir oportunidades para estudiar la maestría en España y viajé a Tierra Santa. Comencé a ver que era el momento de tomar una decisión, es decir, si dejaba que Dios tomara las riendas de mi vida o si permitía que mi gusto personal eligiera. Al final, Dios comenzó a poner los medios. Recuerdo perfectamente que llamé a mi mamá para decirle que tenía que tomar la decisión en ese momento porque tenía que confirmar en cualquiera de los dos viajes si contaban conmigo o no. Ese mismo día hubo una persona muy caritativa que me invitó a viajar a Tierra Santa para aclarar mi duda vocacional, encargándose de los gastos. Ese momento para mí ha sido uno de muchos en los que veo que las oraciones de los papás son oro pulido para Dios Nuestro Señor.

Existía dentro de mí la duda de si Dios me quería como sacerdote y no sólo como un empresario más. Me di la oportunidad de vivir el candidatado y aclarar mi vocación. Después de esos meses salí con el deseo de ser legionario de Cristo.

El P. Marcos Salazar, L.C. nació en Aguascalientes, Aguascalientes, el 4 de abril de 1983. Fue alumno del Instituto Cumbres de Aguascalientes. Se incorporó al ECYD en 1º de secundaria y en 1º de preparatoria al Regnum Christi. Fue miembro del Centro Estudiantil. En 2006 ingresó al noviciado de Cornwall, Canadá, donde emitió su primera profesión religiosa. Cursó un año de estudios humanísticos en Cheshire, Ct. Estudió el bachillerato en filosofía en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma. Trabajó tres años como instructor de formación de preparatoria en el Instituto Irlandés de Monterrey y fue miembro del equipo auxiliar de la sección de jóvenes. Regresó a Roma en el 2014 para realizar sus estudios de teología. El 9 de julio de 2016 emitió la profesión perpetua y Actualmente colabora como promotor vocacional en el norte del país de México.

Luis Lorenzo, L.C.

In the Silence of the Heart

The call was never threatening but rather, inspiring. It was a call to feed the hungry, clothe the naked, comfort the lonely, heal the sick and broken, and bring hope to the despairing. It was a call to love everyone as God loves us, and to share with them the peace and joy which He alone can bring.

 

As I began university back in 2004, I carried an inspiration to study so as to serve the poor one day. Often seeing many of my Filipino brothers and sisters suffer from poverty day in and day out troubled me. For example, I remember going to school early one morning and seeing a middle-aged man by the roadside naked, covered in dirt, famished, his hair disheveled, and his eyes wandering aimlessly as though he were all alone without any hope or support. This, together with many other encounters with the poor strongly beckoned me to dedicate my life for them.

On the first Friday of June, I went to confession to a priest-friend who asked me, “Luis, are you thinking of becoming a priest?” I answered, “Why, Father?” He replied, “Because the way you confessed your sins reveals your great desire for the happiness of others, something which God alone can truly bring.” “Father,” I said, “I’m open to it if the Lord calls. But I don’t know if now’s the right time or even where I would enter.” He then said, “Luis, just remember, the sooner you respond to God’s call in your heart, the sooner the people who are farthest away from Him, who need Him, will find Him too.”

I think that this was the specific moment of the call. It was our Lord’s invitation to me to feed the spiritual hunger of His people by becoming His instrument. It was also then when I realized that the call to be a priest wouldn’t be about me or “my fulfillment”. It especially means the happiness of others, an eternal happiness, which they can have if I bring Jesus to them and them to Jesus. They were waiting for my “Yes!” Now I only had to discover when, where and how the Lord wanted me to follow Him.

A week later on June 13th (also the feast of Corpus Christi), I attended Mass and sat beside a statue of our Lady of Sorrows. Seeing how Mary carried her Son, I approached her after Mass and entrusted my life into her heart, “Mama, please take me as you carried your Son. Please show me how your Son would like me to follow Him.” Then ten minutes later, I found a book in the Church bookstore all about the Legionaries of Christ. When I turned to the chapter regarding the Legion’s spirituality, I read, “The Legion of Christ is dedicated to the Sacred Heart of Jesus and our Lady of Sorrows.” I was so happy to know that Mama Mary was helping me!

Remembering those special days thirteen years ago – the encounters with the poor, going to Mass, going to confession, the friendship and counsel of a priest, the intercession of our Lady, and the constant listening of a young heart to the promptings of the Lord – speaks so much to me of our God, who strongly desires to love His people through simple instruments. The call was never threatening but rather, inspiring. It was a call to feed the hungry, clothe the naked, comfort the lonely, heal the sick and broken, and bring hope to the despairing. It was a call to love everyone as God loves us, and to share with them the peace and joy which He alone can bring.

Deacon Luis was born in Manila, Philippines on 3 April 1986. He is the second of four children. He attended Xavier Elementary School and the Ateneo de Manila High School, both Jesuit institutions, before moving to Georgetown University in Washington DC to earn a college degree. In the summer of 2004, he entered the Legionary Novitiate in Cheshire, Connecticut and made his first profession of vows on 2 September 2006. He earned a Bachelor’s degree of Philosophy at the Legionary Center for Higher Studies in Thornwood, New York in 2009. He then spent three years of apostolic ministry in Monterrey, Mexico and New England, as part of the youth ministry and vocational promotion team for the Novitiate. On 15 August 2012, he made his perpetual profession of vows and arrived to Rome to earn a Licentiate in Philosophy and Bachelor’s Degree in Theology. On 31 May 2017, he was ordained to the diaconate in Manila by His Eminence, Luis Antonio Cardinal Tagle. Deacon Luis is now serving in the Philippines as a member of the Regnum Christi youth ministry and vocational promotion team.

Andrew Tarleton, L.C.

The Story of a Vocation

“But the LORD said to me, “Do not say, ‘I am a youth,’ Because everywhere I send you, you shall go, And all that I command you, you shall speak.” (Jer 1:7)

It has been 17 years, 11 months, and 13 days since I left my home in southern Louisiana to follow the call. It’s been a long journey. There have been moments of unforgettable joy when God allowed me to see myself clearly as an instrument of His grace, and there have been moments of difficulty that seemed impossible to overcome. But now looking back, I would not change a thing. Every moment, whether overflowing with joy or overwhelming in difficulty, has been beautiful. Every step has been worth it. St. Paul teaches that, “all things work together for good for those who love God.” (Rom 8:28)

The Best Imperfect Family

The greatest gift that God ever gave me were my parents. I grew up in a family that was far from perfect. News flash: there are no perfect families. But my family was a family in which love flourished alongside human imperfection. I think that is the greatest lesson to learn in a family: persevere in love despite human weakness and imperfection. I have an incredible older brother, now a father of three, and a brilliant little sister who will finish med school within a year’s time. We had clear priorities in my household: God, family, school, and LSU football—generally in that order. Though when Bama came to town on a Saturday, football might jump to first place for one night.

We are cradle Catholics. My parents worked very hard to send us to parochial schools for which I am very grateful. I always did well in school. We used to ride those traditional yellow buses to and from school every day. We were the first to be picked up in the morning and the last to be dropped off in the afternoon. My goal as a student was to finish all my homework on the bus-ride home to play video games the moment I stepped through the door of our modest home. I also tried out all types of sports: baseball, soccer, basketball, track, and football. I must admit that I wasn’t particularly good at any of them. Many times I would not finish the season because I did not have the required discipline. The exception was football, which I especially loved. I played two full seasons and learned a lot about dedication and hard work on the practice field during those long hot Louisiana afternoons. Approaching the last years of elementary school, the question of high school was becoming an issue. There were a few options in my hometown, but I was sure of one thing: when I finished eighth grade I was going to a coed high school despite any protests on the part of my mother. Going to a high school without girls was out of the question. But all that was about to change.

Hearing and Following the Call

I will never forget the first time I met a Legionary of Christ: sharp, dynamic, and passionate about what he did. I was invited on a retreat by some relatives. I do not remember much about that first retreat, but I began to see my faith and relationship with God in a different light. I joined the Legionary youth group (called ECyD). We met about once a week to study the faith, pray, and have fun. We had other activities as well like awesome summer camps. We even went to see Pope John Paul II on one of his trips to the US. Little by little, my relationship with God was growing. This went on for about a year or two. Then one spring the youth group organized a trip to the high school seminary (Immaculate Conception Apostolic School). I was not really thinking about being a priest to be honest. But I loved all the activities we did with the Legionaries. So of course this one would be no different. Going on that retreat would change my life forever.

While I am a proud southerner, I have to admit that New England has a beauty all its own. Among that beauty is snow. We traveled to the high school seminary in New Hampshire in early April and there was still snow on the ground. But the most beautiful thing that happened in that little school nestled in the White Mountains had nothing to do with its natural beauty.

From the first moment I stepped foot in the high school seminary, I felt something special. There were no visions, no miraculous conversions, no out of body experiences. I encountered guys who were young, enthusiastic, and happy. It was shocking to me that these guys didn’t have anything that I thought was necessary for happiness. They did not go to parties, they did not play video games, and, most importantly they went to school without girls. And yet they were happier than I was. I said to myself I don’t know what they have, but I want it. These guys were giving God the first chance in their lives and I wanted to do the same thing. I did not tell anyone at the school, but in my heart I knew I would be back.

I arrived home several days later and I told my mother I wanted to be a priest, I wanted to be a Legionary of Christ, and I wanted to go to high school seminary in New Hampshire. My mother very lovingly told me that if I wanted to be a priest that was wonderful—but I had to wait until I was eighteen. Looking back now it is what any sensible mother would have told their twelve your old son. But sometimes the most sensible course of action is not necessarily the best course of action. My mother probably thought it was a phase. Sometimes kids want to be a policeman, then an astronaut, then a priest… This phase would pass like all the rest. Only it didn’t. Every day for two months I would go to mom and tell her that God was calling me to be a priest and I wanted to go to school in New Hampshire. She would pat me on the head and tell me to wait till I was older, and probably think to herself when was this going to end.

After a month or two of this I finally told a Legionary priest that I wanted to go to the high school seminary. I told him that my parents were more than skeptical about the endeavor. He told me that if my parents did not give me permission than I could not attend. But he also agreed that he would come to speak to my parents. A few days later he came to visit my family. So we sat down to have dinner but nobody was speaking about the vocation. So I looked at Father and said, “Isn’t there something important that we should be speaking about here.” But my mom made it very clear that this conversation was going to be had when I was not present. After dinner my parents sent my brother, sister, and me to our rooms so that they could have a serious conversation with father about their son moving to New Hampshire to the High School seminary.

The good priest did his best to explain how the high school seminary is a place for young people discerning their call to the priesthood while at the same time they are always free to leave. My mom was not really on board with the scenario. She had obvious misgivings about distance, age, etc. So she looked over at my dad and said, “What do you think about this.” My dad was not really enthusiastic about the idea either. But he said something very wise, “Ten years from now when my son could be on the wrong path, which can happen to any kid, I don’t want to look back and regret not allowing my son to pursue a religious vocation when he wanted to.” The resistance was beginning to cede. They decided to let me go for the summer and try it out. But they thought I would die of culture shock and be back by summer’s end.

So we began preparation for the summer program. I wrote essays, we bought the prescribed number of khaki pants and white polo shirts, and lastly a plane ticket. The night before I left for New Hampshire my mom came into my room as she always did to pray and kiss me good night. And she found me crying in my bed. She thought to herself that this was her opportunity to talk me out this. After months of being dead set on leaving home to follow the vocation maybe I was finally starting to waver. So she asked me what was wrong and told me that I could stay home if I didn’t want to leave. I just looked up at her with the sincerity of a twelve year old and said, “I’m not crying because I don’t want to leave, I’m crying because I know that this is what God is calling me to do, but it is so hard for you to let me go.” It was there that my mom realized for the first time that this was something special.

The next day I was on an airplane from the gulf coasts of Louisiana to the White Mountains of New Hampshire. Adapting to a military-like boarding school was not easy. Waking up early, daily mass and prayer, and most difficult of all separation from family are not small sacrifices. There were perks too: hiking in the mountains, swimming in the crystal clear lakes of New Hampshire, canoe wars, trips to Boston. But despite the difficulties, I was happy. All the while I was growing in my desire to give my life to God as a priest.

By the end of the summer, I decided to stay for the school year. At summer’s end all the guys go home for several days. Afterward, if they personally want to attend the school, are accepted by the school, and receive permission from their parents, they return for the school year. I told my mom over the phone that I wanted to attend for the school year. She told me that they we had a round-trip ticket for the summer and could not buy another ticket to return for the academic year. She suggested that I wait a year and go back the following summer to try it out. I told her that I did not want to wait another year and that if we could not buy another plane ticket then I would not be returning on the round trip ticket back to Louisiana. I would be staying. And stay I did. My parents made the greatest leap of faith ever and allowed me to stay. I will forever be grateful to them for making the ultimate sacrifice of offering their son to God to be His priest. Without their generosity I would not be where I am today. Today my parents say they would not have changed a thing.

Seeing God’s Hand on the Journey

That was nearly eighteen years ago. A lot has happened in that time. While there has been continuity from that first ‘yes’ made so many years ago, it has been a ‘yes’ put to the test many times. It is a decision that I have had to freely renew each day. To pretend everything has been sunshine and rainbows does not give justice to the sacrifice of giving one’s life nor to the constancy of God’s grace. It’s in the pain and difficulty that God’s grace truly shines and where love is truly forged. I would like to share three of those difficult moments which have been pivotal in my vocational journey and the lessons that they taught me.

God’s Plan for You is Bigger than Your Problems

The first lesson came 10 years after entering the Apostolic School during a particularly difficult moment in my vocation. My congregation was going through a crisis that caused me to question the meaning of my own consecration to God. It was like the moment of crisis in a marriage where the honeymoon is long over, difficulties come, and you forget why you got married in the first place. When I was struggling with this, I received other terrible news. My brother had entered treatment for addiction. After a month of treatment, the program offers a week for families to participate and help their family member in their process of healing. My whole family went. During that week, there was one moment that I will never forget. Part of the healing process of the patients is that they meet in a group together with all the family members. In that meeting each patient must tell each family member all things that they need to do and change in order to help the patient progress in their journey toward sobriety. My brother and I loved each other. We were generally on friendly terms, but I had always been far away following my vocation. I was sure he had a list of petitions and complaints concerning my physical absence—rightfully so. So when we sat down face to face I was ready for the worst. He looked at me and said very calmly. “I only want to ask you one thing: that you stay exactly the way you are. Never change”. We hugged. We cried. And I remembered the meaning of my consecration to God. Not only did my consecration to God have meaning, it meant something to the people I love the most. I went to support my brother in his darkest hour and he ended up helping me in my darkest hour. Today my brother has been sober for many years, is a college graduate, and is married with three kids. Lesson: God’s plan for your life is bigger than your problems.

True Happiness Is Found in Self-Giving

Two years later I received my first pastoral assignment: youth work in a school in Chile. I was excited. I always wanted to go out of the country. I arrived ready to take on the world. There were a few problems though. First, I did not speak Spanish. Second, I had no idea how to navigate the intricacies of a huge school. Needless to say it was not what I expected. I felt useless and far away from everything. One day the frustration overtook me. I looked for some place to be alone and let it all out. I went to the small chapel in the house where I lived. But I did not want anyone to walk in on me so I went to the sacristy and stepped outside into the night. I walked along the wall of the chapel sat down on the ground and hung my head. I ended up directly on the other side of the tabernacle. I prayed and I told God I did not think I could keep this up. In that moment God filled my heart with the certainty that He would give me the strength and that I needed to throw myself into serving others the best I could. After that raw moment of prayer I was filled with peace. I gave myself completely to pastoral work in the school the best I could. Youth work, retreats, spiritual direction, being chaplain to the sports team, English classes…whatever was needed by the school where I was called to serve, I was there. My four years in Chile turned out to be the best four years of my formation. Now I love Chile. Lesson: True happiness is found in self-giving.

No One Can Love You Like God Loves You

Toward the end of formation there is a very important moment: the profession of perpetual vows of poverty, chastity, and obedience. These are like marriage vows: “till death do us part”. It was an event for which I had been preparing for a long time. I had discerned, and I had sought advice from those who I trusted. So I wrote my letter asking to be admitted. A month or two later I received an acceptance letter. I was elated. As the day approached, I was ready—or at least I thought I was. I was happy with the decision. But the night before the big day I was lying in bed and began to question whether or not I was good enough. I wondered if with all my sins and weaknesses if I could live up to the expectations of the world, the Church, of God. Maybe there was some woman out there who would love me for who I was with all my weaknesses and imperfections without the seemingly inaccessible expectations. In that moment God spoke to my heart in a very profound way. He made it clear that even if there were some incredible woman out there that loved completely the way I was, that He already loved me that way and infinitely more. The next morning I professed perpetual vows of poverty, chastity, and obedience. Lesson: No one can love you like God loves you

He Takes Nothing Away and Gives You everything

I have shared this story many times in various forms. It’s a special story. But my fear is that people read this story and think “what an awesome story, look at what that guy did.” If there is one thing I want people to get it out of this story is that I am not some amazing guy that did some amazing thing. I was the most normal guy and it was God who did something amazing through me. I hope my story helps people to realize that God can do incredible things in their life too—if they let Him. Sometimes we think that if we let God into our lives we are going to lose something that makes life happy, beautiful, and fulfilling. We are afraid that that He may take something away. I give my story as a gift to see that nothing could be further from the truth. And I repeat together with Benedict XVI: “Do not be afraid of Christ! He takes nothing away, and gives you everything. When we give ourselves to Him we receive a hundredfold in return. Yes, open wide the doors to Christ – and you will find true life. Amen.”

Manuel Cervantes, L.C.

Tesoros de la memoria

En oración veo que mi vida, con todo lo positivo y negativo, ha servido de tejido a Dios para formar con amor infinito todo lo que soy. Cuando parece que ya he comprendido todo resulta que siempre hay algo más. «Dios hace nuevas todas las cosas» (Ap. 21, 5). Sigo descubriendo más «tesoros de la memoria».

Eran las diez de la noche de un día de noviembre de 2005. Me encontraba frente a un cuadro de la Virgen de Guadalupe negándome a entrar en la capilla. Finalmente bajé la guardia. Salió desde lo más profundo de mí: «Basta, ya no te voy a pedir que le digas a tu Hijo que no me llame… sólo te suplico que me des las fuerzas para considerar esta opción». Después de varias semanas luchando por negar la posibilidad de un llamado me daba por vencido. Jesús era mi amigo desde que tenía uso de razón. Jesús, además de amigo, también era quien me había dado la vida. Mi familia, mi salud, mis amigos… todo lo había recibido gratuitamente de él. Acompañado por María, abría mi corazón.

Viajar en la memoria al pasado suele traer muchas sorpresas. Para todo cristiano, mirar hacia atrás con fe es contemplar la mano de Dios siempre presente en nuestras vidas. Me acerco a recibir el inmenso don del sacerdocio después de 11 años en el seminario y 33 de preparación: mi vida entera. En oración veo que mi vida, con todo lo positivo y negativo, ha servido de tejido a Dios para formar con amor infinito todo lo que soy. Cuando parece que ya he comprendido todo, resulta que siempre hay algo más. «Dios hace nuevas todas las cosas» (Ap. 21, 5). Sigo descubriendo más «tesoros de la memoria», como los llama el Papa Francisco, que me hacen entender mejor el porqué del presente y me llenan de confianza para caminar con paso firme hacia el futuro. Les comparto algunos de esos «tesoros» de ese don y misterio que es mi vocación. Tesoros que son muestras del amor misericordioso de Dios con el hombre en cada momento de la vida.

¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha dado? (Sal. 116, 12)

«Antes de plasmarte en el seno materno, te conocí» (Jer. 1, 5). No dejan de sorprenderme tantas muestras del Amor de Dios con la familia que me ha regalado. Soy el menor de tres hijos y el único varón. Mamá y papá siempre nos transmitieron una fe sencilla pero profunda. Con todas sus debilidades e imperfecciones, y en los momentos alegres y tristes, la familia siempre me brindó un ambiente sereno para crecer y madurar de modo muy natural.

Quizás por ser el menor siempre quise ser (o más bien sentirme) muy independiente. Hoy cuando veo a un niño con esas actitudes me da mucha risa. Sé que en la adolescencia esto habrá causado preocupaciones a mis papás. Aun así, agradezco que siempre fueran muy respetuosos con mis espacios y con mi libertad. Sabían abordar los temas en los momentos adecuados, y había cosas que sólo se afrontaban con uno o con otro por separado. Mamá y papá han sido los grandes pilares de mi vida: siempre he contado con su amor y apoyo incondicionales. Del mismo modo, mis hermanas mayores han sido un gran ejemplo desde que nací. Nunca olvidaré su cariño y atención durante la enfermedad grave de papá que nos mantuvo por un tiempo separados de nuestros padres. Sigo descubriendo la mano de Dios sosteniéndonos mutuamente en cada momento. Sólo en familia se sabe lo deudores que somos unos con otros.

No supe responder

Creo que siempre fui una persona bastante normal en el entorno que vivía. Mi vida giraba entre la familia, el colegio, los amigos y el deporte. Desde preescolar estudié en un colegio llevado por los legionarios. A pesar de que la figura sacerdotal más natural para mí eran ellos, nunca sentí deseos o atracción por ser legionario. Apreciaba su amistad y formación pero hasta ahí.

A unos meses de terminar la primaria un buen amigo del colegio me dijo que al concluir el curso se iría al seminario menor de los Legionarios de Cristo. Después de que me explicó lo que iba a hacer, le pregunté: «¿y por qué te vas a ir?». Lo único que me respondió fue: «porque Dios me llama, Dios lo quiere».

Esa noche en mi casa me pregunté qué significaría eso de «Dios me llama». ¿Cómo sabe que Dios lo llama o que Dios lo quiere? Yo sabía lo que mis papás querían, lo que yo quería. Y lo que yo quería definitivamente no era ser sacerdote. De inmediato surgió la pregunta: «¿Y si a ti Dios te llamara?». Curiosamente, no supe responder.

Desde muy pequeño tenía claro que Jesús había dado su vida por mí en la cruz. Sabía que era mi gran amigo y que también era Dios. Era el mismo Jesús que me perdonaba a través del sacerdote y que recibía en la comunión durante la Misa. Aquél que me había dado una familia, un techo y todo lo que era y tenía. Teniendo esto en mente, la pregunta sobre el llamado no podía ser respondida tan a la ligera. La pregunta simplemente quedó sembrada en mi corazón.

Compartir el evangelio: puente para la fe

Cuando estaba en quinto de primaria, mis papás fueron invitados a las misiones de Semana Santa. La experiencia fue tan positiva que la repetimos los años siguientes. Visitar en familia casa por casa y aprender de tanta gente compartiendo el Evangelio, se volvió una experiencia muy fuerte que, hasta muchos años después, descubrí la huella profunda que dejó en mi interior. ¡Cuánto aprendí en esas vivencias! Encontrar hombres, mujeres y niños que vivían tan felices con tampoco, rompía muchos de mis esquemas sobre lo que significaba vivir. He descubierto en ello la primera parte del puente por el que mi fe se mantuvo activa. Todavía hoy, en familia, recordamos con una sonrisa algunos rostros y nombres de las personas que conocimos esos años.

La adolescencia llegó de repente y de golpe me sentía muy grande. Formé parte del ECYD y participaba en muchas actividades que allí se organizaban. De modo muy natural, seguí cultivando mi amistad con Jesús, aunque no faltaron periodos en que me alejé por completo de la formación. El iniciar la preparatoria en otro lugar me ayudó a valorar la educación que había recibido en el colegio. Como todos, tuve experiencias que se han vuelto esenciales para conocerme a mí mismo, comprender mejor la vida de los jóvenes y entender las especiales dificultades que uno pasa para mantenerse firme en la fe. Siempre disfruté al máximo de todas las oportunidades para convivir con mi familia y amigos.

Al acercarse la Semana Santa del primer año de preparatoria, se me presentaron distintas opciones. Me animé con un grupo de amigos a participar en Juventud Misionera. Esta vez ya no estaba mi mamá guiando las visitas de casas. Ahora íbamos «de dos en dos», visitando y tratando de compartir con la gente el significado de los días santos. Ante los deseos naturales de «librarme» de cualquier atadura, el dar y recibir en la Semana Santa solidificó mis convicciones. Definitivamente la oportunidad de compartir mi vida en las misiones fue el medio que Dios usó de puente para sostener mi propia fe, en las etapas antes y después de la adolescencia y primera juventud.  Jesús entraba nuevamente con fuerza en mi corazón para que nunca dudara de su compañía en todos los momentos y ocasiones que habría de afrontar.

Preparando el terreno

Poco a poco, casi sin darme cuenta, empecé a implicarme en el Movimiento Regnum Christi. Agradezco mucho a Dios y a mis formadores que siempre hubiera mucha libertad. Acudía normalmente a los encuentros de formación y casi siempre fui de misiones en Navidad y Semana Santa. Recuerdo haber asistido a algunos retiros en el seminario de los legionarios en mi ciudad y cuando veía de lejos a los seminaristas me parecían muy extraños. Respetaba el valor de dar su vida en el sacerdocio, pero definitivamente no lo consideraba algo para mí.

En 2003 ingresé en la universidad con más claridad sobre mi proyección personal. Además, gradualmente iba tomando más en serio mi vida en el Movimiento. Al iniciar el segundo año se me presentaron dos horizontes a corto y mediano plazo: terminar mis estudios fuera del país y eventualmente dar un año de mi vida como colaborador en el Regnum Christi.

Sin poder explicar bien cómo, al terminar la Semana Santa de 2005, Jesús acomodó todo para que invirtiera el orden de «mis» planes: primero daría un año y luego terminaría mis estudios.

Vuelve la pregunta

Nos encontrábamos los futuros colaboradores comiendo unas pizzas en casa de un amigo. El padre que nos acompañaba hizo un comentario insignificante sobre la bendición de los alimentos que hacen los sacerdotes. De repente me entró como un flechazo rarísimo. Recuerdo que fui directamente al baño y frente al espejo encendí un cigarro y me dije: «no estás pensando lo que estás pensando…». Con gran fuerza me vino el pensamiento que quizás yo debía ser sacerdote. Recordé aquella pregunta sin respuesta sobre la llamada de Dios en la adolescencia. ¿Por qué ahí? ¿por qué de ese modo? No lo sé. Quizás yo necesitaba ese estilo de alerta, como un cubetazo de agua helada. Durante dos días no pude quitarme ese extraño pensamiento de la mente, hasta que decidí «congelarlo». Sabía que, si era algo serio, tendría todo un año para pensarlo bien. No podía, ni quería, desaprovechar mis últimas semanas con mis amigos.

Sucedió todo tan de prisa que cuando menos imaginé ya estaba volando hacia Italia, mi destino como colaborador. Se me acumulaban varias cosas y yo seguía construyendo por varios lados lo que haría después de este año. No quería que se me salieran los planes de mis manos y me urgía aprovechar que seguía la idea «congelada» sin hacer ruido. Apenas dos semanas después de mi llegada y de estar en la nueva cultura me volvió el flechazo y esta vez con más fuerza. «No puede ser ¿qué me está pasando?», me dije.

Paradoja

San Juan Pablo II cuando compartía su historia vocacional comenzaba diciendo que las palabras humanas no son capaces de abarcar la magnitud del misterio que el sacerdocio tiene en sí mismo. He reflexionado mucho sobre lo que sucedió en esas semanas siguientes, que me parecieron eternas. Era claro que no eran inventos míos, y por lo tanto vi solamente dos salidas al dilema: me regreso a México y continúo con mis planes, o afronto esto y resuelvo todo de raíz. Tenía clarísimo que tenía que quedarme y resolverlo. Fue así que me puse a pedir como nunca en oración, diciéndole a Dios: «te lo ofrezco todo menos el sacerdocio». Gran paradoja e insensatez: «te doy todo excepto mi vida».

Después de un mes de lucha interior se dio el episodio que narré al comenzar el testimonio. En esas circunstancias sólo alguien podía salirme al encuentro y darme luz: María. Su cuidado maternal me hizo confiar y abrir mi corazón, como ella lo hizo durante su vida. A Dios siempre le ha bastado un pequeño «sí» libre y con fe. Un «sí» que muchas veces es débil y temeroso. Un «sí» que en la misericordia de Dios es suficiente para derramar las gracias que necesitamos e iluminar los ojos del corazón para el camino a seguir. En los tesoros de la memoria se encuentran todos esos «sí» de nuestra vida que muchas veces surgen después de muchos «no».

A partir de entonces comenzó la aventura hacia el sacerdocio.  En estos años de preparación Dios continuó cautivando mi corazón y ayudándome a crecer en el amor. Gracias a él soy inmensamente feliz a pesar de mi pecado y debilidad. Ciertamente no todo ha sido ni será fácil. Con todo, conservo la certeza de que el Padre nunca me dejará sólo, me amará siempre como un hijo suyo y seguirá sorprendiéndome con nuevos tesoros. Él no se cansa de esperarnos con los brazos abiertos para demostrarnos, en la fe, que todo entra dentro de su Providencia. «Su misericordia dura por siempre»(cf. Sal 136). A esa misericordia me abandono para servir mejor a la Iglesia, al Movimiento y a todos los hombres.

El P. Manuel Cervantes, L.C. nació en Monterrey, Nuevo León, el 19 de julio de 1984. Fue alumno del Instituto Irlandés de Monterrey. Se incorporó al ECYD en 5º de primaria y en 2º de preparatoria al Regnum Christi. Fue colaborador un año en Padua, Italia. En 2006 ingresó al noviciado de Gozzano, Italia, donde emitió su primera profesión religiosa en septiembre de 2008. Cursó un año de estudios humanísticos en Connecticut, EU. Estudió el bachillerato en filosofía en Nueva York, en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum. Trabajó tres años como asistente de novicios en Monterrey. Regresó a Roma para realizar sus estudios de teología en 2014 y el 9 de julio de 2016 emitió su profesión perpetua. Actualmente colabora en la pastoral juvenil en el sur de la Ciudad de México.

José Manuel Reyes, L.C.

 «No me rajo»

Muchos de ellos venían de otros países y esto me llamó mucho la atención: eran misioneros. Yo también quería ser misionero. Habría que dejar Purépero…., y no sólo.

 

Hace poco más de veinte años, en una tarde cualquiera, me habría podido encontrar jugando con mis primos; o, con toda probabilidad, fuera del negocio de uno de mis tíos, gritando a todo pulmón: «¡No compren aquí! !Todo está bien rancio! ¡Vean lo que me vendió mi tío!». Ese tío era americanista…, ese niño quería ser sacerdote.

No puedo explicar por cuál motivo quería ser sacerdote a tan temprana edad. Mi papá es doctor y, aunque admiraba mucho su profesión, nunca pensé seriamente seguir sus pasos.

En diciembre de 1997 fui invitado por mi primo Luis Jesús a conocer el Centro Vocacional en el Ajusco, donde él estudiaba. De camino al Centro Vocacional mi tío comenzó a tomarme el pelo. Fingía imitar mi voz y decía: «Tío, tío; me quiero rajar». Yo, por mi parte, respondía que no era así, cada vez con mayor vehemencia.

Vengo de una familia profundamente cristiana. Recibí los sacramentos regularmente y asistí a una primaria católica, dirigida por las Hermanas de los pobres siervas del Sagrado Corazón (sic). Mi tía abuela perteneció a esta misma congregación y antes de fallecer me dejó su Biblia personal. Dentro estaba la foto del «padrino Manuelito».

El padre Manuelito era un sacerdote, tío lejano de mi papá, que dejó una huella profunda en toda la familia, viviendo una vida de sencillez y generosidad. Yo no lo conocí, pero siempre me sentí muy cercano a él. Incidentalmente, mi papá se llama José Manuel, por lo que, muy a mi pesar, yo siempre he sido para mis familiares: Manuelito. Espero que ahora no me piensen llamar «Padre Manuelitito». Hay un número limitado de diminutivos a los que estoy dispuesto a someterme.

Empecé narrando ese recuerdo porque, a pesar de que ese niño quería ser sacerdote, es importante señalar que muy pocos se lo esperaban. Les pongo un ejemplo. Unos días antes de salir hacia el Centro Vocacional, al terminar un entrenamiento de fútbol con los «Dragones», le comenté a mis compañeros que para el fin de semana se buscaran otro jugador, porque yo me iba al seminario «a quedarme». Meses más tarde, cuando volví a mi pueblo a visitar a mi familia, me estaban esperando a la puerta de mi casa. Lo primero que me dijeron fue que en el partido jugaron con uno menos, porque yo no me había presentado. No tardé en hacerles notar que yo les había avisado, a lo que respondieron: «Pero Manuel, ¿quién iba a creer que tú te ibas a ir al seminario?».  Al parecer, muy pocos: Mis papás, mis abuelos y alguna que otra persona que quizá no sabía lo inquieto que yo era.

Mi vocación, como toda vocación, es un misterio. Mi vocación, como toda voación, es sobre todo un don.

De mi infancia tengo los mejores recuerdos. Tuve una infancia bendecida. Nunca me faltó con quien jugar, hacer travesuras y disfrutar con las cosas más sencillas. Tengo muchos primos tanto por el lado de mi papá como por el de mi mamá; además, nunca me costó trabajo hacer amigos. Algunos de mis compañeros de clase en la primaria son aún de mis mejores amigos.

A los doce años salí de casa para ir al seminario. Salí con el mismo entusiasmo y la misma ilusión con la que ahora me acerco al altar. Por esto, y muchísimo más, estoy infinitamente agradecido con Dios. Estoy también infinitamente agradecido con mis papás. Quizá en ese momento no me daba cuenta de lo que a ellos les habrá costado.

Mis papás tienen un pequeño hospital en mi pueblo. Mi papá es médico ginecólogo obstetra; mi mamá lleva las finanzas, enseña a las enfermeras, en ocasiones cocina, cuida la casa…, y un largo etcétera. En una ocasión, una señora al ver mi foto en la recepción del hospital preguntó por mí. Mi mamá le explicó que era su hijo que estaba en el seminario. La señora, sin demasiados pelos en la boca (ni neuronas en la cabeza), le dijo: «Se necesita no tener corazón para dejar que un hijo se vaya de casa a los 12 años». Mi mamá no se descompuso, simplemente contestó: «No; todo lo contrario, se necesita tener un gran corazón».

No se metan con mi mamá…, no van a ganar.

Tengo una hermana mayor y tres hermanos menores, aunque el que me sigue, Héctor Javier, se nos adelantó desde muy pequeño al Cielo. Entre mis recuerdos más remotos está él. Yo tenía tres años cuando falleció.

Estoy también sumamente agradecido con mis hermanos que me han apoyado desde el inicio, y que a pesar de la distancia se han mantenido siempre a mi lado. Anahí, Jorge Daniel y Fernando son los mejores hermanos del mundo. De vez en cuando nos peleábamos, pero nunca tardamos en hacer las paces.

Mi camino en la Legión ha sido una gran aventura desde el inicio. Después de un año en la Ciudad de México tuve la oportunidad de trasladarme al Centro Vocacional de Guadalajara. Era el año de su fundación, una experiencia maravillosa. Dos años más tarde fui invitado a trasladarme de nuevo, esta vez del otro lado del océano, a Italia. En el futuro pasaría por Salamanca (España); Nueva York, California y Texas (E.U.A.); y cinco años en Roma.

Nací y crecí en Purépero, Michoacán. Amo mi pueblo. Hasta hace unos años los Misioneros de San Carlos tenían un noviciado en mi pueblo. Cada cierto tiempo se organizaba un juego de fútbol entre los doctores y los seminaristas. El superior era italiano y jugaba de portero. Los seminaristas ganaban siempre. Muchos de ellos venían de otros países y esto me llamó mucho la atención: eran misioneros. Yo también quería ser misionero. Habría que dejar Purépero…., y no sólo.

¿Es posible darse cuenta a los 11 años de lo que significa renunciar a tantas cosas? ¿Es posible tomar una decisión definitiva sobre la propia vida a tan corta edad? La respuesta no es tan obvia como parece. En primer lugar hay que tomar en cuenta que la vocación es un don de Dios; es una llamada que espera una respuesta libre. Dios puede llamar a cualquier edad, y nuestra capacidad de responder con generosidad a veces nos sorprende a nosotros mismos.

También es verdad, y esa también es mi experiencia, que hay momentos en el camino vocacional en los que el Señor nos invita a profundizar en nuestro llamado, a releer nuestra historia y a reafirmar con mayor madurez y conciencia nuestro sí incondicional. A veces son los golpes de la vida, a veces nuestros errores; en ocasiones es la llamada dulce del Señor que nos invita a una mayor generosidad.

En septiembre de 2003, después de ocho días de oración, recibí la sotana legionaria y comencé el noviciado. El noviciado es la experiencia fundante de mi vocación. Fue un período de crecimiento espiritual y humano muy importante, que cimentó las bases de mi perseverancia en los momentos difíciles que habrían de llegar. Así, por ejemplo, cuando en febrero de 2009, descubrimos los terribles hechos de la vida de nuestro fundador, no puse jamás en duda la autenticidad de mi vocación. Fui a la capilla y le dije a Jesús: «Yo te estoy siguiendo a Ti, sólo a Ti. Si aquí me quieres, aquí te sigo».

No soy un héroe, ni un santo. Soy consciente de mis limitaciones. Soy consciente, sobre todo, de la fuerza del Señor que me sostiene. Por eso voy con confianza hacia el altar. Me siento acompañado por el apoyo y las oraciones de tantas personas que he encontrado en el camino. Como san Pablo: «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Fil 4, 13). Por su fuerza puedo decir: «No, tío; no me rajo».

El P. José Manuel Reyes López, L.C. nació en Purépero Mich., el 17 de agosto de 1986. Ingresó al centro vocacional del Ajusco en 1998. Un año después se trasladó a Guadalajara donde fue miembro del grupo fundacional del centro vocacional. En agosto de 2001 fue enviado a Gozzano (Italia), para continuar sus estudios en el centro vocacional. Recibió la sotana legionaria en Roma en septiembre de 2005 e ingresó al noviciado de Gozzano. Emitió su primera profesión en Roma dos años más tarde. Cursó estudios de Humanidades en Salamanca, España. Estudió el bachillerato en filosofía en Thornwood, NY. Colaboró como formador en el centro vocacional de Colfax, California. Posteriormente, fungió como Instructor de formación en The Highlands School en Dallas, TX. Ahí mismo, el 17 de septiembre de 2011, emitió su profesión perpetua. Desde el año 2012 se encuentra en Roma donde cursó la licencia en filosofía y el bachillerato en teología.

Emmanuel Montiel Martinez, LC.

Era tarde, el trabajo en el Templo de Jesrusalén no podía haber sido más arduo aquel día: limpiar los utensilios del sacrificio, acomodar los vasos sagrados, barrer las diversas entradas, dedicar un tiempo a la oración… en fin, trabajos que podía realizar un niño de apenas 7 u 8 años. Se llamaba Samuel. Samuel ayudaba en el servicio al templo bajo la dirección del profeta Elí y, a decir verdad,  se encontraba muy contento.

Pero aquella tarde, cuando todos se disponían a dormir, sucedió algo misterioso y extraordinario.

-Samuel, Samuel- El Niño corrió para saber quién le llamaba, y a la tercera ocasión que escuchó aquella voz, el anciano profeta entendió que se trataba de una llamada divina y dio al niño el más sabio de los consejos que había pronunciado hasta entonces:

-Samuel, lo que escuchas es una voz divina y a ese Señor que te llama solo se le puede responder de una manera. Cuando vuelvas a escuchar su voz le responderás: habla, Señor, que tu siervo escucha.

Dios llama cuando quiere, puede ser a una edad más reflexiva donde los planes divinos se entrecruzan con los planes personales: universidad, amigos, la posibilidad de crear una familia.  En otras ocasiones, la voz de Dios se siembra en la inocencia de un niño y sin saber cómo, de aquella semilla comienza a crecer una maravillosa obra.

Mi nombre es Emmanuel y no obstante haya pasado muchos años de formación en la vida religiosa, para mí sigue siendo un misterio cómo desde pequeño fue creciendo en mi corazón el deseo de pertenecer al Señor como su sacerdote. No podría determinar un momento, fue más bien el surgir espontáneo y misterioso de una llamada.

Soy el mayor y tengo dos hermanas. Nací en una familia sencilla donde la fe se vivía de forma espontánea, mis padres nos enseñaron a rezar y siempre se preocuparon por otorgarnos la mejor educación que estuviera a su alcance, sin escatimar muchas veces sacrificios y privaciones.

Estudié por muchos años en un colegio de religiosas, las misioneras del Sagrado Corazón de Jesus Ad Gentes. Gracias a todas las religiosas aprendimos a conocer y amar al Sagrado Corazón de Jesús. Ya desde los primeros años de colegio, decía que de grande quería ser sacerdote. En parte, creo que fue por el testimonio de los padres franciscanos que se encontraban en mi ciudad que siempre estuvieron muy cerca de mi familia. También por el testimonio de la abuela, la recuerdo levantarse temprano muchas veces para ir a escuchar misa. Además de atender a sus hijos y nietos, atendía a los vecinos que se encontraban enfermos.

Mis padres no contaban con las posibilidades para pasar un periodo de vacaciones, así que durante los veranos nos enviaban a cursos en un centro cultural de mi ciudad: dibujo, plastilina, acuarelas…. Y para los más grandes: música, danza y teatro… y aquí comienza una parte importante de mi vida. Al cumplir los 8 años pude participar en los cursos de música y aprendí un instrumento típico de Tlaxcala, el salterio. Desde entonces la música se convirtió -como dice el Papa Benedicto XVI- en una compañera en mi camino. Quise dedicarme al estudio de la música y del salterio. Pero justo en preparatoria conocí a los padres Legionarios de Cristo que pasaron a mi colegio para invitarnos a una convivencia vocacional. Realmente me emocionó mucho la idea, pero no a mis papás, así que tuve que esperar un año para poder asistir al cursillo de verano en la apostólica del Ajusco, en Ciudad de México.

Yo me encontré muy contento en el Centro vocacional.  Al inicio costó mucho a mi familia, sobre todo a mi papá quien tenía otros planes para mí,  pero al verme tan contento y seguro del camino que comenzaba, me otorgó todo su apoyo.

Sería muy largo contar todo este camino: noviciado, estudio de humanidades, filosofía y teología. La misión y las necesidades son muchas, en ocasiones no contamos con todos los padres y hermanos que se necesitan para servir a la Iglesia en un lugar concreto. Por ello, no obstante ya había hecho mi periodo de pastoral (prácticas apostólicas) en Roma, al terminar el primer año de teología me pidieron otro año en la pastoral de niños y jóvenes en una parroquia de Padua, Italia. Antes no había trabajado con adolescentes y fui a Padova con mucho, pero mucho miedo e inseguridades personales, pensé incluso pedir un sustituto para ese apostolado. Me sentí como narra la Sagrada Escritura hablando de Moisés, quien al ver la misión que Dios le pedía de liberar al pueblo de las manos del faraón, da muchas excusas y termina con la petición: Señor, mejor manda a otro. Pero así como Moisés, también escuché la voz de Dios que me decía: ¡Ve! No tengas miedo, yo estoy contigo.

Y… puedo decir que ha sido el periodo más hermoso en mi vida legionaria, porque palpé la acción de Dios a través de un instrumento muy limitado y frágil. Los niños, las familias, los jóvenes respondían y se sumaban a las celebraciones, a los apostolados y encuentros. Viví un verdadero espíritu de familia con los padres que formaron mi comunidad y también con los sacerdotes diocesanos en los que encontré grandes amigos. Aprendí de todos, de los padres y de los parroquianos,  que ser sacerdote significa ser para los demás. Me costó mucho dejar Padua, pero sabía que era necesario, pues debía terminar los estudios para el sacedocio. En ese aspecto, recuerdo que una vez di una plática a los niños sobre la confesión, y al final me preguntaron si los podía confesar. Ese “todavía no puedo confesarles” fue la motivación para retomar los estudios y aprovecharlos al máximo.

Debería decir que estoy llegando al final, pero experimento la sensación de los paseos a la montaña. Justo cuando crees que estás por llegar, te das cuenta que apenas estás comenzando y que queda mucho por recorrer y aprender.

En una ocasión fui de peregrinación a Guadalupe y le pedí a María que me acompañara en este camino de don y misterio. He pasado muchos momentos felices, muy, muy felices y también no han faltado momentos de lagrimas y de oscuridad, pero en todo momento ha estado Nuestra Madre del Cielo acompañándome, como acompañó a Jesús hasta el Calvario.

Ante una misión que por su naturaleza es divina, uno no puede sino ponerse de rodillas y clamar a Jesús “Señor apártate, que soy un hombre pecador” , pero también la seguridad de escuchar de los labios del mismo Hijo de Dios “no temas, tú serás pescador de hombres, ven y sígueme”.

Actualmente la providencia divina me envía como capellán de los niños y jóvenes del Colegio Cumbre en Cancún. A decir verdad, vengo con mucho ánimo, con el deseo de acompañar a esta parte del Pueblo de Dios que Él pone en mis manos. También tengo miedo, me siento como los apóstoles a quienes Jesús les pide confiar y lanzar las redes en un mar nuevo, pero con la confianza que Dios es quien lleva su obra y Él mismo la llevará a término.

El P. Emmanuel Montiel Martinez, LC., nació en Huamantla Tlaxcala, México, el 28 de octubre de 1985. Cursó un año en el seminario menor en El Centro vocacional del Ajusco (cd. de México) y después hizo su noviciado en Monterrey en los años 2002 – 2004. Estudio humanidades en Salamanca, España. Obtuvo el bachillerato y la licenciatura en filosofía con la especialización de metafísica y teología natural. Ha publicado en la cátedra Marco Arosio de Altos estudios medievales un artículo sobre el pensamiento de Santo Tomas de Aquino y San Buenaventura. En el año 2015 desarrolló su trabajo pastoral en una parroquia en Busa di Vigonza, Padua (Italia). Ha colaborado como secretario territorial de Italia y auxiliar del instituto Sacerdos del Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma. Actualmente desempeña su ministerio sacerdotal como capellán del Colegio Cumbres de Cancún, México, y como auxiliar de la sección de jóvenes de la misma ciudad.

Alfredo Ibarra, L.C.

Me resulta difícil encontrar un momento concreto o extraordinario que caracterice mi vocación, como si fuera un flechazo de amor a primera vista. Más bien encuentro en mi historia diversos momentos muy simples, como una presencia continua, que sumados y entrelazados me han llevado a la convicción interior de ser llamado por Dios.

Como cuando un hombre quiere casarse no porque ha tenido una experiencia sorprendente de amor, sino porque ha conocido poco a poco a su novia y de ella se ha ido enamorando casi sin darse cuenta. En mi caso, ya desde muy pequeño, percibía la presencia de Dios en mi familia y en la comunidad parroquial como la presencia de un amigo de quien no se puede prescindir.

Pocos meses antes de cumplir diez años, y habiendo apenas hecho la primera comunión, mi papá tuvo un accidente que por poco se cobra su vida. Esa experiencia seguramente me llevó a hacerme preguntas profundas y a madurar antes de tiempo. El amor desinteresado y la fe con que mi mamá se ocupó de mi papá y de la familia en esos momentos difíciles, así como la cercanía de tantos familiares y amigos, fueron para mí signos ciertos del amor y la presencia de Dios. A ese Dios yo lo iba conociendo poco a poco.

El apoyo de nuestro párroco, de diversos sacerdotes amigos y de miembros de la comunidad me llevaron a interesarme más por la vida de fe y, al mismo tiempo, a darme cuenta de la labor pastoral tan hermosa que llevaban a cabo los sacerdotes. Me llevó a apreciar profundamente la vocación sacerdotal como vocación de servicio. He tenido la gracia, a lo largo de mi vida, de encontrarme con sacerdotes entregados a Dios y a su misión. La alegría con que viven su consagración a Dios y a los demás han sido siempre para mí un estímulo y, al mismo tiempo, un testimonio de la fidelidad de Dios.

Por todo ello, cuando la cuestión de la vocación se presenta en lo concreto, lo espontáneo es seguirla con sencillez como respuesta al Amor de Dios. No quiere decir que no haya momentos de duda o dificultad, pero sí que, en los momentos difíciles, la seguridad está puesta en el Amor de un Dios que nos amó primero y que nos invita vivir y predicar ese amor con nuestra vida.

El H. Alfredo Ibarra LC nació en Guadalajara, Jal., el 19 de septiembre de 1987. Vivió su infancia en Zapotlanejo, Jalisco, con sus papás y sus 6 hermanas. Conoció la Legión de Cristo gracias al testimonio del P. Enrique Flores, LC. En 1999 ingresó a la recién fundada escuela Apostólica de Guadalajara.  En 2003 se trasladó al noviciado de Monterrey en donde vivió sus dos años de noviciado y emitió sus primeros votos religiosos el 20 de septiembre de 2005.  Sucesivamente cursó tres años de estudios humanísticos en Cheshire, Estados Unidos y al terminar los mismos, comenzó sus estudios de bachillerato en filosofía en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma.  A continuación trabajó apostólicamente en el Centro Vocacional de Guadalajara por un año como formador.  Del 2011 al 2014 residió en el Noviciado de Gozzano, desde donde colaboró en la pastoral familiar y en la promoción de los centros de formación de la Legión en Italia. El 13 de septiembre de 2014 profesó sus votos perpetuos en la Basílica de San Giuliano, Gozzano, para luego regresar a Roma, al Centro de Estudios Superiores, a proseguir sus estudios cursando el bachillerato en teología. Será ordenado diácono el 1 de julio de 2017 en el Centro Vocacional de Guadalajara y sacerdote el 16 de diciembre del mismo año en la basílica de San Pablo Extramuros en Roma.

Stefano Panizzolo, L.C.

«Getta la rete dalla parte destra della barca e troverai».

 

«All’ombra della “grande mela”, una mattina come tutte le altre mentre scorreva l’acqua dalla doccia, scopro un nodulo al collo. Il cancro, senza chiedere permesso, senza nessun sintomo o preavviso, era entrato nel mio corpo. È stato come un “undici settembre” che si schiantava sulla mia vita, facendo crollare in un istante tutti i miei sogni e progetti, lasciandomi solo e nudo davanti al cielo».

 

Mi immagino Gesù risorto, sulla riva del mare di Tiberiade, fermo a guardare con tenerezza quel pescatore lontano da terra solo un centinaio di metri (Gv 21). Uno che, da quella barca, tante volte ha gettato le sue reti e le sue speranze nel mare della vita.

Quel lago è stato il mio piccolo mondo per tanti anni, immerso nell’atmosfera popolare di una borgata di provincia. Fin da piccolo ho respirato i valori dell’impegno e del rispetto, della condivisione e del sacrificio. La fede, trasmessami quasi per osmosi dai miei genitori e dai miei nonni, ha segnato il ritmo naturale della mia infanzia e adolescenza. Il loro credere era semplice e autentico di chi si affida a Dio senza troppe domande. Io invece, di interrogativi ne avevo sempre tanti: ricordo, ad esempio, che quando capii che mia sorella Lisa era una bambina diversa, cerebrolesa, chiesi a Gesù come mai non mi aveva dato una famiglia “come quelle della pubblicità”, e costruivo il mio mondo perfetto di mattoncini Lego dove immaginavo di essere un eroe dei fumetti. Mentre io mi vergognavo di Lisa, la mamma e il papà testimoniavano un amore incondizionato per lei. Anche se potevo vantare voti altissimi in pagella, alla scuola dell’amore mi sono ritrovato ad essere “un alunno alquanto distratto”.

Affascinato dalle rilucenti acque del mondo ho trascorso la mia gioventù gettando le reti alle varie sirene del momento: è stato il periodo delle discoteche e dei locali alla moda, ballando al ritmo degli stereotipi e degli status symbol. È stato un tempo in bilico, disposto a spogliarmi dei valori tradizionali per vestirmi dell’approvazione degli altri, senza però, perdere mai l’immagine del “bravo ragazzo”, che nel fondo, non era maschera ma il richiamo costante alla verità. Erano gli anni delle superiori, tra i banchi di scuola e i compiti a casa: mi sentivo capace, e lo ero, di raggiungere i miei obbiettivi, senza chiedere aiuto a nessuno. Ambivo a una carriera brillante, che consideravo una via per il successo, per avere prestigio ed essere “qualcuno”. Era anche il tempo del culto del corpo in cui, per promuovere il mio “ritratto”, avrei anche venduto l’anima, come Dorian Gray. I miei modelli erano gli attori di “Beverly Hills 90210” le cui storie patinate erano copioni da replicare; pensavo fosse appagante noleggiare un amore per un giorno, rimandando al futuro quello vero. Sempre nuovi personaggi in scena, l’importante era spremere la vita, cogliere l’attimo; e il giorno dopo, avere un episodio nuovo da raccontare, con l’illusione di poter riavvolgere e cancellare ciò che non piaceva. Ma quello che iniziava a non piacermi ero proprio io, il mio egoismo, la mia ipocrisia, il vuoto che sentivo dentro.

L’incontro con Gesù avviene dopo questa lunga notte “inutile”. Lui è stato sulla riva paziente; tante volte aveva provato a chiamare, ma io non ero riuscito a decifrare, confusa tra le altre, la sua voce. L’occasione è stata quella di un pellegrinaggio a Medjugorje, proposto dalla mia famiglia come “regalo di Natale”. Io non volevo assolutamente andare, mi sembrava una proposta da “sfigati”; ma il Natale si passa in famiglia, quindi… Sono bastate poche ora nella “terra di Maria” a rivoluzionare il mio cuore, a convertirlo al Signore, a mostrarmi il cammino della Vita. Questo perché, la Via che cercavo da sempre, era ora davanti ai miei occhi in tutta la sua Verità. Egli mi chiedeva da mangiare, come ai discepoli sul mare di Tiberiade; anche se le mie reti erano vuote ero gioioso perché lo potevo riconoscere: «È il Signore!». Avevo cercato la vita nello studio, nel piacere, nel riconoscimento degli altri. Avevo scimmiottato la felicità fino a quel giorno. Non ho esitato all’invito di gettare «la rete dalla parte destra della barca»; sentivo che mi potevo fidare.

Da quel momento è stato un crescendo di esperienze e di incontri importanti: ho iniziato a frequentare un gruppo di preghiera, ad essere autentico nelle mie relazioni con gli altri, a testimoniare il mio incontro con il Signore. Per me è stata una rinascita, finalmente diventavo me stesso. In questo gruppo di preghiera ho conosciuto il primo Legionario di Cristo, P. Hernán Jiménez. Questa figura sacerdotale mi ha affascinato, ha contribuito, con la sua gioia e preparazione, a mostrarmi la bellezza della donazione totale a Cristo. Ma ha prodotto pure l’“effetto pendolo”: se prima non avrei mai pensato di essere sacerdote perché non volevo “sprecare la vita”, adesso pensavo che non sarei mai diventato sacerdote perché questo era solo per persone “sante” come il Padre e io mi consideravo un indegno peccatore.  Grazie a P. Hernán sono entrato nel Movimento Regnum Christi che ho sentito come “mio” fin da subito. Sono stati gli anni dei viaggi e delle valige. Dal “piccolo Lago di Tiberiade” sono salpato per nuovi mondi: in Messico per le missioni estive, in Canada e a Colonia per la GMG, Roma e Dublino; d’improvviso i miei stretti orizzonti si sono dilatati. Ho potuto toccare le necessità del mondo, imparare dai poveri che volevo aiutare, condividere la fede con amici veri, formarmi. Senza rendermi conto, ero diventato meno egoista e più felice.

Sperimentavo l’amore di Dio, la sua presenza come luce che guidava i mie passi. Ringrazio la mia fidanzata di allora che, con il suo amore, mi ha aiutato a guardare la vita sotto questa nuova luce. È merito suo se in quel momento ho potuto riabbracciare mia sorella Lisa, vedendola anch’io, per la prima volata, come un dono. Mentre io la rifiutavo, lei pure era sulla riva con Gesù ad aspettare: “perché lui è mio fratello Stefano e io gli voglio bene”. Gli anni trascorsi insieme sono stati per me fondamentali, hanno contribuito a farmi diventare quello che oggi sono; perché l’amore sempre costruisce e sempre rimane. Alle soglie del nostro matrimonio, con una laurea in Architettura in tasca, i primi lavori e un viaggio-studio a Dublino, il Signore ha nuovamente sorpreso tutti, me per primo. Ancora dovevo ascoltare la sua voce che mi invitava a gettare le reti in un nuovo mare.

Di ritorno da un’esperienza estiva in Irlanda, il Signore aveva acceso nel mio cuore il desiderio di offrire un anno della mia vita come collaboratore proprio nel Regnum Christi. Una scelta controcorrente, perché significava “uscire dal mondo del lavoro” per un anno e rimandare i progetti di matrimonio. Ma nel mio cuore era chiaro che dovevo fare questo passo, che era Lui che me lo chiedeva e per me era una risposta di generosità a Lui che mi aveva donato tanto, dovevo ricambiare. In questo contesto, durante gli Esercizi Spirituali di inizio anno, ho ascoltato chiaramente la sua voce che mi chiamava a lasciare tutto e seguirlo. Questo è successo dopo la confessione, nella quale ho presentato a Gesù tutta la mia storia di peccato; in quel momento la sua misericordia a spazzato via tutto, persino le mie barriere sul sacerdozio e mi sono sentito totalmente vulnerabile al suo amore. Lui mi ha chiesto cosa ero disposto a dargli e io ho risposto “tutto Signore”. Ho subito capito che era una vocazione autentica, perché io non la volevo, non l’avevo mai cercata né desiderata. Mi ha aperto a una gioia mai sperimentata prima, come qualcosa a cui anelavo da sempre e non conoscevo ma che era profondamente mio. Qualcosa come un vuoto che, né il mondo prima, né il grande amore poi, era riuscito a colmare.

Questo ha segnato un grande momento di crisi, non per il dubbio sulla chiamata, ma per le conseguenze di questa sulle persone che più amavo: la mia ragazza e la mia famiglia. Ma nel fondo del cuore ero sereno, perché sapevo che non era qualcosa che avevo cercato io, ma veniva da Dio e per questo dovevo fidarmi di Lui.

Ricordo come fosse oggi il giorno del mio ingresso nella Congregazione dei Legionari di Cristo. È stato come “arrivare a casa”, entrare per la prima volta in un luogo che sentivo appartenermi da sempre. Non significa che tutto sia stato facile, ma succede come quando sei innamorato: sei disposto a tutto e niente sembra impossibile. Avevo 27 anni, e questa vita così diversa, per tanti versi opposta alla mia precedente, è stato un nuovo inizio a tutti gli effetti.

Questo “2.0” lo vedevo come una opportunità per ricominciare; mi sentivo emozionato e ispirato come un pittore davanti alla tela bianca. Le varie tappe di formazione si susseguivano con nuove cose da imparare e nuove opportunità. L’ambiente internazionale delle nostre comunità e la possibilità di studiare in Italia, Spagna e Stati Uniti ha aperto i miei orizzonti ancor di più. Un percorso “lineare”, potremmo dire, fino a quel fatidico giorno newyorchese.

All’ombra della “grande mela”, una mattina come tutte le altre mentre scorreva l’acqua dalla doccia, scopro un nodulo al collo. Il cancro, senza chieder permesso, senza nessun sintomo o preavviso, era entrato nel mio corpo. È stato come un “undici settembre” che si schiantava sulla mia vita, facendo crollare in un istante tutti i miei sogni e progetti, lasciandomi solo e nudo davanti al cielo.  Allora stavo studiano filosofia a New York, con l’entusiasmo dell’esperienza americana, con la gioia di conquistare il mondo per Cristo. Ora, con la mia vita spezzata tra le mani e il pianto agli occhi, mi chiedevo quale fosse il senso delle rinunce per abbracciare il sacerdozio, della fatica per prepararmi a una gara che non avrei mai corso. Non capivo perché Dio avesse accartocciato quel progetto che però continuavo a sentire così reale nel mio cuore. La sua risposta non tardò ad arrivare erano le parole che prima aveva rivolto a Pietro sulla riva: «Stefano, mi ami più di costoro?». Amare di più non significa essere superiore agli altri, ma diventare chicco di grano che muore per dare frutto: «Nessuno ha un amore più grande di questo: dare la sua vita per i propri amici» (Gv 15, 13). Non sapevo se la chemioterapia avrebbe funzionato ma nel mio cuore c’era la pace e l’abbandono. Ero pronto a lottare, ancora una volta e con tutta la mia grinta; ma se Lui mi avesse voluto in cielo, avrei accolto la sua volontà. Il cammino percorso mi ha insegnato ad amare e questa è la meta. La gara della vita si gioca ogni giorno, e ogni giorno la vinci se impari a donarti.

La felicità della guarigione non mi ha allontanato però, dalle corsie degli ospedali; quello stesso anno ricevo una telefonata che mi avvisa che mia mamma è in fin di vita a causa di una improvvisa emorragia celebrale. I medici non danno speranze e io mi ritrovo a sorvolare l’oceano illudendomi di poterla trovare ancora in vita al mio arrivo. Capivo, in quel momento, che la sofferenza sulla tua pelle può essere dura ma è tremendamente più grande quella provocata dal rischio di perdere chi ami, perché ti senti totalmente impotente.

Dopo un miracoloso intervento chirurgico si riaccende la speranza. Seguono due mesi di coma, fiumi di preghiere, lacrime e paura, l’emozione indescrivibile di quando ha riaperto gli occhi. Oggi la mamma è rimasta in sedia a rotelle, si chiede se quella riflessa nello specchio sia veramente lei, bisognosa di tutto e di tutti. Poi si fa coraggio e impara a scoprire la vita di nuovo, a non dar niente per scontato, ad essere orgogliosa di mio padre e a innamorarsi ancora di lui che è il suo sostegno e la sua forza.

Il cammino verso il sacerdozio è qualcosa di incredibile. La possibilità di conoscere Lui nella meditazione e nell’adorazione; poter penetrare la Sacra Scrittura, avere vicino a te persone che condividono la stessa missione con gioia e allegria, è soprattutto un dono immeritato. Nasce da una chiamata e può essere solo vissuto come risposta.

Ringrazio il Signore, per le notti inutili di pesca che sono state necessarie per capire la Via; per le tante, tantissime esperienze vissute, le persone incontrate, l’amore ricevuto e i buoni esempi che mi hanno ispirato; ringrazio anche per gli sbagli e le cadute, la luce di Cristo ha rimarginato le ferite trasformandole nella mia forza.

Posso dire che uno diventa sacerdote in ginocchio, nella preghiera e nel ringraziamento; ma soprattutto accogliendo la vita ogni giorno, la sua bellezza e le sue difficoltà; ascoltando le persone, soffrendo e gioendo con loro, facendosi vulnerabile alle loro storie che nascondono il disegno della misericordia di Dio.

P. Stefano Panizzolo, L.C. è nato a Venezia, il 16 maggio 1980. Si è incorporato al Movimento Regnun Christi nel 2001, nella sezione di Padova. Dopo aver conseguito la laurea in Architettura a Venezia nel 2005, ha prestato servizio come collaboratore del Movimento RC a Roma. È’ entrato Nella Congregazione dei Legionari di Cristo nel 2007. Al termine dei due anni di Noviziato, a Novara, ha emesso la sua prima professione religiosa. Ha svolto l’anno di studi umanistici a Salamanca per poi studiare filosofia negli Stati Uniti, a New York. Ha lavorato due anni a Padova, nell’ambito della pastorale adolescenziale. Nel 2014 è ritornato a Roma, per iniziare il triennio di studi teologici nell’Ateneo Pontificio Regina Apostolorum. Nel 2015 ha emesso la sua professione perpetua.

Antônio Lemos, L.C.

“Bendize, ó minha alma, ao Senhor, e jamais te esqueças de todos os seus benefícios.” Sl 102, 2

Padre, tenho que falar com o senhor agora.” Então, ele me respondeu surpreso “Agora, estou um pouco ocupado, que tal depois?” e eu disse com convicção “Padre, é questão de vida ou morte”. Ele empalideceu assustado com o meu comentário e aceitou falar comigo naquele mesmo momento.

Era janeiro de 2016, eu estava num avião viajando de Manila a Roma. Havia participado como tradutor do Congresso Eucarístico Internacional nas Filipinas. Foi realmente uma experiência singular. Nunca imaginei que um dia ajudaria a evangelizar na Ásia, tão longe do meu querido Brasil. Pude conhecer pessoas de vários lugares do mundo, fazer novos amigos, aprender da cultura oriental – tão rica e peculiar – e o mais importante partilhar com tanta gente a minha fé e amor a Jesus Cristo. No vôo de regresso lembrava de um retiro que tinha feito 10 anos antes para pensar sobre entrar no seminário. Naquele retiro, durante uma adoração eucarística, me veio uma luz forte que fez arder meu coração. Pensei em quantas pessoas neste mundo não conheciam Jesus. Duas de cada três pessoas não são cristãs. Quem vai falar de Jesus para elas? Eu percebi que Deus me chamava. Vibrava em mim o desejo de ir até os confins do mundo para compartilhar a alegria de ser amigo de Cristo. Agora, exatamente dez anos depois eu estava no outro lado do mundo fazendo exatamente isso.

Então, como tudo começou? Quando eu tinha quinze anos um amigo do colégio, chamado Rafael, me convidou para participar de um grupo de oração da Renovação Carismática na nossa paróquia. Aceitei o convite, um pouco sem saber o que esperar. Depois de alguns dias estávamos com alguns amigos rezando numa igreja. Eu comentei que não conseguia orar, pois me sentia indigno de falar com Deus. O Rafael abriu a Bíblia e aleatoriamente leu a seguinte passagem: “O Senhor não nos trata segundo os nossos pecados, nem nos castiga em proporção de nossas faltas, porque tanto os céus distam da terra quanto sua misericórdia é grande para os que o temem” (Sl 102, 10-11). Senti imediatamente uma profunda paz e pela primeira vez experiementei ser amado por Deus de verdade.

Nessa ocasião escutei falar dos movimentos da Igreja. Era algo novo para mim. O Rafael explicou-me que Deus através dos movimentos chamava algumas pessoas para participarem de um carisma e espiritualidade especiais dentro da Igreja, como era o caso da Renovação Carismática Católica. Quando ele falou isso, senti no fundo do coração a certeza de que Deus me chamava para um movimento. Agora eu tinha que descobrir a qual movimento Ele me chamava.

Eu comecei a buscar vários grupos e sempre que conhecia algum, procurava participar de alguma atividade para ver como era. Cada vez que que conhecia um novo movimento me surpreendia como Deus concedia dons especiais para a Igreja. No entanto, com o passar do tempo não sentia que aqueles grupos que conheci eram para mim, e percebia que devia continuar procurando.

Em 2004, Deus colocou no meu caminho o Regnum Christi. Naquela época u estudava direito na Universidade Federal do Paraná. Uma amiga da minha mãe, a Tia Célia, membro do Regnum Christi falou a respeito dos Legionários de Cristo para ela. Um dia era marcou um jantar na sua casa com os legionários. Estavam presentes dois padres e um jovem colaborador. O que mais me impressionou foi o exemplo do colaborador. Ser colaborador no Regnum Christi significa entregar um ano da minha vida como voluntário para a Igreja e ter a oportunidade de viver em uma comunidade religiosa, fazer apostolado, conhecer mais a fé católica e enriquecer-se espiritualmente. E o melhor de tudo é que não precisava ser seminarista! Eu queria fazer a mesma experiência daquele jovem.

O colaborador se chamava Vinícius e nos tornamos bons amigos. Ele me convidou mais tarde para um acampamento no Pico do Paraná, uma da montanha muito alta que está perto de Curitiba. Fomos com outros três jovens e dois padres legionários. Impressionou-me de modo especial a caridade e o exemplo dos legionários. Depois do acampamento com frequência pensava em como seria bom estar mais próximo de Deus a exemplo dos legionários.

Nos seguintes meses comecei a participar com meu irmão André das missões de evangelização da Juventude Missionária, um apostolado do movimento Regnum Christi. Era como se o Regnum Christi tivesse sido feito para mim. Aquela busca de 5 anos chegava ao fim. Sentia uma identificação muito profunda com o movimento, em particular pelo desejo de conhecer a fé e evangelizar. Todo o momento era uma oportunidade para transmitir a Cristo e a alegria de segui-lo. Por isso, decidi aderir ao Regnum Christi.

Alguns meses depois, eu ia à Universidade para fazer uma prova de direito constitucional. Quando cheguei na sala de aula um dos meus melhores amigos, Glauber, veio falar comigo. Estava muito sério. “Temos que conversar depois da prova, eu te espero na entrada”. Durante a prova eu me perguntava o que tinha acontecido, ele parecia muito preocupado. Quando terminei, sai da sala e vi que o meu amigo já me esperava nas escadarias da Universidade. Então recebi uma notícia muito dolorosa: Paulo Henrique, que era seu primo e meu amigo, havia morrido num acidente de ônibus no dia anterior.

Ao escutar iso, minha alma se inundou de tristeza e desconcertado fui à Catedral que ficava perto da universidade. Quando cheguei ali, a missa estava apenas começando. Pedi pela alma do PH e senti um vazio muito grande. Refletia sobre a fragilidade da vida humana. Alguns dias antes tinha conversado com PH e agora ele estava morto. “E a minha vida? O que estou fazendo com ela?”. Queria algo que valesse a pena, queria fazer algo para Deus. A primeira coisa que me veio à mente era fazer uma experiência nos Legionários de Cristo e entregar minha vida como sacerdote no Regnum Christi. Quando pensei nisso, meu coração ardeu de emoção. Lembro que cheguei em casa, peguei o telefone e liguei para um sacerdote legionário. Mas antes que ele atendesse, desliguei. “E a minha família, a minha namorada, o que vou fazer com a faculdade?” Um grande temor me abateu. Decidi não ligar e ignorar os meus sentimentos.

Os meses passavam, e sempre que eu ia na missa os mesmos pensamentos retornavam. No momento da consagração, quando o sacerdote levantava a hóstia que se transformava no Corpo de Cristo, meu coração ardia com o desejo de me consagrar a Deus como sacerdote. Mas quando a missa acabava e eu saia da Igreja, o medo voltava e eu silenciava meu interior.

Quase um ano depois, no dia 1º de outubro, festa de Santa Teresinha do Menino de Jesus, durante uma adoração, um dos meus amigos do Regnum Christi anunciou que em breve faria uma experiência no seminário dos legionários. Eu fiquei surpreso, pois não esperava isso desse amigo. Era um testemunho impactante para mim, ele tinha apenas dezessete anos e já mostrava essa coragem de entregar a vida a Deus. E eu com vinte e dois anos tinha tanto medo! Senti um impulso interior de falar com o legionário que era meu diretor espiritual. “Padre, tenho que falar com o senhor agora.” Ele me respondeu surpreso “Agora, estou um pouco ocupado, que tal depois?” e eu disse com convicção “Padre, é questão de vida ou morte”. Ele empalideceu assustado com o meu comentário e aceitou falar comigo naquele mesmo momento. Eu disse tudo o que tinha acontecido, tudo o que sentia e as idéias que tinha. Ele me escutou com atenção e me convidou a iniciar um processo de reflexão e oração sobre o plano de Deus para mim.

Os meses seguintes foram uma experiência profunda do amor de Deus. Eu sentia-me verdadeiramente cuidado por Ele. Foi um tempo de oração, escuta e diálogo com pessoas que me ajudaram de forma marcante. Fiz duas visitas ao seminário dos Legionários de Cristo para conhecê-los melhor e isso me ajudou a confirmar que Deus me queria ali. A dificuldade de deixar minha família e amigos era enorme, mas a alegria que Deus me concedia ao segui-lo era maior.

Hoje, eu olho para atrás após onze anos e vejo que valeu a pena.  Deus é um Pai amoroso, que sempre nos dá graças que superam nossas expectativas. Nós só temos que confiar e segui-lo. Sou agradecido por tudo o que Ele fez na minha vida. Também agradeço o carinho e paciência da minha família, sem a qual eu não teria forças para continuar. Enfim,  o meu obrigado se dirige igualmente à Legião de Cristo e ao Regnum Christi, a todos os sacerdotes, irmãos, consagrados e consagradas, e leigos que me acolheram e me prepararam nestes anos para esta missão tão maravilhosa que começa agora.  “Bendize, ó minha alma, ao Senhor, e jamais te esqueças de todos os seus benefícios.” Sl 102, 2

O Pe. Antônio Lemos nasceu em Curitiba, no dia 22 de maio de 1983. Estudou Direito na Universidade Federal do Paraná de 2002 a 2006. Aderiu ao movimento Regnum Christi em 2004. Dois anos mais tarde, entrou no noviciado dos Legionários de Cristo em Arujá, São Paulo. Em 2008, emitiu a primeira profissão religiosa e iniciou o curso de Humanidades Clássicas em Cheshire, EUA. Em seguida, cursou dois anos de filosofia em Nova Iorque. Em 2011, iniciou o estágio apostólico de três anos nos escritórios da administração dos Legionários de Cristo em Nova Iorque e na Califórnia. No dia 27 de dezembro de 2013 fez a sua profissão perpétua. Em 2017, concluiu o curso de Teologia no Ateneo Pontifício Regina Apostolorum, onde atualmente cursa o mestrado em Teologia Moral.