Tesoros de la memoria
En oración veo que mi vida, con todo lo positivo y negativo, ha servido de tejido a Dios para formar con amor infinito todo lo que soy. Cuando parece que ya he comprendido todo resulta que siempre hay algo más. «Dios hace nuevas todas las cosas» (Ap. 21, 5). Sigo descubriendo más «tesoros de la memoria».
Eran las diez de la noche de un día de noviembre de 2005. Me encontraba frente a un cuadro de la Virgen de Guadalupe negándome a entrar en la capilla. Finalmente bajé la guardia. Salió desde lo más profundo de mí: «Basta, ya no te voy a pedir que le digas a tu Hijo que no me llame… sólo te suplico que me des las fuerzas para considerar esta opción». Después de varias semanas luchando por negar la posibilidad de un llamado me daba por vencido. Jesús era mi amigo desde que tenía uso de razón. Jesús, además de amigo, también era quien me había dado la vida. Mi familia, mi salud, mis amigos… todo lo había recibido gratuitamente de él. Acompañado por María, abría mi corazón.
Viajar en la memoria al pasado suele traer muchas sorpresas. Para todo cristiano, mirar hacia atrás con fe es contemplar la mano de Dios siempre presente en nuestras vidas. Me acerco a recibir el inmenso don del sacerdocio después de 11 años en el seminario y 33 de preparación: mi vida entera. En oración veo que mi vida, con todo lo positivo y negativo, ha servido de tejido a Dios para formar con amor infinito todo lo que soy. Cuando parece que ya he comprendido todo, resulta que siempre hay algo más. «Dios hace nuevas todas las cosas» (Ap. 21, 5). Sigo descubriendo más «tesoros de la memoria», como los llama el Papa Francisco, que me hacen entender mejor el porqué del presente y me llenan de confianza para caminar con paso firme hacia el futuro. Les comparto algunos de esos «tesoros» de ese don y misterio que es mi vocación. Tesoros que son muestras del amor misericordioso de Dios con el hombre en cada momento de la vida.
¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha dado? (Sal. 116, 12)
«Antes de plasmarte en el seno materno, te conocí» (Jer. 1, 5). No dejan de sorprenderme tantas muestras del Amor de Dios con la familia que me ha regalado. Soy el menor de tres hijos y el único varón. Mamá y papá siempre nos transmitieron una fe sencilla pero profunda. Con todas sus debilidades e imperfecciones, y en los momentos alegres y tristes, la familia siempre me brindó un ambiente sereno para crecer y madurar de modo muy natural.
Quizás por ser el menor siempre quise ser (o más bien sentirme) muy independiente. Hoy cuando veo a un niño con esas actitudes me da mucha risa. Sé que en la adolescencia esto habrá causado preocupaciones a mis papás. Aun así, agradezco que siempre fueran muy respetuosos con mis espacios y con mi libertad. Sabían abordar los temas en los momentos adecuados, y había cosas que sólo se afrontaban con uno o con otro por separado. Mamá y papá han sido los grandes pilares de mi vida: siempre he contado con su amor y apoyo incondicionales. Del mismo modo, mis hermanas mayores han sido un gran ejemplo desde que nací. Nunca olvidaré su cariño y atención durante la enfermedad grave de papá que nos mantuvo por un tiempo separados de nuestros padres. Sigo descubriendo la mano de Dios sosteniéndonos mutuamente en cada momento. Sólo en familia se sabe lo deudores que somos unos con otros.
No supe responder
Creo que siempre fui una persona bastante normal en el entorno que vivía. Mi vida giraba entre la familia, el colegio, los amigos y el deporte. Desde preescolar estudié en un colegio llevado por los legionarios. A pesar de que la figura sacerdotal más natural para mí eran ellos, nunca sentí deseos o atracción por ser legionario. Apreciaba su amistad y formación pero hasta ahí.
A unos meses de terminar la primaria un buen amigo del colegio me dijo que al concluir el curso se iría al seminario menor de los Legionarios de Cristo. Después de que me explicó lo que iba a hacer, le pregunté: «¿y por qué te vas a ir?». Lo único que me respondió fue: «porque Dios me llama, Dios lo quiere».
Esa noche en mi casa me pregunté qué significaría eso de «Dios me llama». ¿Cómo sabe que Dios lo llama o que Dios lo quiere? Yo sabía lo que mis papás querían, lo que yo quería. Y lo que yo quería definitivamente no era ser sacerdote. De inmediato surgió la pregunta: «¿Y si a ti Dios te llamara?». Curiosamente, no supe responder.
Desde muy pequeño tenía claro que Jesús había dado su vida por mí en la cruz. Sabía que era mi gran amigo y que también era Dios. Era el mismo Jesús que me perdonaba a través del sacerdote y que recibía en la comunión durante la Misa. Aquél que me había dado una familia, un techo y todo lo que era y tenía. Teniendo esto en mente, la pregunta sobre el llamado no podía ser respondida tan a la ligera. La pregunta simplemente quedó sembrada en mi corazón.
Compartir el evangelio: puente para la fe
Cuando estaba en quinto de primaria, mis papás fueron invitados a las misiones de Semana Santa. La experiencia fue tan positiva que la repetimos los años siguientes. Visitar en familia casa por casa y aprender de tanta gente compartiendo el Evangelio, se volvió una experiencia muy fuerte que, hasta muchos años después, descubrí la huella profunda que dejó en mi interior. ¡Cuánto aprendí en esas vivencias! Encontrar hombres, mujeres y niños que vivían tan felices con tampoco, rompía muchos de mis esquemas sobre lo que significaba vivir. He descubierto en ello la primera parte del puente por el que mi fe se mantuvo activa. Todavía hoy, en familia, recordamos con una sonrisa algunos rostros y nombres de las personas que conocimos esos años.
La adolescencia llegó de repente y de golpe me sentía muy grande. Formé parte del ECYD y participaba en muchas actividades que allí se organizaban. De modo muy natural, seguí cultivando mi amistad con Jesús, aunque no faltaron periodos en que me alejé por completo de la formación. El iniciar la preparatoria en otro lugar me ayudó a valorar la educación que había recibido en el colegio. Como todos, tuve experiencias que se han vuelto esenciales para conocerme a mí mismo, comprender mejor la vida de los jóvenes y entender las especiales dificultades que uno pasa para mantenerse firme en la fe. Siempre disfruté al máximo de todas las oportunidades para convivir con mi familia y amigos.
Al acercarse la Semana Santa del primer año de preparatoria, se me presentaron distintas opciones. Me animé con un grupo de amigos a participar en Juventud Misionera. Esta vez ya no estaba mi mamá guiando las visitas de casas. Ahora íbamos «de dos en dos», visitando y tratando de compartir con la gente el significado de los días santos. Ante los deseos naturales de «librarme» de cualquier atadura, el dar y recibir en la Semana Santa solidificó mis convicciones. Definitivamente la oportunidad de compartir mi vida en las misiones fue el medio que Dios usó de puente para sostener mi propia fe, en las etapas antes y después de la adolescencia y primera juventud. Jesús entraba nuevamente con fuerza en mi corazón para que nunca dudara de su compañía en todos los momentos y ocasiones que habría de afrontar.
Preparando el terreno
Poco a poco, casi sin darme cuenta, empecé a implicarme en el Movimiento Regnum Christi. Agradezco mucho a Dios y a mis formadores que siempre hubiera mucha libertad. Acudía normalmente a los encuentros de formación y casi siempre fui de misiones en Navidad y Semana Santa. Recuerdo haber asistido a algunos retiros en el seminario de los legionarios en mi ciudad y cuando veía de lejos a los seminaristas me parecían muy extraños. Respetaba el valor de dar su vida en el sacerdocio, pero definitivamente no lo consideraba algo para mí.
En 2003 ingresé en la universidad con más claridad sobre mi proyección personal. Además, gradualmente iba tomando más en serio mi vida en el Movimiento. Al iniciar el segundo año se me presentaron dos horizontes a corto y mediano plazo: terminar mis estudios fuera del país y eventualmente dar un año de mi vida como colaborador en el Regnum Christi.
Sin poder explicar bien cómo, al terminar la Semana Santa de 2005, Jesús acomodó todo para que invirtiera el orden de «mis» planes: primero daría un año y luego terminaría mis estudios.
Vuelve la pregunta
Nos encontrábamos los futuros colaboradores comiendo unas pizzas en casa de un amigo. El padre que nos acompañaba hizo un comentario insignificante sobre la bendición de los alimentos que hacen los sacerdotes. De repente me entró como un flechazo rarísimo. Recuerdo que fui directamente al baño y frente al espejo encendí un cigarro y me dije: «no estás pensando lo que estás pensando…». Con gran fuerza me vino el pensamiento que quizás yo debía ser sacerdote. Recordé aquella pregunta sin respuesta sobre la llamada de Dios en la adolescencia. ¿Por qué ahí? ¿por qué de ese modo? No lo sé. Quizás yo necesitaba ese estilo de alerta, como un cubetazo de agua helada. Durante dos días no pude quitarme ese extraño pensamiento de la mente, hasta que decidí «congelarlo». Sabía que, si era algo serio, tendría todo un año para pensarlo bien. No podía, ni quería, desaprovechar mis últimas semanas con mis amigos.
Sucedió todo tan de prisa que cuando menos imaginé ya estaba volando hacia Italia, mi destino como colaborador. Se me acumulaban varias cosas y yo seguía construyendo por varios lados lo que haría después de este año. No quería que se me salieran los planes de mis manos y me urgía aprovechar que seguía la idea «congelada» sin hacer ruido. Apenas dos semanas después de mi llegada y de estar en la nueva cultura me volvió el flechazo y esta vez con más fuerza. «No puede ser ¿qué me está pasando?», me dije.
Paradoja
San Juan Pablo II cuando compartía su historia vocacional comenzaba diciendo que las palabras humanas no son capaces de abarcar la magnitud del misterio que el sacerdocio tiene en sí mismo. He reflexionado mucho sobre lo que sucedió en esas semanas siguientes, que me parecieron eternas. Era claro que no eran inventos míos, y por lo tanto vi solamente dos salidas al dilema: me regreso a México y continúo con mis planes, o afronto esto y resuelvo todo de raíz. Tenía clarísimo que tenía que quedarme y resolverlo. Fue así que me puse a pedir como nunca en oración, diciéndole a Dios: «te lo ofrezco todo menos el sacerdocio». Gran paradoja e insensatez: «te doy todo excepto mi vida».
Después de un mes de lucha interior se dio el episodio que narré al comenzar el testimonio. En esas circunstancias sólo alguien podía salirme al encuentro y darme luz: María. Su cuidado maternal me hizo confiar y abrir mi corazón, como ella lo hizo durante su vida. A Dios siempre le ha bastado un pequeño «sí» libre y con fe. Un «sí» que muchas veces es débil y temeroso. Un «sí» que en la misericordia de Dios es suficiente para derramar las gracias que necesitamos e iluminar los ojos del corazón para el camino a seguir. En los tesoros de la memoria se encuentran todos esos «sí» de nuestra vida que muchas veces surgen después de muchos «no».
A partir de entonces comenzó la aventura hacia el sacerdocio. En estos años de preparación Dios continuó cautivando mi corazón y ayudándome a crecer en el amor. Gracias a él soy inmensamente feliz a pesar de mi pecado y debilidad. Ciertamente no todo ha sido ni será fácil. Con todo, conservo la certeza de que el Padre nunca me dejará sólo, me amará siempre como un hijo suyo y seguirá sorprendiéndome con nuevos tesoros. Él no se cansa de esperarnos con los brazos abiertos para demostrarnos, en la fe, que todo entra dentro de su Providencia. «Su misericordia dura por siempre»(cf. Sal 136). A esa misericordia me abandono para servir mejor a la Iglesia, al Movimiento y a todos los hombres.