Andrés Orellana, L.C.

Dios es fiel

Yo no tengo ningún familiar sacerdote, ni quise desde siempre, ni tampoco en la familia veíamos la posibilidad de ser sacerdote como algo normal. Para nada. Lo único que recuerdo, cuando era muy pequeño, es haber escuchado a una tía decir que mi abuela decía que tenía cara de obispo español, pero que a mí me gustaban demasiado las mujeres para ser sacerdote (porque siempre bailaba con mis primas de chiquito en las fiestas de la familia).

Hay momentos en los que Dios te permite ver tu vida con una mayor claridad, y te das cuenta que nada es casualidad, sino que hasta los detalles más pequeños de tu vida forman parte de un plan divino que busca su gloria y tu felicidad, respetando siempre tu libertad y aumentándola. Es así. Dios nos guía a lo largo de toda nuestra vida, en cada momento y en miles de formas. Sin embargo, hay algunos momentos clave, esos puntos en el camino donde se toman las grandes decisiones. Yo puedo reconocer dos de ellos.

El primero fue en sexto grado. Estaba en Oaklawn Academy, un colegio internado llevado por los Legionarios en Estados Unidos, donde pasé un excelente año de mi vida. Nunca había pensado en serio en ser sacerdote.  Había una tiendita en el colegio donde vendían diferentes cosas, entre ellas algunos libros. Recuerdo que nos dijeron que leyéramos la vida de los santos, pero a mí me parecía algo muy aburrido. Sin embargo, como me encantaba el mar y vi un libro con la cara de san Pedro y una barca, pensé que ése lo podía leer, y lo compré.

Saliendo de la tiendita un amigo me quita el libro y me pregunta: “-a ver, ¿qué compraste?”. Y en seguida, “¡wow, no sabía que querías ser sacerdote!”. Y Yo: “¡¿Qué?!” …

  • Sí, no te tiene que dar pena, ¡eso es algo muy bueno!
  • Pero yo no quiero ser sacerdote, déjame ver ese libro

Cuando lo vi más de cerca, el libro se llamaba “Peter on the shore” y el subtítulo decía algo como “Cómo seguir tu vocación al sacerdocio”. Inmediatamente le digo:

  • Yo no quise comprar este libro, ¡esto fue un error!
  • Ya lo compraste, léelo
  • No, ¿estás loco?, a ver si me lavan el cerebro…
  • ¿Qué? ¿tienes miedo?
  • Es que yo no quería comprar ese libro, fue un error.

Después de un breve silencio se me queda viendo y me dice:

  • Dios también habla a través de los errores.
  • Puede ser, pero yo no lo voy a leer.
  • Entonces dámelo, yo lo leo.

 

Y se lo di. Esa noche, reflexionando en mi habitación, me pregunté: ¿Será que Dios me quiere llamar de verdad? E intenté preguntárselo, pero no funcionó, porque yo no estaba dispuesto. Me dije: no tiene sentido preguntarle esto a Dios si en verdad no estoy dispuesto a hacer lo que Él me pida, a Dios no lo puedes engañar. Entonces me di cuenta de que me tenía que sincerar conmigo mismo primero, antes de hacerle la pregunta a Dios. Hubo una pequeña pero intensa batalla de generosidad en mi interior, porque aun siendo un niño, sabía que ser sacerdote significaba renunciar a muchas cosas buenas y eso no era fácil. Pero finalmente venció la gracia y le dije:

“Ok, Dios, si Tú me llamaras a dártelo todo… yo… ¡te lo daría!”

Y en ese momento entró en mí una paz inexplicable, una paz tan profunda, que supe sin duda alguna que sólo podía venir de Dios. Fue como si Jesús hubiese pasado por la orilla del lago y me hubiese dicho: “¡Sígueme!” y yo, dejando todo, lo seguí, porque le dije a Dios: “Ok, yo te digo que sí, pero no tengo ni idea de cómo. ¡Esto lo tienes que organizar todo Tú!”

Después regresé a Caracas, me olvidé de eso, seguí estudiando, me involucré en proyectos sociales, me incorporé al Regnum Christi, tuve una novia, empecé a estudiar en la universidad. Pero a Dios no se le había olvidado mi palabra, aunque a mí sí.

El segundo momento fue cuando tenía 19 años. Me encontraba en Roma, haciendo unos ejercicios espirituales de ocho días como parte de mi año de colaborador del Regnum Christi. Ser colaborador dentro del Movimiento Regnum Christi es darle un año de tu vida a Cristo para colaborar con su misión apostólica. A mí, curiosamente, me mandaron a Dublin Oak Academy, un colegio internado como Oaklawn, pero en Irlanda.

En los ejercicios espirituales había llegado el momento de contemplar a Jesús en el huerto de Getsemaní. Era la última predicación del día, justo antes de irse a la cama, y yo me quedé rezando solo en la capilla del Centro de estudios superiores. Veía cómo Jesús luchaba, oraba, sudaba, sangraba. Lo veía desde una roca y trataba de entender qué estaba pasando por su mente y por su corazón.

Pensé que primero veía todos los pecados que se habían cometido antes de Él, desde el pecado de nuestros primeros padres hasta ese momento, pasado por todas las aberraciones de los hombres y todas las infidelidades del pueblo de Israel. Él las iba a cargar todas sobre sus espaldas en la cruz, y al sentir tanto dolor, entonces exclamó: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz…” Luego veía todos los pecados del futuro, desde los que estaban a punto de cometerse, la traición de Judas, la negación de Pedro, la huida de sus apóstoles, la cobardía de Pilato, la crueldad de los soldados romanos, pasando por todos los pecados del mundo hasta llegar a mí y mis pecados. Todos los iba a cargar Él sobre sus espaldas. Esto le dolía demasiado en su alma, y entonces volvió a exclamar “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz…”. Pero lo que más le dolía, veía Jesús en su oración cómo su sangre iba a ser derramada en vano en muchos casos, y esto era lo que más le dolía. Veía todas las veces que los hombres rechazarían el perdón que Él compraría para nosotros con el caro precio de su sangre derramada en la cruz. Sí, hay personas que rechazarían su sacrificio de amor por nosotros, que endurecerían su corazón y no serían capaces de ver ni de aceptar tan grande amor. Pero dice el Evangelio que en ese momento un ángel se le apareció para consolarlo. Decía el predicador que el ángel lo consolaba mostrándole todos los frutos de su sacrificio: Los 11 apóstoles darían su vida por Él, predicarían el Evangelio, la Iglesia crecería, se extendería por toda la tierra, educaría a las personas, surgirían santos que transformarían a la sociedad, se fundaría un nuevo orden social basado en el valor infinito de cada persona, millones de personas encontrarían a Dios y recibirían la consolación de saberse perdonados. Hasta que, recorriendo la historia, llegamos a mí.

Es difícil explicarlo, pero me di cuenta de que Cristo ya lo hizo: ¡Él ya murió y resucitó por nosotros! Se arriesgó completamente, regalándonos todo su amor. Él hizo todo, y su gracia lleva adelante su plan. Ahora, que su entrega haya valido la pena, que dé muchos frutos de salvación, depende también de mí.  Lo único que tenía que hacer es no oponerme a él, no ser obstáculos para su desarrollo. Su amor quiere llegar a todas las personas, y Él lo hará de manera admirable si nosotros nos dejamos. Entonces me vino un enorme deseo de ver su rostro, y le dije: “Jesús, toma lo que quieras, haz lo que quieras conmigo. Sólo déjame verte. Déjame verte, Jesús.” Y en ese momento sentí una invitación del Señor, y me vino la imagen de Jesús que extendía su mano derecha hacia mí, invitándome, y con la izquierda me señalaba su corazón. Yo entendí que la invitación era muy concreta: a ir al candidatado, y más profundamente, a vivir desde su corazón. Y acepté. Luego lo confirmé con mi director espiritual.

La verdad es que a los que las necesitan más, Dios les da más gracias por lo que no me glorío de las gracias de Dios porque sólo significan que yo, siendo tan débil, las necesitaba más que otros. Desde entonces he estado en Medellín, Alemania, los llanos venezolanos, Estados Unidos, el norte de Italia y Roma siguiendo a Jesús por sus caminos. La enseñanza es que podemos fiarnos completamente de Él, pues Él nos ama y ya nos ha demostrado su amor. Incluso desde nuestra debilidad, podemos fiarnos de Él si Él nos llama, porque si somos infieles, Él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo” (2 Tim 2, 13).  Esa ha sido mi experiencia y mi alegría. ¡A Él sea la gloria por siempre! Amén.